Site hosted by Angelfire.com: Build your free website today!

HIJA DE LA LUNA

Noy Fileen

Corría, a pesar de todas las advertencias recibidas por su conciencia, la mujer tercamente iba por aquel sendero. Oculto por el vasto bosque de su aldea.
Aquel sendero era conocido únicamente por ella y por otra persona; ése era el punto de encuentro entre las dos almas.
La mujer corrió ansiosamente. Sabía que este día aquella figura aparecería frente a sus ojos. Lo supo cuando vio en el cielo a la Luna Llena: Era la fecha.
Se detuvo a unos cuantos metros de aquella senda. El lago se veía pasivo y a la vez lúgubre a causa del mudo silencio. Fijó la vista en él, y pudo contemplar la figura reflejada de la Luna Llena. Sonrió, sintiendo que un escalofrío y un conjunto de molestos nervios se apoderaban de su cuerpo. ¿Por qué? Se preguntó, no era la primera vez que ambos se encontraban en aquel lugar. Cada Luna Llena ella huía de su aldea y se reunía con aquella persona. La chica suspiró con fuerza, dándole a sus pulmones una gran cantidad de oxígeno. Caminó unos pasos; con piernas, pies, y talones; entumecidos y temblorosos por producto de su creciente nerviosismo.
Cuando llegó hacia la senda, contempló que ésta se encontraba vacía. Se había adelantado ¿Tantas ansias tenía por verle?
La luna aún brillaba con total magnitud, sin embargo, el representante de aquel elemento no se aparecía. Se sintió vacía y triste.
Lentamente fue caminado hacia el lago, sentándose a unos pocos metros de distancia. Encogió sus piernas y las abrigó con sus brazos. La mujer esquivó una repentina lágrima, secándosela rápidamente con la mano. No vendría; dedujo con dolor y tristeza. Éste sería su último encuentro, ya no habría más, por más que lo desease, por más que quisiese detener el tiempo y no dejar que llegase el mañana; dónde ella se casaría con un hombre al que no amaba, pero que sí respetaba. Sin embargo, por mucho que respetase a su prometido, ella estaba enamorada de otra persona, aunque en cierto modo ni siquiera lo era.
Ella era una simple aldeana, llena de ilusiones y deseos de forjar una vida fuera de aquella villa, quería conocer el mundo, sin embargo, tenía miedo de salir. No tenía el valor suficiente para abandonar a su familia tampoco para abandonar a su prometido.
Los sueños para ella, eran eso; utopías inalcanzables, tal cual como se lo había dicho su madre.
El frío viento hizo su aparición, era tarde, la noche estaba refrescando, tenía que irse y afrontar lo que sucedería mañana: su casamiento. Echó una maldición a los dioses y a Las Parcas por hacer de su vida algo tan miserable. Qué ironía, justamente se había enamorado perdidamente de unos de ellos.
La mujer fijó su mirada en el lago y contempló que una lágrima hacía nuevamente acto de aparición por su rostro; blanco y pálido como la misma nieve, sus largos cabellos rubios, ocultaban algunas de las leves arruguitas que se le formaban al reírse. Era hermosa y ella lo sabía, su hermosura era tanta que dioses y mortales ansiaban por poseerla, sin embargo, y a pesar de su hermosura, sus padres habían decidido unirla con un simple y tosco aldeano. Confinándola en una pobre aldea, para llevar una humilde vida, que ella no quería. No obstante, Las Parcas habían tirado sus dados, dándole este mundo pequeño y triste. Ni siquiera el ser todopoderoso al que ella amaba podía hacer algo al respecto... aunque muchas veces se preguntó si realmente lo había intentando. No, un Dios, jamás haría algo por un simple y pobre mortal. Pensó para sí misma. Ese ser únicamente sentía deseo por ella, no había amor, sus ojos fríos se lo habían demostrado; esos profundos y enigmáticos ojos verdes.
Ellos habían sido los responsables de su tentación y de su traición, pues sí; traición, porque ella se había entregado a ese dios en cuerpo y alma, teniendo como resultado una vida en su vientre, fruto del amor de ella y de la pasión de él.
Tendría como hijo a un semidiós, o semidiosa, no lo sabía con exactitud, sólo sabía que hacía más de un mes su vientre almacenaba una nueva vida.
Vida que le entregaría la mayor de la felicidades y la vez la mayor de las tristezas, pues le haría recordar día tras día un amor no correspondido; un amor imposible.
La mujer suspirando y recordando lo últimamente acontecido, se fue levantando muy lentamente del suelo, arraigando en su ser la mínima esperanza de que él se le apareciera. Sin embargo, no lo hizo, la mujer sonrió con sorna y con tristeza. Ya había decidido, no querría saber nunca más de ella... entendiendo la realidad se limitó a morderse fuertemente la boca. No lloraría más; olvidaría... olvidaría a ése ser cruel y cobarde. Aspiró el aire del sendero por última vez. No volvería aunque la tentación fuese grande; no lo haría, tenía una nueva razón para vivir: su bebé. Una criatura que jamás conocería la verdad de su concepción, aunque ¿cómo le explicaría a su hijo los poderes sobrenaturales que heredaría de su progenitor? Negó con la cabeza, eso se vería con el tiempo, sólo rogaba a Las Parcas que su hijo no saliera cruel como su padre.
La mujer estaba determinada a no enseñarle a su hija la vida simple de una campesina, estaba segura de que la criatura era una niña, pues su instinto maternal se lo decía, aunque en realidad se lo había dicho su progenitor. Sin embargo, ésta lo sabía de antemano. La pequeña no correría con su misma suerte, pues ella alcanzaría todos sus sueños perdidos: <<"Ella saldrá al mundo y lo conocerá, tendrá aventuras y será lo que ella quiera">>. No iba a permitir que su niña se apagara en esta villa y con esta gente. Con este último pensamiento y entendiendo así su principal motivación para enfrentar el mañana, la muchacha se fue encaminando hacia su futuro hogar. Sonrió con ironía. Que pobre le resultaba esa palabra, pues para ella era más que eso. Su hogar lo llevaba en su útero. El cual iba creciendo lentamente.

