La llama de una vela
Despertar
en Tehuantepec

Alberto Ruy Sánchez

*

Una voz ronca y pausada me despertó lentamente. Al principio no supe lo que decía. El grano de esa voz profunda como un agujero agitaba mis sueños devorándolos, mezclándose con ellos, haciéndolos desaparecer en la confusión de su torbellino. Poco a poco me fui dando cuenta de que venía del pasillo al que daba mi ventana. Una especie de largo balcón sobre un patio al que abrían todos los cuartos del Hotel Oasis. El calor llegaba hasta mí rostro en bocanadas, como si cada vez que alguien caminaba en el patio empujara hacia nosotros un aire espeso, la puerta de un horno abriéndose de frente. La voz se dirigía a otro hombre que escuchaba casi en silencio, inmerso en aquella historia. Como yo mismo comenzaba de pronto a estarlo:

"Los colgaron de los pies en el árbol grande de la plaza. El que todo el año se llena de flores blancas perfumadas. Como tanta gente los había golpeado, al colgarlos la sangre manchó todas las flores. Desde lejos parecía que una familia de jaguares se había trepado al árbol y estaba esperando para comerse a los bandidos. Pero ya estaban más muertos que vivos aunque todavía pegaban uno que otro grito de dolor desde algún rincón del infierno. Entonces los castraron y les prendieron fuego. Medio árbol ardió todo el día y parte de la noche llevándose todas las flores con las llamas. El olor se quedó pegado en el aire varios meses y todos lo traíamos encima por más que nos bañáramos. Olíamos a basura quemada pero más fuerte. De pronto se mezclaban el olor de las flores y la sabia dulce del árbol. Era algo que daba mucho asco pero que luego a ratos gustaba."

Cuando pude levantarme y abrir la persiana no había nadie en el pasillo. Magui despertó entonces y le pregunté si había oído esa historia.

-Soñaste, afirmó sonriendo.

Y yo seriamente lo dudé recordando que varias veces antes había mezclado despertares y sueños.

Habíamos llegado de noche a Tehuantepec, muy tarde y muy cansados del viaje por un camino árido, largo y sinuoso. Durante varias horas la carretera se escurría entre las colinas como una serpiente negra entre tierra de colores ocres y rocas amarillas. Esa noche se celebra una de las fiestas más esperadas en Tehuantepec: "una vela", y los dos hoteles del lugar están llenos. Encontramos un par de cuartos en el Hotel Oasis porque es de la familia de una amiga de nuestra compañera de viaje, Margarita Dalton, directora del Instituto de cultura del estado de Oaxaca. Su amiga es directora de la casa de la cultura de Tehuantepec.

Magui y Margarita se irán más tarde con ella para que les preste vestidos tradicionales de tehuanas porque ninguna mujer puede entrar a "la vela" si no lleva el vestido típico: enaguas largas enredadas varias veces sobre fondos gruesos y una ancha banda de encaje hasta casi tocar el suelo. Blusa recta de manga corta "a la andaluza" que se llama huipil corto y está lleno de grandes flores bordadas, como la falda. Sobre la cabeza y cayendo sobre los hombros y la espalda llevan un encaje blanco cerrado como una falda que se llama huipil largo. En misa lo llevan de una manera que enmarca a la cara completamente, como un aura blanca; y en la calle de otra manera, más abierta. Es el traje con el que aparece tantas veces Frida Khalo en las fotografía porque lo adoptó como uniforme de su personaje público. En los años treinta y cuarenta la tehuana era el símbolo de una visión romántica de México. El mito de una sociedad matriarcal alimentaba ese símbolo. Serguei Eisenstein así lo creyó en 1932 y uno de los capítulos de Qué Viva México estaba dedicado a las tehuanas. Se llamaba como la canción típica de las bodas: Zandunga. Muestra a la mujer semidesnuda durmiendo en la hamaca mientras el hombre hace el trabajo de la casa y del campo.

De hecho Tehuanas y Juchitecas exhiben una personalidad marcadamente desenvuelta. Su gestualidad es más segura y su relación con los hombres más activa. Desde el cortejo amoroso la tehuana mira y toca, dice lo que quiere. Además, la belleza de las mujeres del Istmo de Tehuantepec es una de sus certezas.

