Alberto Ruy Sánchez

LAS
TRES
PASIONES
DE UN
CERAMISTA

Por el ojo privilegiado de la literatura, en este cuento podemos ser testigos del momento de creación de un amante del barro. Identificamos la mística erótica que anima sus manos, su entrega a los misteriosos rituales del torno y del fuego. Y finalmente, como él, nos rendimos al azar, que también hay gracia y oficio en ello. Una versión posterior de esta historia aparece en la novela La mano del fuego, y la vasija de barro que aquí vemos es protagonista en la novela.


Para Gustavo Pérez,

maalem mayor de su oficio

Como si tuviera una misión, cruzó el aire zumbando. Parecía la punta verde de una flecha. ¿Era una abeja? Volaba demasiado arriba para ser identificada fácilmente. Reflejaba en sus alas el color intenso de las hojas de las palmeras y se perdía entre ellas. Pero pasó entre los dátiles maduros extrañamente indiferente a su azúcar. ¿Era un moscardón? Parecía más bien huir de algo. ¿Era de verdad un pequeño grillo con alas ruidosas? ¿Una langosta? Desde hacía meses que se temía la entrada a la ciudad de esa plaga mayor. Habían llegado noticias, desde el otro lado del desierto, de que eran millones de escandalosos seres alados y todo lo devoraban. No había manera eficaz de combatirlos. Habían diezmado las cosechas de Mali y Nigeria. Bebieron un lago y, ya en el desierto, secaron los pozos de tres oásis. Se habían hundido en el mar seco del Sahara en un gesto que algunos consideraron suicida. Otros estaban seguros de que podrían llegar al otro lado del desierto, a la ciudad amurallada de Mogador. Se sabía que para cruzarlo tardarían más de veintisiete semanas. Todos tenían la esperanza de que no sobrevivieran. Tendrían que comerse a sí mismas para lograrlo. Fueron capaces de hacerlo.

¿Pero este insecto repentino era de verdad una langosta diminuta? ¿La primera de ellas, la exploradora? ¿O la única sobreviviente? Entró volando sobre la plaza, abriendo en el aire caliente una brevísima corriente fresca. Pasó por encima de las vendedoras de canastas y entre los puestos de cerámica. Su aleteo se confundiópor un instante con el arabesco perfecto, azul y verde, que cubría algunas superficies de barro. Penetró en los talleres. Fue indiferente a un carpintero concentrado en armar una de esas inquietantes cajas de madera olorosa. Una muy pequeña y obscura con maderas claras bellamente injertadas en la superficie. Y al entrar al lado, en el taller del ceramista mayor de Mogador, detuvo su vuelo. Se posó en la parte más alta de la celosía que cubría las ventanas.

El ceramista percibióde inmediato su presencia en ese umbral. Miró hacia la celosía y, contra la luz de la calle tan sólo pudo percibir la silueta diminuta de algo quieto e inquieto, casi confundido con las delirantes formas geométricas de la madera.

Pero no podía pensar un instante más en aquello porque tenía las manos, casi literalmente, “sobre la masa“. Trabajaba en su torno. Ese centro giratorio del mundo, de su mundo. Comenzaba a surgir entre sus dedos una pieza que esta vez más que nunca deseaba que fuera perfecta. Esta, como ninguna otra de las miles que habían tomado forma entre sus manos.

El sabía que la perfección en su oficio nunca era producto exclusivo de un plan o siquiera un deseo. Que intervenían otros factores al lado de su manos, muchos de ellos azarosos. Y que incluso el azar mismo era como otras manos trabajando también con él, a su lado o en contra. El fuego, al final, era artesano mayor de su obras. Lo que salía del horno era, en gran parte, el regreso de una moneda lanzada al aire. El había aprendido a dominar una alta proporción de sus posibilidades. Pero nunca todas, por supuesto. Ser un verdadero creador es saberlo. Lo posible nos desborda en el oficio y en la vida. Ser un maestro del oficio no es dominarlo todo sino saber que se navega en flujos de la materia, que se remontan corrientes y se descienden. Pero saber también que cada gesto que se haga cuenta.

 El más mínimo temblor de un dedo sobre el barro que gira ahora entre sus manos cambiaría completamente el destino de lo que crea. Quienes lo miran sentado al torno podrían pensar que las formas ya estaban esperando entre sus dedos para surgir liberadas hacia la luz. Hacia nuestra mirada. Finalmente también hacia nuestras manos. En nuestra casa o en el mercado, cuando tocamos una pieza de cerámica tocamos las manos de quien la hizo. Tocamos una parte de sus sueños.

Y los sueños del ceramista mayor de Mogador eran hoy más extrañamente intensos, sin duda especiales. Una parte de la tierra que tocaba en ese instante había sido mojada por el cuerpo de su amada. Tal vez nunca sabremos exactamente qué, ni en cuáles circunstancias. ¿Algunas gotas de su sangre, una que otra lágrima y un poco de saliva? ¿Algo más? Cada quien que imagine cómo y donde se humedecieron profundamente y más de una vez, las manos del ceramista mayor para secarlas al instante en un poco de tierra al lado de la cama de su amante.

