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Siervos de Dios:

 

P. Andrés Solá, C.M.F. y compañeros Mártires de San Joaquín

¿Quiénes son el P. Andrés Solá y sus compañeros mártires?

El P. Solá fue un cristiano consecuente con su fe que derramó su sangre por Jesucristo y por su Reino de paz y de justicia, en el México de la intolerancia y de la persecución religiosa.

Un misionero que con una vida sencilla y ordinaria, y en medio de sus limitaciones humanas, tuvo una voluntad de oro y un deseo constante y firme de servir a Dios con todo el corazón, y gastar las fuerzas en favor de sus hermanos.

Un religioso claretiano que, en el momento de testimoniar su amor a Dios y al prójimo, se asoció a Jesucristo en la entrega suprema de la vida junto con un sacerdote diocesano de León: P. José Trinidad Rangel y a un laico: el Sr. Leonardo Pérez.

Hoy, los misioneros claretianos, la congregación religiosa fundada por San Antonio María Claret hace más de 150 años y a la que pertenecía el P. Andrés Solá, queremos compartir con Uds. el testimonio de este hermano nuestro.

Desde que él y sus compañeros fueron ejecutados en las circunstancias injustas de la persecución religiosa de México (en 1927), hemos creído que murieron a causa de su fe y perdonando a sus verdugos.

Por esta razón, y para aprovecharnos de su ejemplo en nuestra vida cristiana, estamos trabajando en la causa de su beatificación. De ninguna manera pretendemos, con el presente material, adelantarnos al juicio de la autoridad de la Iglesia que acatamos con respeto, pero sí abrigamos la esperanza del reconocimiento a esta causa. Deseamos se nos confirme en aquello que hemos creído: que el P. Solá y sus compañeros son verdaderos mártires, héroes de las virtudes cristianas, modelos de vida e intercesores nuestros.


México y la persecución religiosa

Sin pretender adentrarnos en el complejo entramado de la situación histórica vivida por México desde la Reforma Liberal del siglo XIX y durante la Revolución social de principios de este siglo, ofrecemos enseguida sólo algunos datos históricos que nos ubican en el contexto de la persecución sufrida por nuestros Mártires.

La llamada Revolución mexicana iniciada en 1910 había provocado, a su vez, una serie de bandos o grupos que luchaban en distintas partes del país por causas distintas, según sus modos peculiares de entender la misma Revolución.

Luego de diversas luchas, intervenciones y negociaciones, en 1917 se elabora y proclama la Constitución Mexicana que, aún con muchísimas enmiendas sufridas a lo largo del siglo, permanece vigente hasta hoy. Dicha Constitución desconocía la personalidad jurídica de la Iglesia Católica (la declaraba legalmente inexistente), limitaba los derechos cívicos y políticos del clero y, contradictoriamente, legislaba sobre la libertad religiosa, la educación religiosa, etc. No obstante, durante unos años, su aplicación no fue rigurosa.

En Noviembre de 1924 Plutarco Elías Calles asumió la Presidencia de la República jurando hacer cumplir la Constitución. Aunque no cumplió su juramento en otros aspectos, sí lo hizo en lo referente a la Ley de Cultos señalando en el Código Penal castigos desproporcionadas para los infractores. Ésta, conocida como la Ley Calles, era prácticamente una descarada persecución contra la Iglesia Católica como venganza por no haberse dejado someter a todas las disposiciones de su Gobierno.

Antes de su aplicación hubo reacciones por parte de los fieles y de la jerarquía de la Iglesia. El Papa Pío XI escribió su encíclica Iniquis afflictisque (1° de Diciembre de 1926) donde condena el "uso perverso de la potestad pública" pues, ésta, "priva de derechos comunes y castiga con penas severas, como un crimen, el ejercicio del ministerio sacerdotal".

Con el apoyo de más dos millones de firmas se solicitaba la reforma de la Ley Calles, se declaró un boicot al Gobierno, se realizaron diversas protestas pacíficas, etc., pero todo fue inútil. El 31 de Julio de 1926 entraría en vigor dicha Ley. A ella se aunarían las leyes particulares de los estados de la federación, en ocasiones más atentatorias contra la libertad.

