Alberto Ruy Sánchez

EL SEPTIMO SUEÑO

 DE JAZAN

o

De cómo llegó a Mogador

la melancolía

Primera Parte

        

Aun en sueños, su mano manchada de tinta seguía “escribiendo”. Aunque tal vez debería decirse “dibujando”, porque las letras que hacía eran filigranas, laberintos, letras inconscientes de ser letras, palabras en ebullición que tomaban de pronto la forma de una barca, de una ola, de un león, de una complicada red de cicatrices o del paso de cinco uñas pintadas sobre la espalda de un amante.

    Comenzaba siempre dibujando la armadura de cada frase —el entorno y esqueleto de su cuerpo verbal— pensando que ese primer trazo era como la muralla que rodea a Mogador: una fuerza sólida que contendría las andanzas delirantes de su mano y, a la vez, algo así como una piel expuesta a la violencia de las olas, dura pero sensible a la respiración de las mares. Porque eran precisamente las mareas quienes marcaban el inicio de los sueños donde Jazan dibujaba aquellas palabras.

    En esos sueños, una fuerza muda como la que ejerce la luna sobre el mar, lo hacía levantar la mano y trazar sobre papel los ires y venires de un oleaje incierto. Y al mismo tiempo, una voz clara que al principio él confundía con la caída del agua de una fuente, parecía dictarle con grandes pausas lo que iba escribiendo. En cada sueño hacía un recorrido paralelo a las murallas del puerto, un viaje callado, una historia quieta, una vida, un amor y una muerte dispuestos ante sus ojos bajo las formas secretas de un arabesco.

    Y esa noche de luna llena, Jazan, el calígrafo mayor de Mogador, viajaba de nuevo. La voz del agua levantada hacia el cielo cantaba en su oído una larga y aventurada explicación de cómo entró a Mogador La Melancolía.

    Perdido en su propio laberinto de tinta, Jazan se encontraba de pronto sobre la muralla, precisamente en el único lugar donde las olas no se estrellaban contra la casi isla de Mogador. Ahí, una amplia lengua de arena unía al continente con la ciudad cerrada, tocándola por el lado que más se esconde al sol. Jazan, como todos en Mogador, sabía que ese pasaje estaba prohíbido por ser de arena doblemente movediza: sobre un suelo pantanoso y hambriento que ya había devorado a varias generaciones de viajeros desafiantes, se desplazaban a una velocidad multiplicada por el viento enormes dunas que grano a grano modificaban en segundos el paisaje. Ni las aves de rapiña se atrevían a trazar en el cielo sus círculos de muerte sobre ese terreno, temiendo que la punta de alguna de esas montañas en movimiento pudiera, sorpresivamente, morderles el vuelo, limarles las plumas y sepultarles en su acarreo. Mucho menos se arriesgaban las hienas, los lobos y camellos salvajes a poner sus huellas sobre la arena afilada o mortalmente absorbente que iba y venía del continente a Mogador.

    Y a pesar de todo, la Melancolía entró a la ciudad por esa lengua de arena enfurecida, sin especial temor de quedar para siempre entre los granos ensangrentados pero tomando enormes y justificadas  precauciones. Porque era bien sabido que, años atrás, una numerosa procesión de misioneros cristianos, dicen algunos, de cruzados vociferantes, dicen otros, quiso llegar a Mogador a través de las montañas veloces y que en días claros todavía se pueden ver sus esqueletos moviéndose entre las dunas, con cruces erectas en las manos. Esto último sin duda es una leyenda porque no ha habido aún esqueleto que resista a la voracidad de estas dunas  piraña.

    Otra leyenda dice que muchos años antes un príncipe chino, fascinado por su propio poderío, ordenó a sus sabios construir un vehículo especial para que él y su corte pudieran cruzar triunfantes el estrecho de dunas y pantanos. Los sabios trataron de disuadirlo hasta que, amenazados finalmente de muerte, idearon el transporte que se les exigió.

    Entre los viajeros, sólo el príncipe debería conocer todos los secretos del mecanismo. Sus mil cortesanos lo siguieron deslumbrados por el oro de las túnicas que su soberano les ofrecía para el viaje, y más deslumbrados aún por el resplandor del sol en las espadas de los guardias imperiales. Uno por uno fueron recostando sus cuerpos en cajas de piedra arenosa, moldeadas a su medida. Las mil cajas fueron colocadas en un inmenso velero que se movía sobre cientos de delgados deslizadores. El velamen era tan grande que podía ocultar la presencia del sol durante casi todo el día y, una vez que acumuló el aire de dos semanas para hincharse, la enorme carretilla se resbaló por una pendiente arenosa hacia Mogador.

    Muy pronto se distinguía a lo lejos un diminuto velamen y nadie supo con certeza en qué momento lo devoraron las dunas. Pero lo que parecía una catástrofe impremeditada no lo era. Las previsiones de los sabios parecían cumplirse satisfactoriamente. Ellos habían explicado al príncipe que la travesía, tal y como él la deseaba, sólo era posible en un tiempo largo, mucho más allá de su vida y de la de aquellos que lo acompañaran. La vanidad de imponer su voluntad incluso por encima de su muerte iluminó la cara del príncipe. Los espejos le reventaban si se miraba en ellos pensando en su hazaña. Así aceptó viajar en un inmenso mausoleo movido por el viento y sepultar en vida a su corte. Los ataúdes eran de piedra arenosa y se desintegrarían al ser limados por las dunas. Los cuerpos se pudrirían durante ese tiempo y las túnicas de oro y los huesos correrían la misma suerte de los ataudes. Duna somos y en duna hemos de terminar, decía uno de los sabios chinos asombrado ante los humores variables del desierto.

    El velamen evitaba que los cuerpos se hundieran en los pantanos, pero garantizaba su desintegración en la fricción de la arena. No era posible vencer esos dos peligros al mismo tiempo y sólo se podía salir de alguno entregándose completamente al otro. Sin embargo, los sabios conocían el más mínimo movimiento de los astros y podían prevenir las mareas, las lluvias y el viento. Calcularon que enfilados en la buena dirección y en el momento oportuno, mil y un esqueletos molidos llegarían en 233 años y diez días a desparramarse como una polvareda menuda sobre las calles del lado oeste de Mogador, levantados por un breve remolino poco antes de las seis de la tarde.

    El príncipe intentó asegurarse de que sería recibido con alegría en las calles de Mogador y de que su proeza no sería fácilmente olvidada. Para ello vistió con túnicas de oro a su corte, esperando que la avaricia fuera milenaria y aún después de tantos años de oro llamara en masa a los habitantes para recibir, con las manos y las bolsas abiertas, al príncipe y a su comitiva dorada. El hijo del emperador se imaginaba a sí mismo atravesando invencible las inmensas murallas en un remolino de cal, oro y arena. Pensaba que muchos hombres gastarían su vida observando desde las torres el movimiento de una cresta dorada sobre las dunas, y que no pocos morirían intentando alcanzarla antes de que fuera el tiempo de su llegada.

 

Continúa…Segunda parte…