Tradicionalmente ellas se dedican al comercio y los hombres a las labores del campo. Ellas manejan el dinero y con él la vida hogareña y la de la comunidad. Una mujer legendaria, doña Juana Catalina es la heroína de la identidad Istmeña. Hace casi un siglo era una especie de cacique tutelar de la región. Su casa, residencia enfáticamente capitalina en un entorno de pequeña ciudad rural, se levanta única junto a la vía del tren y al lado del mercado como símbolo de su poder económico y político. Su vínculo amoroso con Porfirio Díaz ha opacado su papel de promotora y líder de su entorno. La gente dice que ella, al frente de los festejos, fijó las reglas del vestido tradicional, el tocado y las joyas que deberían siempre usarse. Un collar de monedas de oro con aretes peculiares, listones y trenzas entretejidas formando un semicírculo sobre la cabeza. Las joyas se compran o se rentan para las fiestas en un puesto especial del mercado, entre las sandalias y las canastas. Muerta hace varias generaciones, doña Juana Cata está presente en todas las fiestas a través de la severa observancia de sus reglas.

Amanece temprano en Tehuantepec. Mientras los demás despiertan Magui y yo salimos a explorar las calles para ver cómo la gente va tejiendo aquí el comienzo de su día. Mientras dejamos nuestro cuarto nos damos cuenta de que está cubierto de suelo a techo con azulejos, incluyendo cama y repisas. Da la impresión de que lo lavan lanzando agua con una manguera. Sólo tienen que quitar el colchón y las sábanas. Es fresco y puede que sea higiénico. Aunque con el calor tremendo que hace aquí, en noches de amor muy agitado el sudor seguramente se condensa en el techo gota a gota. Por lo pronto amanece y ya el calor húmedo entró en todas partes. El mar está muy cerca pero no lo suficiente para que se vea desde donde estamos. Pero viene en el aire con las oleadas de calor.

Estamos a una calle del mercado y de la plaza central, llena de árboles. Instintivamente busco alguno quemado y encuentro uno inmenso al que le falta una parte. ¿Será el de la historia que escuché en la confusión de mis sueños? La plaza está llena de flores. El mercado la rodea por dos lados y la presidencia municipal por un tercero. Parece estar en ruinas reconstruidas; hay muros a medias y nada rodea ya al inmenso patio trasero donde se llevará a cabo la fiesta. Más tarde en el día lo cerrarán con una cerca de alambre.

Caminando hacia el mercado vemos ir y venir a las mujeres con sus cestas de la compra. Llevan casi siempre el pelo suelto y caminan altivas. Una de ellas pasa frente a nosotros como un ser mitológico: sobre una nube en movimiento. Va de pie e inmóvil sobre la parte trasera de una pequeña motocicleta de carga. Es como una carroza romana sin caballos donde esa mujer se sostiene con una mano, orgullosa, de cara al viento.

De pronto aparece entre un ramillete de gente caminando otra carroza y luego otra. Descubrimos que son taxis de tres ruedas que las mujeres alquilan al salir del mercado. En algunos van dos pasajeras con sus canastas a los pies. Un enjambre de carrozas aparece en la esquina. Van y vienen flotando en el aire sin moverse. Los conductores casi no se ven porque están al frente, dentro de pequeñas cabinas. Ningún automóvil parece disputar la calle a las tehuanas voladoras o caminantes. Su presencia es imponente, extraña e hipnótica.

Llegamos hasta un puesto de Jugos en la orilla exterior del mercado, frente a la plaza. Una barra y cinco bancos altos. Con calma nos sentamos a esperar los Jugos que pedimos: uno de guayaba, otro de piña con mango. Se oía claramente el ruido de las carrozas. Pero al fondo, muy lejos, se distinguía también otro sonido. Como si una orquesta de aliento, en un radio lejano, se oyera con distorsiones. Después de observarnos elucubrar en falso el barman zumero nos explica: ese ruido viene de la carretera panamericana. Son las bocinas de los grandes camiones cargueros.

Una sola carretera que viene desde sudamérica cruza centroamérica y une al norte con todo el subcontinente. Y pasa al lado de Tehuantepec.

-¿Qué siempre tocan cuándo pasan por aquí?

El barman se ríe de mí antes de responder lentamente.

