Alberto Ruy Sánchez
FAUNA
con una flor
EN EL REINO
Primera parte
I
ESTAMPIDA
Corren entre los
muebles de un sueño: hacen sonar sus cascos contra el piso, pero no como
caballos sino como cucharas sobre la mesa. Tintinean su paso como campanas que
caminan sobre el viento. Saben que son de plata y que su brillo es parte de su
voz. Nada los detiene porque no hay mano que pueda entrar en ese sueño
sin convertirse en manita de plata. Sólo el resplandor de una mirada
atenta funde el encantamiento. Aunque al hacerlo, de otra manera, queda
irremediablemente encantada. Hay que cruzar esta puerta para ver quién
hace todo ese ruido. La puerta giratoria que hace rotar nuestros pasos y nos
obliga a pisar nuestras huellas como cuando se pisan y se confunden la noche y
el día, la tristeza y la risa, la razón y sus delirios, el
sueño y la poesía, el tiempo todo y un instante.
II
EL MANDOLICAN
El primero en la
estampida no espera a que entremos. Se mete por el ojo de la cerradura para
vernos antes de que lo veamos. Parece que tiene el cuello muy largo porque el
resto del cuerpo permanece del otro lado de la puerta. Aquí una cabeza
inquieta levanta orejas de perro que quiere saberlo todo, ojos de hambre
insaciable de lo nuevo, como cucharas vacías, y una boca de labios
planos como si un vidrio los modelara con su beso transparente. Nos sonríe sin conocernos. Se
oye del otro lado de la puerta cómo agita la cola, con alegría de
metrónomo que va del allegro al
presto y prestissimo. Y hay una resonancia en sus coleteos como de mandolina.
Entramos y vemos colgar del otro lado de la cerradura este instrumento vivo.
Una cola de tiburón le sostiene las cuatro cuerdas. Trata
desesperadamente de traer todo su cuerpo de regreso empujándose contra
la puerta con dos piernas muy cortas y encorvadas. No es mucho lo que puede
hacer y en su ciega agitación se tropieza con los lazos sueltos de sus
zapatos bicolores, tan gastados como la taza de plata que la abuela usaba de
bebé. Otro ser muy parecido viene en su ayuda. Se comunican con notas
breves, muy repetidas. Aprendemos que los mandolicanes siempre viajan en pareja
y al atardecer se cortejan, como los loros de los mayas volando de dos en dos
sobre las pirámides de Tikal. Si algún mandolicán va al
baño el otro irremediablemente se mete en problemas. Cuando se
reencuentran pelean con dulzura alternativa, como un duelo de músicos en
la plaza. Y luego sin pudor se aman cruzando sus útiles aletas,
tocándose con extrema delicadeza cada una de las cuerdas y anudando con
cierta brutalidad cuellos y resonancias. Un oído bien entrenado sabe
cuándo se ha engendrado un nuevo mandolicán porque al amarse uno
de sus sonidos se vuelve fértil anuncio que no podemos olvidar.
Ahí está: una arrabiada alegría que se funde en templanza
de metal fino y luego se concentra en una cuerda que al vibrar canta. Un nuevo
mandolicán nacerá muy pronto de una de esas cajas de resonancia
surgiendo como por el ojo de una cerradura.
III
EL TORO COLA DE LEON
Todos los
animales de plata corren alrededor de él como si no estuviera
ahí. Y tal vez para ellos no está porque viven tan sólo en su mente tranquila, como
ideas veloces y raras, sueños de un toro que reina de noche como el
centro de los planetas. Aunque tal vez todos somos sueños suyos,
caprichos. El sin embargo nos observa pasar sin inmutarse mayormente.
Está sentado con las patas cruzadas como dedos de una mano sobre la
tierra, uno de los elementos que domina. Su fina columna vertebral mira al
cielo. Es delgada como un hilo de plata, como horizonte para un mundo mejor: es
frontera de lo imposible, límite de un reino de sueños afilados
como por una navaja. Es sin duda un toro rey: su cola de león espanta a
las moscas de la duda. Y un toro rey necesita pasto de plata que al ser cortado
huela a luna. Es el rey de los destellos y dicen que su cuerpo es de agua
iluminada, que no se toca porque al agitarse el torbellino momentáneo
nos haría desaparecer. Pero si eso es cierto todos somos reflejos de
reflejos de reflejos; y la plata una idea primigénea, lejana pero
fértil, escondida en bruto allá al fondo de la mina que es la
mente de un toro rey. Sentado solo
sobre la tierra de su mundo lleva por dentro una noche muy poblada, plena. La
multitud que lo habita sólo es pronunciable en sílabas de plata.
Su corona es un brillo más intenso entre sus luces, que va de los
cuernos breves a la trompa. Y los ojos, como dos joyas de su corona, buscan al
inclinarse de cada lado un reposo en la sombra. Nunca podrán tenerlo los
dos al mismo tiempo: un gran rey de luz y sueños nunca descansa. Como si
viajaran dentro de una bolsa infinita, por su cuello extendido se mueven hacia
su corona las luces olvidadas de todos los astros. Por la piel de ese cuello se
adivina cómo lentamente el universo tiene un esplendor de rumiante.