Ante la inutilidad de sus esfuerzos, los Obispos mexicanos emitieron una carta pastoral colectiva en la que informaban de la suspensión del culto, como una forma de protesta contra el sometimiento de la Iglesia a un Estado que no reconocía la realidad del catolicismo. Después del 31 de Julio de 1926 los templos deberían quedar bajo la custodia de juntas parroquiales, pero la Secretaría de Gobernación fue más allá y exigió a las autoridades municipales la clausura y sello de los edificios anexos a los templos. En numerosos casos se permitieron verdaderas profanaciones de los lugares y de los objetos sagrados.

El pueblo de México, mayoritariamente católico se sintió agredido en lo más profundo de su fe y de su cultura. El estado se había entrometido en lo más sagrado de su vida. Ante esto, campesinos de estados como Zacatecas, Michoacán, Durango, Jalisco, Guanajuato, etc. iniciaron desde la base su propia defensa, pero al continuar las agresiones se transformó en una abierta rebelión contra el Gobierno.

Esta rebelión, conocida como la Cristiada había iniciado como un movimiento popular espontáneo, que posteriormente sería coordinado y apoyado desde el punto de vista organizativo por la LDLR (Liga Defensora de la Libertad Religiosa), con el objeto de luchar por la defensa de los derechos cívicos y reconquistar la libertad religiosa y las demás libertades derivadas de ella.

La Cristiada y la represión del Gobierno hacia ella produjo miles de muertos de ambos bandos. Los Cristeros tuvieron triunfos significativos y la simpatía popular de los fieles. La Jerarquía de la Iglesia, sin aprobar explícitamente el movimiento armado, lo veía con simpatía pues los recursos legales y pacíficos se habían agotado ante la intransigencia del Gobierno. Algunos Obispos permitieron que sirvieran como capellanes de la Cristiada los sacerdotes que lo solicitaran. Este movimiento armado duró aproximadamente de finales de 1926 hasta 1929, aunque otro tipo de resistencia a la represión y persecución religiosa se prolongó algunos años más tarde, según las circunstancias de los distintos estados de la República.

Oficialmente el 21 de Junio de 1930 se dio fin al movimiento cristero mediante unos arreglos realizados entre el Gobierno y la Jerarquía eclesiástica. Este pacto consistiría en dejar como letra muerta los artículos anticlericales de la Constitución pues, aunque estos permanecieron intactos, se prometió verbalmente su no aplicación. La triste realidad, hasta finales de los años 30's, no fue otra sino el incumplimiento, por parte del Gobierno, de dichos acuerdos verbales. Habiendo depuesto las armas los cristeros, en obediencia a los Obispos, cientos de ellos fueron posteriormente masacrados de modo traicionero.

De esta manera, la Iglesia Católica de México vivió sometida a unas leyes persecutorias hasta la reforma de los mencionados artículos constitucionales realizada en 1992.

Es en este ambiente, y en su etapa más crítica (1927), en el que se ubica el testimonio supremo de los Mártires de San Joaquín.


Breve biografía de cada mártir

El P. Andrés Solá y Molist nació el 7 de Octubre de 1895 en la masía de can Villarrasa (Santa Eugenia de Berga), municipio de Taradell de la Provincia española de Barcelona. Sus padres: Buenaventura Solá y Comas y Antonia Molist y Benet, siendo humildes campesinos supieron transmitir al pequeño Andrés una sólida piedad cristiana.

A raiz de la predicación de un misionero claretiano en su pueblo, clarificó su vocación a la vida religiosa como misionero, ingresando como postulante de la Congregación de los Misioneros Hijos del Inmaculado Corazón de María (Claretianos) en la ciudad de Vic, el 27 de Octubre de 1909.

En Julio de 1913 inició su Noviciado y el 15 de Agosto de 1914 profesó los votos de castidad, pobreza y obediencia, comprometiéndose como religioso a vivir en la comunidad claretiana observando sus Constituciones y buscando en todo la Gloria de Dios, la propia santificación y la salvación de los hombres de todo el mundo (CC. 2).

Ya como religioso, paso 8 largos, pero fructuosos, años formándose como sacerdote misionero. Por fín, el 23 de septiembre de 1922 recibió la Ordenación Sacerdotal y luego de prepararse para el ministerio, fue destinado por los superiores a México a donde llegó el 20 de Agosto de 1923.

Dejada la Patria y la Familia, puso todas sus dotes al servicio misionero de la Palabra de Dios, desempeñándose como catedrático y como predicador en la Cd. de Toluca y en numerosos pueblos de la comarca.

