CUENTOS BREVES PARA NOCTÁMBULOS

 La estructura del cuento ofrece un universo de posibilidades. Entre ellas: (1) la de rescatar la oralidad popular y (2) la de poder ser contado oralmente. Sierpe y Ébano de la noche negra han convencido a exigentes jurados en dos concursos literarios. Ahora le toca al lector dar su veredicto y si este juicio es positivo, puede repetirlos ante el discreto auditorio alrededor de una fogata nocturna.




S I E R P E
 

   ¿Quién te dijo lo de la serpiente? ¿Ah? ¿Quién se atrevería? Uno qué sabe cuando te dicen que estás loco, que no hay razón en tu cabeza, porque ya ni puedes pensar que la otra gente es normal. Solamente me trajeron para acá sin decirme mucho, a palazos y echándome agua fría, esa vez que me sorprendieron con el taradito en el baño. ¿Por qué se espantan con esas cosas?... Está bien, pues, está bien... Soy lo que soy. Lo que importa en la vida es saber reconocerlo, ¿no?

   Yo alguna vez le conté al doctor, ese de la barba, la historia de la serpiente. No me creyó, como no te lo creerías tú mismo si te hubiera pasado. Tendrías que haber estado en la selva, hermano. Quien no ha estado por allá, no entiende de estas cosas. ¿Tu sabes acaso cómo son las culebras cuando se toman la leche de las vacas? Cuando tienes una vaca que ha parido becerro, la cuidas y quemas el monte bajo, la paja, la maleza, para que la maldita larguirucha no venga a chuparle el pezón. ¿Sabes acaso qué pasa con el pezón de la vaca una vez que se lo ha mamado la serpiente? Tampoco sabes. Sabes mucho de otras cosas, pero lo más elemental de la vida, lo ignoras. Gente como tú me encierra, me echa agua fría, me tienden a palazos sobre el piso, pero en realidad no saben nada.

   Yo llegué a colonizar el bajo Perené antes de la guerra, antes que los senderistas comenzaran a matar chunchos y antes que comenzaran a reclutar colonos. Ellos, que mataron a tantos, están afuera. Y yo, que sólo tengo el recuerdo de la serpiente, estoy adentro. Así es la vida.

   Cuando llegué hice varios amigos, ninguna mujer, porque las que habían estaban ya con dueño. Luego vinieron las putas de La Merced y uno se aburría de ver las mismas caras, las mismas várices, porque eran de última categoría esas mujeres. Yo, deslomándome para ganarle al monte, rozando y quemando, picado por los bichos y pensando sembrar cítricos para ganar plata. ¿Qué me quedaba por diversión? El trago y las putas que se aparecían una vez al mes. Después dejé de ir donde las putas, menos mal. Todos se preocupaban que no bajara a la tienda de Bisbal a descargar los porongos... Y es que no sabían lo de la culebra, pues. Al final se los dije y carcajearon con las muelas pa' fuera. "Está loquito, lo ha cogido el monte", decían.

   Si alguna vez te aventuras a hacerte hombre, si te arriesgas a trabajar monte adentro, cúidate como se cuidan a las vacas cuando han parido becerro. A la vaca, por el olor de la leche, por las gotitas calientes que va dejando caer de su teta, la culebra maldecida la persigue así como nosotros perseguimos a una hembra. Luego se desliza por la noche y acurrucadita con el calor de la bestia, le chupa su pezón. Al principio nadie se da cuenta, viene todas las noches por su ración y se alimenta. La teta se le va atrofiando al animal y ya no hay cura para eso. Te malogra a la vaca, se pone cada vez más flaca y sales perdiendo. Así es.