IV
LA VACAPOCA
Dicen que en las
orillas del reino de la plata las piezas sueltas toman vida y se reunen creando
máquinas activas que nadie atina a describir sin un poco de miedo.
Porque son piezas flojas dentro de piezas lentas, voluntades no siempre
compatibles y muchas veces incluso encontradas, máscaras de un teatro
sin libreto. En fin, inesperados sobresaltos de la forma que dan al que los
mira un placer curioso nunca desprovisto de un mecánico
escalofrío. En esas condiciones ambiguas nació la vacapoca,
llamada así por su escasa animalidad. Aunque su humanidad tampoco es
mucha y su mecánica peca también de ausencia. De vegetal no tiene
nada, según parece. Tiene, eso sí, grandes ojos de gato y
expresivos pechos de paloma. En vez de sudor le escurre un rizo de cada axila.
En vez de la interna estructura ósea que la sostenga tiene un alambre
trenzado por fuera de la carne. Por eso se cansa tanto de sí misma. Una
de sus orejas es un nudo, la otra sí recibe a la lluvia como mano
abierta en el desierto. A su corazón se llega, no por el estómago
como sería lógico y natural, sino por una ventanita en el pecho
que cada vez que la abrimos nos muestra un paisaje diferente. Me parece que es
un espejo donde nos vemos como no queremos. La vacapoca siempre está
cansada y sienta su torax de caja de leche como si sus brazos y piernas
escurrieran de ahí en fuga. La vacapoca nunca sonríe pero no por
falta de simpatía sino porque tiene la boca terriblemente chica. Y para
colmo la última vez que quiso decir algo se le metió abajo de la
lengua diminuta una mosca, tal vez de plata. Cuando finalmente se la coma
volveremos a gozar de sus discretas sonrisas. Por lo pronto nos conformamos
contemplándole el cuello, lo más humano que ostenta, codiciado
según dicen por todos sus amantes que aunque han dejado ahí sus
besos nunca han podido de verdad morderlo. Algo que de verdad distingue a las
vacapocas de otros animales mecánicos con alma de espejo son sus
pesuñas. Las de abajo pesadas como dos chocolates derretidos. Las de arriba
abiertas como un par de dedos gordos en forma de cuchara que quieren asustar al
mundo pero sólo lo hacen reír.
V
EL POTROEGO
El caballito que se busca el ombligo está lleno de
paz. Suponemos por eso que se lo ha encontrado y lo contempla un poco aturdido.
Nadie osaría interrumpirlo. Sería tan grave como romper un plato,
un círculo de luz, un secreto, un minuto de silencio. Sería como
una noche muy redonda mordida por un amanecer intempestivo. Por cierto, cuando
el potroego levanta la mirada nos llena de luz, nos alegra como un
mediodía tempranero que llega poco a poco y plenamente. Claro que,
contra las apariencias, en esa mirada llena de belleza tranquila que de pronto
nos contempla haciéndonos felices, este potro nunca está
ahí completamente. El sigue pensando en su ombligo con obsesión
profunda. Por eso lo llaman potroego, nombre que le puso su analista, quien
además era su madre. Algunos se equivocan llamándolo protoego.
Nombre que también le va bien pero le quita lo animal, lo instintivo. Es
tan bello y tiene tan clara conciencia de eso que aumenta su resplandor al
saberse brillante. Dicen que viene de una región extrema del planeta
donde hace tanto frío y el viento castiga tanto a los erectos sobre el
mundo que los caballos duermen tirados sobre la tierra como perros tiesos. Un
turista que los vea despertar pensaría siempre que están resucitando. Mi amigo Eliot dice que
vienen de Islandia. Yo vi algunos tirados así en la Patagonía
chilena. Otros dicen que vienen de la Argentina. Que hay doble
demostración porque en el nombre mismo del país donde
nació está su condición de plata. Y dicen que también allá
hace tanto frío patagónico que cuando un caballo dobla un poco
las patas le nace el deseo de enredarse en el piso cobijándose consigo
mismo como si fuera serpiente mordiéndose la cola. Y como no puede gozar
esa elasticidad se encabrita y caracolea hacia adentro emprendiendo la
búsqueda incesante del ombligo. El potroego es indómito pero
tranquilo. No admite sujeción ni distracción alguna. Su fijeza es
su tesoro. Cuando camina va hacia sí mismo. Nunca se extravía.
Por eso los potroegos no necesitan
cercas en sus pastizales como cualquier caballada. Claro que siempre van muy
bien peinados y nunca sudan. Crines y colas engendran ellas misma su orden y
nunca se enredan. Cuando el potroego corre dan ganas de haber sido un caballo
de su especie. Su plenitud no parece tener límites y nos inunda hasta el
extremo de sentir que cuando somos muy felices un potroego respinga y relincha
libremente en nuestro pecho.