-No, justamente tocan porque no pueden pasar. Está bloqueada la carretera...

Iba a decirnos algo más cuando entró a la plaza un camión de soldados. Llegó hasta la orilla del mercado, descendieron haciendo un ruido tremendo con las botas y entraron. Otro camión llegó al instante haciendo lo mismo.

-¿Qué pasa allá adentro?

- Pues nada, lo de siempre en estos casos, que van a lincharlos.

-¿A quiénes?

-A los ladrones. Y con ellos a los tres policías del municipio que trataron de quitárselos para dizque llevarlos a la cárcel. Seguramente para soltarlos con una pequeña o gran mordida como pago. Por lo pronto ya se llevaron una buena golpiza. Aquí la gente pide y se hace justicia cuando la policía le falla. Los taxistas están bloqueando las calles de entrada al pueblo y cerraron la panamericana. Y el colmo es que los soldados vienen a proteger a los ladrones. Qué vergüenza. Todo está de cabeza.

Un tumulto brotó de las entrañas del mercado. Las mujeres golpeaban a los soldados con todo lo que tenían a la mano. Los policías, con los uniformes destrozados, se cubrían la cara y la cabeza con los brazos y trataban de ponerse detrás de los soldados. En esa galaxia de golpes que venía hacia nosotros, los dos ladrones parecían un par de trapos viejos ensangrentados que todos se arrebataban. Finalmente la gente se llevó a uno de los ladrones de nuevo al mercado y lo encerró en una especie de jaula de alambre que se usaba como bodega. Los soldados se llevaron al otro y lo encerraron en las oficinas del municipio.

Una mujer menudita con voz de trueno apareció de pronto entre la multitud y ordenó que todos se callaran. El silencio la hacía más grande. La dejaron hablar seis frases y comenzaron de nuevo los gritos, la rabia, los insultos. Ninguno de los bandos estaba dispuesto a ceder su parte del botín humano.

Entre los gritos simultáneos, la pequeña presidenta no sabía ya a quién escuchar y dio la orden de que la gente del pueblo decidiera ahí mismo quiénes eran sus representantes porque no se podía hablar con todos al mismo tiempo.

-Decidan además qué cosa quieren conseguir. Porque no los van a matar así nada más. Eso ya no vuelve a pasar aquí. No somos animales.

Me pareció comprender entonces de qué hablaba el hombre que sin quererlo me había despertado por la mañana. Y el barman nos aclaró.

-Sí, hace justo un año, el día de "la vela", otros ladrones que no son de aquí (siempre vienen de otros pueblos), quisieron asaltar el puesto de joyas en el mercado. Es una tentación muy grande cuando se dejan impresionar por tanta moneda de oro colgando de las mujeres. Luego ven un puesto pequeño en el mercado y se les hace fácil. La gente los golpeó muchísimo, los castraron, los bañaron en gasolina y colgaditos, todavía medio vivos, les prendieron fuego.

Le señalé el medio árbol que yo había visto.

- No, ese fue de otro año. Ya van como siete árboles quemados en la plaza estos últimos veinte años. Algunos varias veces. Lo bueno es que con este sol y esta humedad todo crece de nuevo. Ya no habría plaza. El del año pasado fue ese.

Y me señaló uno muy grande y sin huellas de incendios o linchamientos, lleno de flores blancas.

-Eso sí, nos aclaró, cuando ya se colgó a alguien de un árbol las muchachas de aquí no quieren para nada sus flores en el pelo. Dicen que les da mala suerte, que luego les roban a los novios.

La presidenta pasó caminando rápido junto a nosotros, los únicos extraños en la plaza, y nos preguntó si éramos periodistas. Cuando le dijimos que no se sintió aliviada y sin despedirse se alejó. Tres pasos más adelanté llamó a un asistente y le ordenó.

-Llévate a los guatemaltecos a la casa de cultura y ahí los entretienes con discursos y bailes. Móntales algo que los tenga quietos, que no se den cuenta de nada.

Pregunté a nuestro barman quiénes eran los guatemaltecos que iban a distraer. Esperaba que no pensara que éramos nosotros.

-Es un grupo de veinte presidentes municipales de Guatemala que están aquí para un congreso, invitados por el gobierno de Oaxaca.

