Sobre
de Alberto
Ruy Sánchez
El tema de este
libro habría sido, en otro tiempo, motivo de horror. Cuántas veces hemos escuchado
decir que el éxito del mal se debe a que ya nadie cree en
Satanás. Hace doscientos
años, algunos tratadistas teológicos se quejaban de lo
mismo: el diablo se
adueñaba del mundo porque ya no asustaba a nadie. La Ilustración, el romanticismo
y el liberalismo conllevaban un relajamiento de las costumbres, una
desobediencia general que culminó con la supresión, entre 1817 y
1820, de la Inquisición en España, Francia e Italia, lo que hizo
exclamar a los más ortodoxos guardianes de la fe en contra del
relajamiento que anunciaba el advenimiento de nuevas herejías.
Entretanto,
hablar como se hablaba antaño de la presencia de demonios o
espíritus malignos que habitaban el aire, el agua y la tierra, que se
escondían en la alacena doméstica y se refugiaban en los bosques,
en los puentes o en los callejones de las ciudades, que introducían
pensamientos perversos en el sueño y no se separaban del oído de
los hombres débiles; hablar de las tentaciones del Malo o de las
posesiones de íncubos en las noches de fiebre y pesadillas o de pactos
con el Diablo mediante los que algunos avariciosos se procuraban, dando a
cambio el alma, riquezas y lujuria; hablar de la lucha entre los ángeles
rebeldes y los ángeles del Señor, de los machos cabríos,
del olor a azufre, de los aquelarres, de las invocaciones, de los vientos que
arrastraban a las almas perdidas en ráfagas nocturnas; hablar del reino
de las Tinieblas, en fin, se convirtió en motivo de fantasías, de
leyendas, de folcor y supersticiones.
Los males del espíritu no eran ya motivados por espíritus
perniciosos, sino por desórdenes de la conducta, del medio social, de la
época. La sociología
y la psicología emplazaron el malestar en la cultura.
Hoy han pasado ya quince años
desde la primera edición en castellano del tratado sobre Los demonios
de la lengua, debida al cuidado y a la
paciente descodificación de Alberto Ruy Sánchez quien
recibió el manuscrito de esa obra, escrito en clave, de manos de un
librero judío. Esta noche
se presenta la primera edición en italiano, traducida y curada por Marco
Perilli, quien ha tomado como actividad principal la edición y
difusión en lengua italiana de la literatura mexicana, e ilustrada con
dibujos de Roberto Rébora.
Se
trata de un fragmento de un libro secreto, escrito muy probablemente por el
monje dominico Juan Antonio Llorente (1756-1823), secretario general de la
Inquisición, quien intentó introducir reformas liberales en el
Santo Oficio, y cuya Historia crítica de la Inquisición, desde
Fernando V hasta Fernando VII fue texto
fundamental para la supresión del Santo Oficio en España.
Según lo expuso en la advertencia
a la primera edición de Los demonios de la lengua, tomó más de diez años de
investigación a Alberto Ruy Sánchez lograr el desciframiento del
texto. En 1997, y con motivo de la
quinta edición en castellano, Alberto amplió el prólogo en
donde advierte que sus pesquisas sobre el autor del tratado y sobre el tema de
los seres infernales que se ceban y encarnizan con la lengua no ha
concluido. Los demonios de la
lengua, que poseen a esos soberbios que pretenden alzarse por encima del resto
de los hombres mediante la elocuencia, campean aún entre quienes
fulminan con sus anatemas a los que ejercen libremente el deseo según su
elección.