En Diciembre de 1924 fue enviado a León, Guanajuato donde, además de la predicación, se hizo notable por su entusiasmo y cuidado pastoral.

A raíz de las persecuciones desatadas contra la Iglesia en todo el país, pero especialmente en la zona donde se encuentra León, el P. Solá destacó por su audacia e intrepidez, arriesgando su vida en el cuidado y atención a los fieles privados de sacerdotes y de los Sacramentos.

El 24 de Abril de 1927 fue arrestado por el Ejército y puesto en prisión con sus compañeros de martirio.

El P. José Trinidad Rangel, nació en el rancho El Durazno del municipio de Dolores Hidalgo, Guanajuato., el día 4 de Junio de 1887. De familia muy humilde, aprendió desde pequeño a amar a Dios y a su prójimo. Sin asistir a escuelas, aprendió en su mismo rancho las primeras letras.

A la edad de 14 años manifestó sus deseos de ser Sacerdote, pero habiendo encontrado oposición y dificultades de tipo económico, no ingresó al Seminario de León sino hasta cumplir 20 años.

Debido a las persecuciones y a la inestabilidad política, el Seminario fue clausurado, reabierto y nuevamente cerrado. El P. Rangel debió regresar a su casa, volver al Seminario de León, continuar los estudios sacerdotales en Estados Unidos y nuevamente en México, para ser ordenado como Presbítero en abril de 1919.

Como sacerdote se destacó por su modestia, humildad, sencillez y celo por la salvación de las almas. Con intrepidez evangélica, desempeñó su ministerio en la Cd. de León, en Silao, Zangarro, Ibarra y Jaripitío.

En el ambiente de persecución religiosa, fue sorprendido por los soldados mientras se encontraba en San Francisco del Rincón, Guanajuato celebrando, a escondidas, los Oficios de Semana Santa. El 22 de abril, acusado de sedición, fue llevado preso a la Cd. de León en donde dos días después se le unirían el P. Solá y D. Leonardo Pérez.

D. Leonardo Pérez, nació en Lagos de Moreno, Jalisco el 28 de Noviembre de 1889. Se crió con sus padres y familia en el rancho El Saucillo perteneciente a Encarnación de Díaz, Jalisco Allí fue educado cristianamente en un ambiente de piedad y sencillez.

En sus estudios fue muy aprovechado y de conducta intachable, destacando por su bondad, laboriosidad y obediencia.

Después de su dedicación al trabajo en el Rancho de su familia, se dedicó como empleado de un comercio en la Cd. de León.

Durante los días de la persecución, trabó amistad con el P. Solá y se mostró asiduo en frecuentar los actos de culto y de piedad celebrados a escondidas. Era destacable su amor a la Eucaristía y a la Santísima Virgen.

El 24 de abril de 1927 fue apresado en las mismas circunstancias y en el mismo lugar del P. Solá.


León, Guanajuato. Abril de 1927

Al igual que muchos heroicos sacerdotes, los PP. Solá y Rangel continuaban ejerciendo su ministerio a escondidas de la autoridades. Ante las leyes injustas éste era un desacato, pues sólo se permitía la celebración de los actos religiosos de culto público dentro de los templos que, por ahora, estaban cerrados.

Los PP. Solá y Rangel se habían conocido más de cerca cuando arreció la persecución y ambos coincidieron en ocultarse en casa de unas señoras, amigas de ambos, en la Cd. de León. Desde esa casa se desplazaban por la ciudad y sus alrededores asistiendo pastoralmente a los fieles. En dicha casa celebraban la Eucaristía y administraban otros sacramentos. Ésta fue la ocasión para trabar amistad con el Sr. Leonardo Pérez quien les ayudaba en la celebración de la Misa.

Con motivo de la Semana Santa de 1927, el P. Trinidad Rangel fue enviado a asistir espiritualmente a una comunidad de monjas y fieles en San Francisco del Rincón, Guanajuato. El 22 de Abril se presentó la policía en la casa donde él se hospedaba con la acusación de que esa familia era sediciosa y con el pretexto de buscar y recoger armas. Habiéndose encontrado con el P. Rangel inmediatamente lo identificaron como sacerdote y le condujeron preso a León junto con otras personas. Al día siguiente (23 de abril), la noticia fue ya de dominio público.