-¿Y van a poder ocultarles esto?

-Sí, la gente que no sabe, no sabe. Por lo mucho van a creer que hay un poco de desorden. Y que vean tanto soldado no ha de ser raro para ellos. Allá está más lleno todavía de soldados en la calle, dicen. Lo malo es que al mero principio del asalto alguien corrió la voz de que los ladrones habían sido unos guatemaltecos y ya iban muchos con palos y antorchas a su hotel cuando unos taxistas agarraron a los verdaderos ladrones en el bloqueo de la carretera. Y se los trajeron entonces al mercado. No sé si ustedes se den cuenta pero no hay más extranjeros hoy que ustedes y los guatemaltecos, y los ladrones. La carretera se cerró y nadie entra ni sale ya. Ni los turistas que quieran venir a la fiesta.

Todo el día Magui y yo paseamos por la ciudad. El mercado era nuestra meta, pero también visitamos la casa de Doña Juana Cata, nos la mostró su nieta, que ya es una abuelita. El mobiliario de hace un siglo ocupa los mismos espacios; como fantasmas, las sillas hablan de un gusto lejano, de conversaciones olvidadas, de historias deshilvanadas en la leyenda. Visitamos el convento de Santo Domingo, que es casa de cultura, y sobre todo caminamos por los barrios, cada uno con su pequeña iglesia. En todas partes los preparativos de la fiesta continúan. Cada barrio presentará a su reina en la noche y las orquestas ensayan sus sones. Aquí y allá, por toda la ciudad, se escuchan trozos de la canción que identifica a todos como si fuera un himno regional: Zandunga.

Pero en todas partes también vemos las huellas del posible linchamiento. Todo mundo habla de ello y de vez en cuando se escuchan o se ven tumultos corriendo de un lugar al otro. Y las negociaciones con la presidenta se desplazan por toda la pequeña ciudad para escapar de los guatemaltecos, como en una comedia de equívocos. Todos ayudaban. Era como esconder un elefante en un hormiguero con todas las hormigas simulando que no veían nada, y aparentemente lo lograban. La fiesta servía para justificar todas las anomalías. Una señora de Guatemala estaba comprando en el mercado ese queso típico de Oaxaca que ellos llama "quesillo" y que es como una tira larga y delgada de hilos blancos envuelta en sí misma muchas veces hasta formar una bola. Conversando con ella le dijo que eran poco lógicas las explicaciones del caos que le daban. Por ejemplo, sobre la circulación de autos detenida. Le parecía que eso no ayudaba a los preparativos de la fiesta más bien los entorpecía. La mujer de los quesos simplemente respondió:

-Así somos en Oaxaca, en qué otro lugar del mundo hasta el queso se enreda.

Por la tarde la fila de autos y camiones sobre la carretera seguramente se extendía varios kilómetros. Veinte decían unos, cincuenta otros. Lo cierto es que el escándalo que venía de ese lado del horizonte arreciaba con el día, tanto como el calor que no tenía reposo. Una buena hamaca para la siesta era naturalmente nuestro pensamiento obsesivo. El calor se come a la gente, le bebe las energías. La gente es el fruto del que se alimenta para seguir creciendo hasta indigestarse y cerrar los ojos. Pero con la noche el calor no disminuye, permanece quieto, ciego, invisible, siempre táctil.

Pero llega la fiesta y se iluminan todas las caras. Las mujeres, orgullosas de su belleza, de sus vestidos, hacen en todo momento desfile. El traje transforma a la tehuana en centro de mundo. O lo hace más evidente. Cubierta de flores bordadas que brotan de las telas es un jardín, el jardín de los jardines. Cuando se mueve es una promesa de paraíso. Su ajuar de monedas de oro anuncia su lugar central en la comunidad, poder y símbolo del mismo. El esplendor dorado de su apariencia la presume como eje del cortejo, de la coquetería, de los preludios de la vida amorosa. Su peinado, su maquillaje, con la preeminencia de los ojos revela su dominio de los códigos de la mirada.

Los hombres vamos vestidos rigurosamente de camisa blanca y pantalón obscuro, algunos con sombrero y "paliacate" al cuello. El jefe de cada familia se presenta ante la mesa del "mayordomo": del encargado de hacer la fiesta, con un cartón de cerveza. Participación simbólica en los gastos de la comunidad, marca de pertenencia a la fiesta de todos.