   Y digo que te cuides igual que si fueras vaca recién parida, porque si te falta hembra mucho tiempo, también vas dejando tu rastro. Goteas, ¿no? Así me pasó a mí. Noche tras noche venía la culebra a mamarme en secreto, despacito mientras yo dormía en la tarima. Por eso dejé de ir donde las putas. ¿Qué ganas me iban a quedar ya? Poco a poco también me fui adelgazando, como tuberculoso; amanecía cansado y sin ganas de trabajar. "Estás poniéndote mal, Eusebio. La selva no es pa' tí", me dijeron los amigos. Y no era eso, pues. ¡La selva me la trago con todo!

   Puse alerta el oído, puse lamparines de querosene. Quería sorprenderla cuando viniera a alimentarse de mi leche. Quería matarla, aunque me daba mi placer. Y eso fue lo que ganó: ¿Cómo la iba a matar si me hacía el servicio?  Yo la vi, por fin. La descubrí trepándose entre mis piernas cuando ya clareaba el sol. Era mirada de hembra satisfecha, hermano, como de esas putas que se pintan los ojos, pero los tenía más bonitos. Y por su boquita que me sacaba la lengua... goteaba mi leche espesa. ¡Qué rico la chupaba! Entonces comencé a consentirla en la tarima, despreciaba a las putas que se llevaban toda la plata que ganaba con la venta de madera, y la culebra se convirtió en mi mujer. "¿Ya llegaste, mamacita linda? Súbete nomás, sube que te he esperado tanto", así le hablaba. Y ella me mamaba, pues, como si fuera pezón de vaca. Pero nunca me atrofió el miembro, así como malograba a las reses...

   Y hasta acá me han traído por esa vaina. Es que no saben estos mierdas, como tú que no sabes nada, comelibro. Me han echado agua fría y me han revolcado a varazos en el piso porque me encuentran con el taradito en el baño. Yo le conté al taradito lo de la serpiente y él me lo creyó. Lo que no creía es que la culebra no me había atrofiado como a pezón de vaca. "Bájate el pantalón, hijito. Bájate tu calzoncillo nomás, pa' que veas lo atrofiado que estoy", le dije.

    Es que tú te vas ahora con tu mujer, hermano. Yo me quedo a vivir con los locos, como si fuera uno de ellos, sin ver mujer. Pégame si quieres, pero en su adentro del taradito yo buscaba el mismo placer que me daba la serpiente.

   ¿Y sabes qué?... No es lo mismo, mi hermano.



EBANO DE LA NOCHE NEGRA
 

     Por ahí se dice que los negros no tenemos historias, señor. Y así, sentaditos como usté está escuchándome, mueven la cabeza como si uno les contara mentiras. Qué si yo le cuento de una negra bendita que tejía historias cuando éramos niños. Qué si le digo que a esa negra la conocieron nuestros padres, nuestros abuelos y los abuelos de nuestros abuelos. ¿Ah?... ¿No ve que ya está dudando?

     Pues esa negra se llamaba Mamá Lázara, y los muchachitos que ya nada teníamos que hacer en los sembríos la íbamos a buscar pa' escucharla. Salíamos al camino, a eso de las seis, pa' ir a su choza que lindaba con la playa. Sí señor. Allá donde ahora terminan los plantíos de calabaza y comienza la arena a enfrentarse con las olas.

    -¡Quiáce tanto neguito ocioso pol ahí!    -nos decía como peliando.

    Voz chascosa que espantaba a los chaucatos. Y los chaucatos avisan de la culebra; y el guardacaballo se come el gusano del lomo de las bestias; y el huanchaco pica la fruta pa' comerse su gusano. Y Mamá Lázara contaba cuentos a las seis. Óigame, tan lindos sus cuentos como si los hubiera hecho con la espuma del mar, como el sol de la tarde que pinta los plantíos de luz colorá. Así de lindos eran sus cuentos. Pero pa' gozarlos había que ser negro por dentro también. No d'esos quiay ahora, que ni agarran lampa, que ni saben trabajar.

    Nos juntábamos como moscardones mirándola a la anciana y ella empezaba:

   -Qué se van a acordal de Papá Samuel, si no le conocieron. Nego gande era mi Samuel, como una palma de coco de’sas que se levantan en las plazas de los pueblos...