Unas mujeres piadosas quisieron interceder por la liberación del sacerdote presentándose el día 24 en la Comandancia general para expresar su petición. El General Daniel Sánchez, quien las atendió de manera déspota, les permitió ir a conseguir alimento y ropa para los presos escondiendo su intención de utilizarlas como carnada a fin de dar con el paradero de otros supuestos sediciosos que andaba buscando.

Estas mujeres fueron el medio de que los soldados se valieron para llegar a la casa donde se hallaba hospedado el P. Solá. Siendo Domingo el día 24, nuestro misionero acababa de celebrar la Misa y de dirigir una hora santa. Hacia el mediodía, cuando llegaron los soldados, entraron al Oratorio y apresaron al Sr. Leonardo Pérez confundiéndolo con un sacerdote. Enseguida dieron con el P. Andrés Solá a quien identificaron como sacerdote en base a una fotografía en la que se encuentra revestido con los ornamentos de la Misa dando la primera Comunión a una niña.

Junto con otros jóvenes, el P. Solá y el Sr. Leonardo Pérez fueron agregados al grupo de presos capturados con el P. Rangel en San Francisco.

La misma tarde del día 24 fueron juzgados apresuradamente tan sólo para dar a la sentencia un tinte de formalidad judicial. Las acusaciones fantasiosas, injustas e indemostrables fueron las de impulsar la intervención norteamericana y la de ser jefes de la cuadrilla que había asaltado y descarrilado un tren militar el día anterior, en el Km 491 de la vía férrea México-Cd. Juárez, en el sitio donde se encuentra el conocido Rancho de San Joaquín.

Como final de esta parodia de juicio, el Gral. Sánchez expidió el siguiente despacho oficial por telegrama, para el Sr. Amaro, Ministro de Guerra:

- Acabo de aprehender tres cabecillas asalto tren Gral. Amarillas, y tres curiosos más.

La respuesta del ministro fue la siguientes:

- Lléveseles lugar descarrilamiento, fusílese a los tres, y a los curiosos escarmiénteseles,y déseles libres.

Esa misma noche los sentenciados y los otros jóvenes fueron conducidos a la estación y subidos al tren rumbo al sitio del descarrilamiento. Permanecieron juntos rezando, confesándose y animándose discretamente. El tren se detuvo en la Cd. de Lagos reanudando el viaje a las 4 de la mañana del día 25 de Abril. Al llegar al poblado de la Encarnación fueron bajados del tren en que viajaban y subidos otro tren militar de exploración que les conduciría al lugar de su martirio.

La ejecución tuvo lugar hacia las 8:45 de la mañana del día 25 de Abril de 1927. Fueron testigos privilegiados de este suceso los tres jóvenes señalados como curiosos. Los mártires fueron obligados a bajar del tren y conducidos a una hondonada en la que se habían formado algunos charcos o balsas con el petróleo del tren descarrilado.

Los mártires se habían puesto en cruz y, antes de que pudiesen hablar, las balas los hacen rodar por el suelo. El P. Rangel y el Sr. Leonardo Pérez mueren inmediatamente, pero el P. Solá rueda y se revuelve agonizante en un charco de petróleo. Su agonía se prolongaría durante dos largas horas.

Antes de partir, los soldados habían dado la orden a unos ferroviarios de prender fuego a los cuerpos. Pero estos por respeto no lo hicieron, sino más bien fueron los testigos del sufrimiento y agonía del P. Solá, quien alcanzó a identificarse junto con sus compañeros.

Según estos testimonios, el P. Andrés Solá expiró hacia las doce del mediodía ofreciendo su martirio por la causa de Cristo Rey y repitiendo con fervor: "¡Jesús, misericordia! ¡Jesús, perdóname! ¡Jesús, muero por tu causa!...Dios mío, muero por Ti".



Textos patrísticos, espirituales y teológicos acerca del Martirio

De los sermones de san Agustín, obispo.

De gran valor es la muerte de los mártires
comprada con el precio de la muerte de Cristo.

(Sermón 329, 1-2; PL 38, 1454-1456)
Por todas partes florece la Iglesia con los admirables hechos de los santos mártires. Nosotros mismos podemos comprobar con nuestros propios ojos lo que acabamos de cantar: “De gran valor es ante los ojos del Señor la muerte de los santos”, ya que resulta de gran valor tanto para nosotros, como para Aquel cuyo nombre se entregó la vida. Pero el precio de estas muertes es la muerte de uno solo. ¿Cuántas veces compró la muerte de uno solo? Pues, si éste no hubiera muerto tampoco se hubiera multiplicado el grano de trigo. Escuchasteis sus palabras al acercarse la pasión, es decir, al iniciarse nuestra redención: “si el grano de trigo no cae en tierra y muere queda infecundo, pero si muere da mucho fruto”.