El son istmeño es un baile pausado, de desplazamientos suaves y elegantes. Las parejas efectúan los rituales de inicio del baile. Los hombres lucen diminutos y frágiles. Con frecuencia las mujeres bailan entre sí juntando sus voluminosas cinturas. Las varias vueltas del refajo hacen que la falda haga más grueso el cuerpo. Ser delgada es sinónimo de fealdad. Las abuelas bailan con las nietas, las hijas con las hermanas. Los pies no se ven porque el vestido debe casi rozar el suelo. En el tocado sobre la cabeza encajan pequeñas banderas de papel. Las más voluminosas se desplazan suavemente, como trasatlánticos maniobrando en la pista de baile como en un puerto.

Ya entrada la madrugada nos enteramos de que la huelga de taxistas ha terminado y todos llegaron a un acuerdo. La presidenta entra firme a la fiesta con una sonrisa tan amplia como su don de mando. Viene vestida de fiesta. Todos la saludan, la festejan. Se sienta, como un rey Salomón del trópico y del desierto, en la mesa de los principales. Pero la verdadera reina de la fiesta fue coronada horas antes. Sus corte son las reinas de cada barrio. Le han puesto un trono elevado tras la pista de baile desde donde presencia en silencio, con su corona brillante y su cetro en la mano derecha, todos detalles de la fiesta.

Los camioneros que llevaban todo el día detenidos en la carretera invaden furiosos la ciudad llevando tan sólo la parte delantera de sus camiones. Hacen un ruido indescriptible con bocinas y motores. Son más de veinte los que rodean el patio donde estamos celebrando y dan vueltas y vueltas alrededor de nosotros. De vez en cuando tocan la misma tonada con las bocinas: una muy conocida en México como un insulto que canta: "chinga tu madre". Decir ese insulto es "refrescársela a alguien". Nadie en la fiesta se siente aludido y continúan bailando como si nada sucediera. Una señora a mi lado me dice: -Nos la refrescaron, pero con este calorcito hasta se agradece. Ni la lluvia para esta fiesta.

Como los camioneros siguen haciendo ruido también imperturbables, la presidenta da la orden de subir el volumen de la música. Las bocinas tiemblan. Los vasos sobre la mesa también. El sonido se siente en el cuerpo como si algo nos tocara. Un masaje brusco de vibraciones. Pero la gente sigue bailando como si nada. El exceso de esta música táctil se convierte para todos en una especie de embriaguez. El tono pausado de la fiesta se acelera ante el reto de la agresión camionera y una nueva orquesta, más moderna, entra en acción.

Los camioneros se detienen de golpe para mirar a las tres cantantes de la nueva orquesta en sus diminutos bikinis brillantes. Luego hacen algunas rondas más en sus cajas de inmensas ruedas y desaparecen como si se hubieran diluido en el ruido caótico y descomunal que propiciaron. Mucha gente ni cuenta se da de que se fueron. Cuando se rompen los vidrios de una casa vecina alguien decide bajar el volumen de la música.

Algunos dicen que la fiesta se llama vela porque nadie duerme, todos permanecemos en vela toda la noche. Otros por el cirio, la vela, que en las fiestas se ofrece al patrón de la ciudad, del barrio o de la cofradía. En todo caso la salida del sol apaga todas las velas. El sol nos sorprende bailando. Magui quiere que antes de regresar al hotel demos un paseo bajo los árboles perfumados de la plaza. Las carrozas y sus tripulantes todavía duermen. El mercado comienza a despertar lentamente. Algunas jóvenes van directamente de la fiesta a abrir su puesto de verduras o flores.

En la orilla más lejana de la plaza nos parece distinguir un árbol quemado. Se ve que fue anoche y que lo apagaron con tierra y agua. Es inútil preguntar qué pasó, nadie sabe, nadie dirá nada. Manchas que tal vez sean de sangre y aceite se adivinan bajo la tierra echada sobre los adoquines de la plaza y en algunas flores blancas, de pétalos absorbentes. Hasta el barman de los Jugos se muestra tajante y evasivo.

-Aquí no pasó nada. Bueno sí, hubo una fiesta. ¿Qué no fueron a la vela?


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