   Los más creciditos sabíamos poco de ese negro Samuel, por oído nomás. Decían los viejos que a él lo trajeron en barco, por los tiempos en que don Alonso Gonzáles del Valle era dueño de todo lo que había acá. Decían también los viejos que ese blanco era remalo y que nunca le quitó el collar de bronce a Papá Samuel. Eso sólo se lo vino a quitar la gente de don Ramón Castilla, que Dios tenga en su gloria, ya cuando Samuel era muy viejo, ya cuando todo le daba lo mismo.

   A ella la mirábamos con cariño cuando se emocionaba con su recuerdo. Con lástima también: toda hueso y pellejo, unas cuantas crenchas blancas que ni le cubrían bien el cráneo, y los nudillos tiesos como requiebros de raíz agarrando el bastón de huarango. Un ojo muerto en lágrimas y con el ojo bueno mirando más allá de la reventazón, más allá de las gaviotas.

   -Poque nadies se acuelda de mi nego Samuel. De joven doblaba la herradura del caballo con una mano... Y con l’otra, podía tranquilizá una res de un sopapo... ¡ No había varón como él!

   Eso nos gustaba de las historias de Samuel. Más que un buchito de miel de caña. ¡Con tanta exageración! Como esa de que había heredao el gran grito de los mandingas, de los abuelos de nuestros abuelos.

   -En ese tiempo nos habíamos apalencao sin sabé que ya entonce éramos libres poque el Mariscal Castilla lo había querío así. Papá Samuel estaba reviejo y no podía peliar, cuando su vecino, el mulato Matías Mogollón, le robó el agua de las acequias y le faltó de palabra. Entonce Papá Samuel se subió al cerro de las lechuzas y desde ahí se quedó mirando todo lo que había sembrao el enemigo con su agua. Temblaba de pura cólera mi marío. ¡Qué rabia que hasía, Jesú!... Recoldando las mañas de los brujos de Changó y Obatalá, tomó aigre hasta el tuétano de sus güesos. Largo rato aguantó ese aigre poniéndose morao. Y con toda la rabia que le nasía de las verijas, gritó... ¡Gritó!... Y mucho grito fue ese, óiganme. Tan fuelte que mató los pajaritos, las vacas, los piajenos, los puelcos; arrancó de cuajo los huarangos, quebró las cañas del maíz que Matías Mogollón había plantao. Mató a su mujé y a sus hijos rompiéndole los oídos, y al mismo enemigo que se quedó ahí tirao botando espuma po' la boca. Con ese gran grito del mandinga, se acabó el pleito po’el agua...

      Y ya no quiero seguir recordando más historias, porque una noche Mamá Lázara nos iba a contar la última sin saberlo. Era que nadie sabía qué estaba esperando ella pa’ morirse, así tan viejita y dando lástima. Por Cristo que esa noche no nos iba a cansar con cuentos de negros cimarrones ni de fantasmas que se roban la fruta. ¡No! Algo viejo le comía el tuétano esa noche de Jueves Santo.  Algo que era de Papá Samuel.

    -Así, anciano como estaba, no podía lavalse solo mi Samuel. Yo, de tan vieja, me cansaba de lavalo en su tremenda humanidá. Y las vecinas de otras sementeras, venían a ayudá... Po'que era un olgullo lavalo al nego Samuel tan gande. ¡Es que todo gande tenía él!  Como que era un gusto pa’ cualquié mujé lavale sus cosas que Dios le dió. Desde la primera vez que lo lavaban, ya siempre querían vení a ayudá. Derpué que habían tocao sus cosas, ya no querían a sus maríos...

   Estirábamos la jeta, pelábamos los dientes pa’ reír. Pero hasta entonces, nunca nos había contado cómo murió Samuel. Y en Jueves Santo se le ocurrió contarlo, como pa’ hacernos rechinar los dientes de susto.