Porque en la cruz se realizó un excelente trueque, allí se pagó la bolsa de nuestro rescate, pues, cuando su costado fue abierto por la lanza hiriente, brotó de allí el rescate del mundo entero.

Fueron comprados los fieles y los mártires, pero la fe de los mártires se vio acrisolada; la sangre es testigo. Supieron devolver lo que se pagó por ellos y cumplieron lo que afirma San Juan: “Como Cristo dio su vida por nosotros, así también nosotros debemos dar nuestras vidas por los hermanos”. Se dice también en otro lugar: “Te has sentado a una mesa excelente; observa cuidadosamente lo que se te presenta, porque es necesario que prepares una igual”. Excelente mesa es aquella en que el manjar es el mismo Señor de la mesa. Nadie alimenta a sus comensales con su misma carne. Pero esto lo hace Cristo, nuestro Señor. Él es el que invita y él es la comida y la bebida. Los mártires comprendieron cuál fue la comida y la bebida para devolver ellos otro tanto.

¿Pero cómo pudieron devolver si, aquel que fue el primero en pagar, no les hubiese dado lo que tenían que devolver? “¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho? Alzaré el cáliz de la salvación”. ¿Qué cáliz es éste? El cáliz de la pasión amarga y saludable. El cáliz, que, de no haberlo vivido en primer lugar el médico, el enfermo no se atrevería a tocar. Él mismo es el cáliz; encontramos este cáliz en los labios mismos de Cristo que dice: “Padre: Tú lo puedes todo, aparta de mí este cáliz”. De este cáliz dijeron los mártires: “Alzaré el cáliz de salvación invocando su nombre”. ¿No teme fracasar en esa prueba? ¿Por qué? Porque “invocaré el nombre del Señor”. ¿Cómo podrían vencer los mártires si en ellos no venciese aquel que dijo: “alegráos porque yo vencí al mundo”. El Rey de los cielos es quien guiaba su mente y su lengua; por medio de ellos vencía al maligno en la tierra y les recompensaba con una corona en los cielos. ¡Ah! ¡Cuán felices, quienes así bebieron este caliz! Se acabaron los dolores y reciben los honores.

“Aunque se llegue al martirio, aunque se llegue a la efusión de la sangre, aunque se llegue a la carbonización del cuerpo, nada vale por falta de caridad. Añade la caridad, y aprovecha todo; quita la caridad, y todo lo demás no sirve de nada”.

De la Autobiografía de San Antonio María Claret

1. Muy claramente conocía que Dios N. S me quería humilde y me ayudaba mucho para ello, pues me daba motivos para humillarme. En aquellos primeros años de misiones me veía muy perseguido por todas partes en común, y esto, a la verdad, es muy humillante. Me levantaban las más feas calumnias, decían que había robado un burro, qué se yo qué farsas contaban. Al comenzar la misión o función en las poblaciones, hasta la mitad de los días eran farsas, mentiras, calumnias de toda especie los que decían de mí, por manera que me daba mucho que sentir y que ofrecer a Dios, y al propio tiempo materia para ejercitar la humildad, la paciencia, la mansedumbre, la caridad y demás virtudes (nº 352).

2. Yo, en medio de estas alternativas, pasaba de todo: tenía ratos muy buenos, otros muy amargos en que me fastidiaba la misma vida. Y entonces mi único pensar y hablar era del cielo, y esto me consolaba y animaba mucho. Habitualmente no rehusaba las penas; al contrario, las amaba y deseaba morir por Jesucristo. Yo no me ponía temerariamente en los peligros, pero sí gustaba que el Superior me enviase a lugares peligrosos para poder tener la dicha de morir asesinado por Jesucristo (nº 465).

3. En la provincia de Tarragona, en general, todos me querían muchísimo; pero había unos cuantos que querían asesinarme. El Sr. Arzobispo lo sabía, y un día hablábamos los dos de este peligro, y le dije: E.S., yo por eso no me arredro ni me detengo. Mándeme V.E. a cualquier punto de su diócesis, que yo gustoso iré, aunque sepa que en el camino hay dos filas de asesinos con el puñal en la mano esperándome, yo pasaré gustoso adelante. Mi ganancia sería morir asesinado en odio a Jesucristo (nº 466).