Para esa quinta edición, que es la que
se ha vertido al italiano, Ruy Sánchez amplió la advertencia
preliminar, nutriéndola con nuevos atisbos acerca de esa
categoría de espíritus infernales de la que se sabe tan
poco. Como él lo ha
recalcado, para exocizar esos demonios sería necesario conocer
cuáles son sus nombres, mas con los demonios de la lengua sucede que
nadie, hasta la fecha, ha podido nombrarlos. Conocemos cientos, si no es que miles de denominaciones de
demonios, con las que podríamos confeccionar largas listas
inútiles: Belcebú,
la envidia; Belfegor, la gula; Asmodeo, la lujuria; y también
Amón, Moloc, Ofis, Teuto, Astaroth, Abaddón, y muchos más
en muchas lenguas y en tradiciones folclóricas y literarias, como
Cocornifer, Cacodemon, Cuernicabra, Spigelglantz, Rumpelstiltskin, Radamanto,
Spavento y Fracasso. De algunos de
esos nombres pasamos por alto a veces que los conocemos bien, como el de
Jumpin’ Jack Flash, probable nombre de un demonio de la lengua, dado que
quienes lo invocan en su canto ostentan como emblema una larga lengua que
desborda la boca de Sus Satánicas Majestades.
Lo cierto es que no sabemos qué
demonios poseyeron a aquel predicador jesuita que nos presenta Alberto Ruy
Sánchez, un fraile cuya lengua brotaba más de metro y medio de su
boca para dar latigazos a sus fieles, lengua que al cabo, vuelta contra
él mismo, habría de estrangularlo. Como en cuestiones de erudición el conocimiento
acumulado es tan importante como la intuición del instante que lleva a
resolver al cabo de los siglos las más agudas cuestiones, quisiera
transmitirle esta noche a Alberto Ruy Sánchez algunas de mis pesquisas
sobre el tema, que acaso contribuyan mínimamente a atar cabos, tomando
el hilo de aquel precepto de Melchor Cano que aparece en el tratado de Llorente
y que señala a Lucifer, denunciado a sus seguidores como
“alumbrados por las tinieblas del Demonio”, “gli
illuminati dalle tenebre del Demonio”, que parecería una contradicción en los términos,
mas no lo es, dado que “el Demonio es un Angel caído, sigue siendo
un ángel y brilla con un resplandor engañoso, “il
Demonio sia un Angelo caduto, continua ad essere un Angelo e brilla di un ingannevole
splendore” (en la
traducción de Marco Perilli), concepto que en verdad reelabora aquel
significado del título Nuctemerón, tratado arcano de Apolonio de Tiana1
análogo al tratado hermético intitulado La luz que brota de
las Tinieblas, y cuyo título yo sin
empacho le endilgaría a los espléndidos dibujos de Roberto
Rébora que acompañan y ritman esta edición.
Ahora bien, entre los posibles nombres
de los demonios de la lengua, yo mencionaría a Aeon, el de rostro de
león, que no es otro que el Zrvan Akarana del culto mitraico,
considerado un demonio por los primeros cristianos. Flaminio Vacca cuenta que una estatua de Aeon fue
descubierta en Roma, frente a S. Vitale.
Tenía cuerpo de hombre y cabeza de león. El cuerpo estaba ceñido por una
serpiente que se le metía en la boca, y aludía al carácter
profético de su elocuencia.