    -Estaba ya muy viejo Papá Samuel. Ya ni podía encontrá su ropa en un cordel y siempre se orvidaba ónde había dejao las cosas. Así, una vez se orvidó el camino de la plantación a la casa.  En  Semana  Santa jué,  me  acueldo. Caminó  lejos, derpué de su café, pa' ir a soltá el agua de la cequia. Pue nunca volvió. Las lechuzas me contaron cómo se peldió: desesperáo, enloquecío, todos los caminos le paresían lo mismo. Entonce escuchó un cantito meloso que venía buscando atajo po’ el mar: "Nego Samuel déjate amar po’ las mujeres de la mar"... ¿Y qué creen que dijo Samuel?... “Me voy pa’l mar”, eso dijo. Se aldentró con pisada fuelte po la arena de la playa, hasta que’l agua le daba po la sintura. Luego, hasta el pecho. Derpué, hasta las orejas. Y flotando ensima del agua, le seguían llegando cancioncitas melosas: “Nego Samuel, déjate amal que somo mitá mujé, mitá pescao”.  ¿Y  acaso conosen de eso, neguitos mostrencos?

   -Sirenas, abuela... Mitá mujé, mitá bacalao... -decíamos ñatos de risa, puro ojo saltón, puro diente pelao.

   -Eso que nunca vieron una... Así es que se jué aldentrando. Me lo contó la lechuza, como que la mar no me lo iba a devolvé nunca...

   Fue lo último que quiso contar Mamá Lázara ya con las estrellas sobre su cabeza. Como que en Jueves Santo, por Cristo nuestro señor, se ven las estrellas más grandes; como que en esos días aflora el pescado hasta la orilla y los entierros de los antiguos asoman por la arena. Como que en esas noches, los perros se vuelven locos ladrando a los muertos.

    El tiempo quiso cambiar entonces. Ya la neblina venía ganándole a la playa, al arenal, a los sembríos. Mamá Lázara mascaba su recuerdo mirando con el ojo sano tanta curiosidad. Toda decrepitud y harapos, y sus nudillos venosos ajustando el bastón.

     -Mucha niebla, abuela... -temblábamos de frío o de miedo; de miedo y de frío, nadie sabe.

     -Y eso que ahora no oyen los tambores que’toy oyendo. Son los cueros de tanto mandinga sumergío allá abajo. Y a esos tambores, les acompaña el cajón de Papá Samuel.... Está sonando aldentro del mar...

   Ahí sí que nadie quería reír, señor. Ojos grandes la miraban. Pura boca abierta con la bemba caída, como que nosotros también estábamos oyendo esos tambores, mi don. En la neblina se sentían pasos fuertes, de gente grande. ¡Óigame! Unos pasos que hacían temblar la playa. A Mamá Lázara no le daban miedo; parecía conocer de esas cosas y con el ojo sano quería ver adentro de la niebla.

      -Con miedo ¿no?... ¡No he conocío nego cobalde!

   Después de gritarnos así, ya no volvió a hablar. Tampoco quiso mirarnos.  Soltó el bastón de huarango, se puso de pie y caminó despacito.  Primero un paso, luego otro. Solita enfiló pa’ la playa, con sus piernas cansadas de tantos años.  Se iba neblina adentro con sus brazos flacos por delante.  Sí señor.  Casi agarrándose de la niebla.  Y esos pasos fuertes del otro lado. Y ese olor a mar enfermo.

  Vimos la sombra enorme de Papá Samuel abrazándola: negro gigante cubierto de estrellas de mar, algas, yuyos, malaguas. Un remolino de viento que arrastraba cangrejos y plumas de gaviota, se los llevó a los dos.

   ¿Que no me cree, señor?... ¿Cómo va a ser?... Mire usté sinó esos dos peñones adentro del mar. “Parece que estuvieran mirándose desde siempre”, dicen los viajeros.

    Y es que se quedaron allí... para toda la vida, señor.
 
 


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