4. Todas mis aspiraciones han sido siempre morir en un hospital como pobre, en un cadalso como mártir, o asesinado por los enemigos de la Religión sacrosanta que dichosamente profesamos y predicamos, y quisiera yo sellar con mi sangre las virtudes y verdades que he predicado y enseñado (nº 467).

5. Me hallaba en Puerto Príncipe pasando la cuarta visita pastoral a los cinco años de la llegada a aquella Isla. Visitaba las parroquias de aquella ciudad, me dirigí a Gibara, pasando por Nuevitas, que también de paso visité, y de Gibara, puerto de mar, dirigí la marcha hacia la ciudad de Holguín. Había algunos días que me hallaba muy fervoroso y deseoso de morir por Jesucristo; no sabía ni atinaba a hablar sino del divino amor con los familiares y con los de afuera que me venían a ver; tenía hambre y sed de padecer trabajos y derramar la sangre por Jesús y María; aún en el púlpito decía que deseaba sellar con sangre de mis venas las verdades que predicaba (nº 573).

6. Hecha la primera cura, con la parihuela me llevaron a la casa de mi posada. No puedo yo explicar el placer, el gozo y la alegría que sentía mi alma al ver que había logrado lo que tanto deseaba, que era derramar la sangre por amor a Jesús y a María y poder sellar con la sangre de mis venas las verdades evangélicas. Y hacía subir de punto mi contento al pensar que esto era como una muestra de los que con el tiempo lograría, que sería derramarla toda y consumar el sacrificio con la muerte. Me parecía que estas heridas eran como la circuncisión de Jesús, y que después con el tiempo tendría la dichosa e incomparable suerte de morir en la cruz de un patíbulo, de un puñal de asesino o de otra cosa así (nº 577).

7. Yo me ofrecía a pagarle el viaje para que le llevara a su tierra, que era de Tenerife, de Canarias, y se llamaba Antonio Pérez, a quien yo el año anterior había hecho sacar de la cárcel sin conocerle, no más porque sus parientes me lo suplicaron, y yo para hacer aquel bien lo pedí a las Autoridades y me complacieron y le soltaron, y en el año siguiente me hizo el favor de herirme. Digo favor porque yo lo tengo en grande favor que me hizo el cielo, de los que estoy sumamente complacido, y estoy dando gracias a Dios y a María Santísima continuamente (nº 584).

8. Yo, no obstante que veo que S.M. se porta muy bien con la moralidad, en la piedad, en la caridad y demás virtudes, y que a su compás marchan perfectamente los demás de Palacio, yo no sé conformarme ni aquietarme en permanecer en Madrid. Conozco que no tengo genio de cortesano ni de palaciego; por esto, el tener que vivir en la Corte y estar continuamente en Palacio es para mí un continuo martirio (nº 620).

9. Jesucristo, para gloria de su Padre y salvación de las almas, ¿qué no ha hecho? ¡Ay!, le contemplo en una cruz muerto y despreciado. Pues yo, por lo mismo, ayudado de su gracia, estoy resuelto a sufrir penas, trabajos, desprecios, burlas, murmuraciones, calumnias, persecuciones y la muerte misma. Ya, gracias a Dios, estoy sufriendo muchas de estas cosas pero animoso digo con el Apóstol: “todo lo sufro por amor a los escogidos, a fin de que consigan también ellos la salvación” (nº 752).

AUTORRETRATO DE UN APOSTOL
“Yo me digo a mí mismo:

Un hijo del Corazón de María es un hombre
que arde en caridad y que abrasa por donde
pasa.

Que desea eficazmente y procura por todos
los medios posibles encender a todo el mundo
en el fuego del amor de Dios.

Nada le arredra.
Se goza en las privaciones, aborda los trabajos,
abraza los sacrificios, se complace en las
calumnias y se alegra en los tormentos.

No piensa sino cómo seguirá e imitará a
Jesucristo en orar, trabajar, en sufrir y en
procurar siempre y únicamente la mayor
gloria de Dios y la salvación de los hombres” (n° 494).

De las Constituciones de los Misioneros Claretianos

El objeto de nuestra Congregación es buscar en todo la Gloria de Dios, la santificación de sus miembros y la salvación de los hombres de todo el mundo, según nuestro carisma misionero en la Iglesia (n° 2).