Esta pieza tendría que ser la más bella y contundente de sus obras. Pero no estaba satisfecho todavía. Cualquier otro hubiera pensado que ya era perfecta. La mejor de sus creaciones. El aspiraba a superar todo lo que había hecho antes y no sabía cómo dar ese salto. Que no necesariamente era hacia adelante. Algo impredecible le faltaba. “Tal vez lo adquiera con el fuego”, pensaba escéptico.

Tarik Razaali, el ceramista mayor de Mogador, vivió y murió cultivando tres pasiones que aspiraba a convertir en una sola.

La primera: crear piezas excepcionales de cerámica. Toda una vida se le había ido en ello y convertirse en maalem, en gran maestro, había sido una consecuencia feliz pero insuficiente. El reto siempre nacía de nuevo entre sus manos.

Segunda pasión: ser un amante esmerado y que sus manos fueran tan diestras y audaces sobre su amada como habían aprendido a serlo sobre el barro. El era consciente de que el deseo radical de “ser amado” se había mezclado con su deseo de hacer piezas perfectas, justo como el agua se mezcla con la tierra.

Su tercera pasión: concebir su vida como un camino ascendente hacia la perfección en esas dos artes: la de amar y la del barro. De ese camino hacía, literalmente, una religión. De cada amante una diosa. Y de cada uno de sus gestos amorosos una oración, un ritual.

A nadie extrañará entonces que sus creaciones de ceramista fueran descritas como “poemas de arcilla”. Y que cuando a Tarik le preguntaban, inútilmente pero con insistencia, si se sentía artista o artesano, él respondiera siempre: “yo sólo soy un amante del barro”.*

       Me dicen que cuando acariciaba a una amante parecía escucharla con los dedos, como quien aprende a descifrar sobre cada cuerpo desnudo una escritura secreta. El más bien afirmaba que “cada cuerpo amado esconde una Revelación Mayor y sólo a ciertos amantes esmerados se les da, en ocasiones, el privilegio de distinguirla, de presenciarla, de sentir que ese cuerpo ejerce sobre ellos su poder absoluto, es decir divino&ddquo;.

Tal parece que era un amante artesanal, un  apasionado extravagante, un artista obsesivo. Un hombre religioso pero sólo dentro de su propia religión: era un hereje de barro.

Y ese día estaba en su torno adorando ritualmente esa tierra condimentada por la humedad de su amada cuando aquel insecto tenaz se posóen el umbral de su ventana. Tarik volvióa concentrarse en el barro mientras el insecto voló sobre su cabeza dando una vuelta y otra como si el ceramista estuviera en el torno del insecto, modelado por él, por su vuelo y su extraño zumbido. ¿Era un zumbido? Sobre todo porque cada vez que ese sonido se intensificaba acercándose a los oídos del ceramista, algo diminuto en su cuerpo se crispaba. Una vibración de sus cejas, los bellos del brazo que se le erizaban. Algún otro humano podría no haberlo notado. El insecto sí. Y con su danza ritual comenzóa dialogar con esos gestos mínimos del ceramista, por supuesto incitándolos.

Tarik trataba de ser indiferente al vuelo perturbador y concentrarse en su obra excepcional. “Ni un parpadeo”, se dijo. Pero fue creciendo, también entre sus manos el deseo de aplastarlo.

Como ni siquiera podía verlo detenidamente no sabía si era abeja, avispa, o mosca. Recordófinalmente la amenaza devoradora y sedienta que cruzaba el desierto. Sintióun escalofrío. Pero logróconcentrarse de nuevo en el barro que giraba frente a él. Estaba modulando con precisión la boca de la pieza, sintiendo la sensualidad de su textura y lo levemente abultado de su labios.

El volador percibióen los gestos mínimos de Tarik ese tenso interés en el barro y lo sintió, inevitablemente, como una invitación. Sus giros, de golpe, tomaron como centro la boca abierta de cerámica y a ella se dirigieron veloces.

Tarik, fijo en el movimiento de la pieza, nada pudo hacer para evitar que el volador se metiera en el fondo más negro del jarrón naciente. Ahí adentro se detuvo y, en esa sombra concentrada, en esa noche diminuta, Tarik descubrióde golpe de qué insecto se trataba: ¡era un cocuyo! Un pariente de las luciérnagas con aspecto y tamaño de grillo. Un animal luminoso en la obscuridad. Los cocuyos crecen en los cañaberales que rodean a Mogador. La gente los cuida pensando que el alma de los muertos se alberga en su luz. Y como prueba de ello siempre han constatado que cuando uno de estos insectos pierde la vida, su luminosidad continúa. Su luz no muere con ellos. Por eso también están presentes en la poesía de Mogador. Tanto que si un poema, una canción o una danza no tienen gracia se dice que “les falta cocuyo”.  Que les falta luz.

Al identificar al insecto inesperado, Tarik brincó. Su salto marcó torpemente a la pieza con la huella de su asombro. Algo que nunca hubiera hecho con toda intención. Pero fue mucho mejor que haberlo atrapado adentro cerrando la boca de barro, como lo deseó por un instante. El cocuyo se le había metido por los ojos, desde adentro le había empujado la mano, le había robado la respiración. Y ese tropiezo le había hecho producir la obra que, ahora sí, y por lo menos en ese instante de plenitud, podía parecerle perfecta. ♠ ♠ ♠

 

*La misma respuesta pasional que otro gran ceramista mexicano, Tiburcio Soteno, le diera a Chloe Sayer en Artes de México número 30: Metepec y su arte en barro.