La imagen mitraica recuerda, por lo demás, al Serapis
helénico, procedente del Osiris-Apis egipcio, también
ceñido por una larga serpiente que le atornillaba el cuerpo. En la Edad Media, la Envidia, uno de
los siete pecados capitales que tiene, según dijimos, a Belcebú
como demonio tutelar, se representó a veces en figura de mujer de cuya
boca cruelmente abierta brotaba una lengua larga rematada en cabeza de serpiente
que se volvía en contra de ella, la del habla venenosa, para morderle el
rostro. Al reseñar las
representaciones iconológicas de la envidia a partir del Renacimiento,
Cesare Ripa recuerda el verso de Ovido:
Su lengua está llena de un veneno
que mata
La lingua è infusa d’un venen
ch’uccide
Pero ni Aeon ni Belcebú parecen
ser los demonios que poseyeron al fraile jesuita cuya lengua larga, mala
lengua, se volvió contra su propia prédica para ahorcarlo, en el
tratado que nos entrega Ruy Sánchez. Ese fraile había sido tentado por la lujuria, no por
la envidia. Había
poseído a un ángel y fue penetrado por un cisne. Luego, un íncubo lo
violó mientras le introducía su lengua por la boca. ¿Quién era ese
íncubo? Poco, muy poco,
puede hallarse sobre los demonios de la lengua en los tratados de
demonología. Mas quien
conoció de cierto su existencia, pues los padeció e incluso
habló con ellos, fue Emmanuel Swedenborg, quien les dedica algunos parágrafos
en su Tratado de las representaciones y las correspondencias [§ 4791-4795], extracto de Los arcanos celestes, publicado a mediados del siglo XVIII.2
Según
el teósofo sueco, la lengua es el órgano de acceso al interior
del cuerpo humano, y así como corresponde en lo físico al sentido
del gusto, corresponde en el plano del discernimiento a la verdad y al
bien. Así como recibe la
alimentación nutricia, la lengua es también el órgano de
acceso del alimento espiritual en forma de ciencia, inteligencia y sabiduría. Sabor y saber son uno en el fondo, dice
Swedenborg, y los demonios de la lengua atacan a ambos, el gusto y la
sabiduría, a un tiempo.
Entre la turba infernal de espíritus malignos, hay demonios
vagabundos que intentan penetrar en el sentido del gusto para poseer a
través del tracto digestivo las entrañas del hombre, y dominar
desde ahí los pensamientos y los afectos. Lo logran mediante las obsesiones interiores.
Estos demonios perniciosos tientan principalmente el sentido del gusto con el fin de romper todos los lazos internos, que son el discernimiento del bien y la verdad, de lo justo y la equidad, el miedo de la ley Divina, la vergüenza de causar daño a la sociedad y a la patria; cuando esos lazos interiores se han roto, [los demonios] obseden al hombre: ya que no pueden introducirse en su interior mediante su esfuerzo obstinado, lo intentan mediante artificios mágicos que, en su mundo, son numerosísimos y absolutamente desconocidos para nosotros. Mediante estos artificios pervierten los hombres de conocimiento y aprovechan solamente a los que se inclinan a las concupiscencias vergonzosas.
Los demonios de la lengua son, pues, los que pueden poseer desde adentro al hombre, los que entran por su boca. Constituyen una de las categorías más perniciosas entre los
espíritus del mal.
Desgraciadamente, tampoco Swedenborg nos da sus nombres. En las lenguas del mundo, que para los
demonios son una sola, pues las hablan todas y sin distinciones, se desconoce
quiénes son estos malignos.
Cabe la posibilidad de que constantemente en las conversaciones
más ordinarias que sostenemos, aparezcan pronunciados sus nombres; al
enunciarlos sin saberlo, sin la voluntad de exorcizarlos, los estamos
invocando, los acercamos a nuestra boca.
Así pudiera ser que obsesiones como las del goloso, el lujurioso
y el avaro se nutran específicamente, y a la callada, del solo hecho de
hablar una lengua. Cabe otra
posibilidad, más atroz, si es pensable: que una vez que conociéramos sus nombres, el lenguaje
se suspendiera de una vez por todas, los demonios quedaran exorcizados y los
hombres cayéramos en la mudez extrema por el solo hecho de que eso que
llamamos la lengua hablada fuera simplemente la imposibilidad de nombrar a los
demonios.
1 Se trata más bien de un breve tratado apócrifo, conocido también como La luz del ocultismo, y recogido como suplemento por Eliphas Lévi, Dogme et rituel de la Haute Magie
2 Trad. fr.: Swedenborg, Traité des représentations et des correspondences, trad. du latin par J.F.E. Le Boys des Guays (1857), París, Éditions de la Différence, 1985. Especialmente págs. 123-125.