Recordando las palabras del Señor: “Quien pierda su vida por mí y por el Evangelio la salvará”, importa en gran manera que procuren alegrarse en toda adversidad, en el hambre, en la sed, en la desnudez, en los trabajos, en las calumnias, en las persecuciones y en la tribulación, hasta que puedan decir con el Apóstol: “Lejos de mí gloriarme sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo está crucificado para mí y yo para el mundo” (n° 44)

De la carta programática La Misión del claretiano hoy del XIX Capítulo General

(un)...rápido recorrido de algunos hechos de la vida más característicos manifiesta de alguna manera la historia misionera de la Congregación, regada desde su Fundador con sangre martirial. A ejemplo del mismo Fundador, ha sufrido persecución, el destierro y la muerte, con páginas significativas ya a pocos años de la fundación, lo mismo que más tarde en México, España, China, Cuba y recientemente en Guinea Ecuatorial. Junto a estas manifestaciones más palmarias de los estigmas del Salvador, son muchas las silenciosas vidas segadas prematuramente por el clima, la insalubridad y las duras condiciones de los territorios de misión (n° 77).

De la declaración Servidores de la Palabra del XXI Capítulo General

Experimentamos con frecuencia las dificultades de nuestro ministerio, porque transmitir un mensaje de anuncio y de denuncia en situaciones conflictivas de increencia, de injusticia, de alienación o de muerte, es siempre peligroso y arriesgado. Jesús fue el “mártir de la Palabra”, y precisamente por eso, nadie ha logrado acallarla. Nuestra historia congregacional, desde nuestro mismo P. Fundador, es rica en mártires.

Si amamos apasionadamente a Dios, a María y a nuestros hermanos, percibiremos en nosotros una fuerza que nos hará vencer la timidez, el miedo, los complejos, las tentaciones de callar cuando debiéramos hablar. Así lo expresó nuestro Fundador en la definición del Hijo del Inmaculado Corazón de María (cf. Aut 494; CC 9). Nuestro texto constitucional nos traza el camino de la configuración con Jesucristo (cf. CC 41-44).

De la circular Testamento misionero de nuestros mártires del P. General Aquilino Bocos, C.M.F.

El último Capítulo General vinculó nuestro ministerio de la Palabra al seguimiento de Jesús, “el mártir de la Palabra”, o, mejor dicho, “la Palabra martirizada”. El ministerio de la Palabra sólo acontece auténticamente cuando se sitúa en el horizonte de la Cruz. Anunciar hoy la palabra profética es también sumamente arriesgado. Hacerlo allí donde la injusticia, la maldad, la conculcación de los derechos humanos, las amenazas a la vida, la corrupción están entronizadas exige una gran entereza y espiritualidad. También hoy somos enviados como ovejas en medio de lobos y no debemos callar, ni proclamar una palabra que nada cambia, que nada desestabiliza. Tenemos una gran promesa: El Espíritu de vuestro Padre y de vuestra Madre hablará por vosotros; con Él venceremos toda clase de inhibición, timidez, temor o complejo (n° 31).


Del teólogo Leonardo Boff, “Teología desde el lugar del pobre” (Sal Terrae, Santander 1986), págs. 130-131.

Muerte y cruz padecidas como sacrificio en favor de quienes las producen

¿Qué hacer cuando somos víctimas de una injusticia, una tortura y una cruz inmerecidas?. A la libertad humana se le ofrecen diversas actitudes posibles. La primera es la rebeldía, que puede ser señal de una última dignidad humana que se niega a aceptar la humillación. El abanico de opciones va desde una muerte gloriosa a una supervivencia avergonzada. Son muchos los que se ven llevados a esta desesperación; pero los culpables no son tanto ellos cuanto quienes les han puesto en esa situación límite. Ahora bien, la rebeldía no supera la cruz, sino que sucumbe a ella.

Otra actitud es la resignación: el resignado acepta con amargura lo que no puede evitar; puede, eso si, conservar la soberanía interior, pero sucumbe a la victoria de la cruz que sigue lacerando su existencia. El resignado no posee ni el valor del rebelde ni la fuerza de la paciencia de Job; sobrevive en la derrota, con lo que una vez más triunfa la cruz.

La tercera actitud, la verdaderamente digna y engrandecedora, es la asunción de la cruz y de la muerte. La muerte y la cruz no dejan de ser algo impuesto e inevitable; pero, aún así, es posible impedir que ellas tengan la última palabra. Es posible aceptar la cruz y la muerte como expresión de amor y comunión con los que producen dicha injusticia. Esta capacidad de vivir una reconciliación con quien produce la ruptura no es una forma refinada de escapismo o de venganza transfigurada. Si así fuere, lo que caracterizaría semejante actitud sería el rencor, no el amor. Esta actitud nace de un profundo convencimiento y una absoluta confianza en que sólo el amor y el perdón restablece la armonía de una creación rota. El amor representa el sentido de toda la vida, incluso la de aquellos que odian y producen cruces para los demás. También en ellos el amor es fuerza unitiva y es llamamiento que ningún pecado histórico de este mundo puede acallar totalmente. Perdonando, asumiendo -como decisión de la libertad y no del principio del placer (en contra, por tanto, del sadismo y del masoquismo)- la cruz y la muerte impuestas, reconducimos la historia hacia una última reconciliación que incluye a los enemigos.

Del teólogo Jürgen Moltmann, “El Dios crucificado” (Sígueme. Salamanca 1975),
págs. 86-88.

...”La Iglesia apostólica, basada sobre los apóstoles, que son mártires, es también la Iglesia doliente, la Iglesia de los mártires”.

Los sufrimientos apostólicos pueden renovarse en un mártir, que, en sentido jurídico, no es sucesor de los apóstoles. El apostolado de los testigos de la vida del Resucitado no pasa a nadie más. Mientras que su ministerio de proclamación y su ser crucificados con Cristo pasa a toda la comunidad (A. Shlatter).

En la antigua Iglesia del tiempo de las persecuciones el martirio se miraba como carisma especial. Los ejecutados recibían el “bautismo de sangre” y la comunión en la muerte de Cristo. Su testimonio se complementaba con la entrega de la vida, interpretándose ésta como su victoria junto con el Crucificado. Entonces el mártir no sólo sufría por Cristo su Señor, como un soldado da la muerte por su rey, sino que su martirio se miraba como padecer con Cristo y, por consiguiente, y viceversa: como el padecer de Cristo en él y con él. Y puesto que Cristo mismo sufre en los mártires, se pudo decir en Col 1,24, que los mártires “suplen en su cuerpo lo que le falta a la pasión de Cristo por la Iglesia”.

No sólo siguen la pasión de Cristo, testificándola por identificación, sino que toman parte en la pasión de Cristo que continúa y la complementan. Son introducidos en el ministerio de la pasión de Cristo, tomando parte de ella. Esto llevó posteriormente a la idea de que los altares de la Iglesia tienen que levantarse sobre los sepulcros o reliquias de los apóstoles y mártires, y de que los sufrimientos de éstos, al participar en la pasión de Cristo, pueden tomarse como buenas obras.

La participación y la cooperación siguientes de los mártires en la agonía de Cristo no tiene sin embargo, que entenderse en este sentido. Pueden también aclarar en qué relación está la pasión de Cristo con el sufrimiento escatológico, que va a través de toda la creación esclavizada (Rom 8,9).

Peterson lo explica así: “El sufrimiento en este cosmos es universal, por tratarse de un sufrimiento con la pasión de Cristo, que se ha adentrado en este cosmos y, sin embargo, lo hizo saltar al resucitar de entre los muertos y subir al cielo”. Peterson aclara con ello el carácter universal y público de la cruz de Cristo en su significación para el sufrimiento desconocido, el de los últimos tiempos por parte del mundo impío y abandonado de Dios.

Entre el Gólgota y el final escatológico del mundo está la muerte del mártir como testimonio público. El sufrir y ser rechazado de Cristo en la cruz se interpreta como sufrimiento y rechazo escatológico, siendo llevado por los mártires a la publicidad escatológica, en que se les arroja fuera, se les rechaza y se les mata públicamente.

En su obra “ataque al cristianismo” Kierkegaard, en medio del mundo liberal protestante burgués del siglo IX, hizo ver claro que, al rechazar el concepto de mártir, también se pierde la idea del sufrimiento por la iglesia, quitando al Evangelio de la cruz su sentido, teniendo que perder finalmente el cristianismo asentado su esperanza escatológica.

El aburguesamiento del cristianismo significa siempre olvido de la cruz y desesperanza.