-Hécuba... -le susurró una profunda voz.

La mujer volteó su cuerpo, sorprendida de encontrar al frente suyo a una alta figura, vestida de cuero y armadura, la cual le miraba con una sonrisa radiante.

-Tú... -fue lo único que pudo decir.

La misteriosa figura se fue mostrando a medida que se acercaba a la tenue luz lunar. Mostrando a una alta mujer de cabellos largos y castaños, sin embargo, lo que más resaltaba de ella, eran sus penetrantes ojos verdes ámbar, aunque más bien parecían dorados.
Un largo arco sobresalía de su hombro izquierdo, acompañado por un estuche de flechas, pulcramente cruzado por su pecho. La mujer se veía hermosa bajo los rayos de su elemento: La Luna.

-Gabrielle... -susurró la mujer escuetamente.

Hécuba asintió comprensivamente, dirigiéndose hacia la salida del sendero. Sintiendo en su interior un gigantesco nudo que se apoderaba poco a poco de todo su cuerpo.
Vino, a pesar de sus falsas predicciones; Artemisa había venido para despedirse de su hija y de ella.
Quiso voltear pero sabía que si lo hacía no tendría las fuerzas suficientes para seguir el camino que Las Parcas y que los mismos Dioses habían decretado para ella.
Un suave respirar se coló por su cuello, la mujer rubia sintió que todo su cuerpo se ponía a temblar por el insignificante soplo, cerró los ojos y una vez más maldijo a los dioses, a su familia, a la aldea y a la vida. Cuando los abrió se fijó que algo helado y metálico jugaba con su cuello. Bajó la vista y vio que tenía un raro collar de oro blanco, en forma de Media Luna. El oro blanco, era un mineral extraño y sumamente valioso, sólo los dioses lo tenían. Giró su mirada hacia el responsable de aquel regalo y vio en sus ojos una extraña mezcla de emociones. Vio ternura; por primera vez vio ternura en los ojos de la fría diosa. ¿Sería un vil juego? No quiso creerlo, al menos no ahora, no en su adiós. La mujer se acercó temerosa hacia su señora, su amante, su amor... besándola con fuerza, queriendo recordar para siempre esta última noche de luna llena. Para ella sería la última, porque sería la última vez que haría el amor con esa mujer, que en realidad no lo era, pues no era humana, no era mortal; era solamente un ser superior al que nunca terminaría de conocer y de comprender, pero que, sin embargo, amaba hasta la locura, tanto que le dolía.
Y así lo hizo, se lanzó a los brazos de la Diosa de la Luna y la amó una vez más, queriéndola hasta que su cuerpo se cansó de hacerlo, las dos se quedaron abrazadas hasta el amanecer, el cual anunció la llegada del maldito día. Para ambas era el adiós. Diosa y Mortal jamás se volverían a ver. Hécuba lloraba con fuerza, aferrándose al último resquicio de amor que sentía por la diosa. Sin saber hasta el día de su muerte que la deidad la amaba de igual manera, amaba con demencia a la simple campesina, y al hijo que ambas esperaban, su promesa fue jamás volverse a ver, sin embargo, Artemisa nunca cumpliría la palabra de alejarse de su única hija; su elegida.

-Gabrielle... -volvió a repetir la Diosa. Su hija se llamaría así: Gabrielle; hija y elegida de Artemisa. Diosa de la Luna y de la Caza.

*****

Era medio día y Hécuba se encontraba desesperada, la mujer caminaba de un lado para otro. Heródoto le miró, soltando un gruñido cansado. Su esposa cuando se ponía así, no había forma alguna de calmarle.

-¿Quieres calmarte de una puñetera vez? Estará bien -le dijo el hombre. La mujer simplemente le ignoró.
-Te recuerdo que tu hija se encuentra desaparecida hace más de cuatro horas. ¡Y me pides que me calme!
-Gabrielle, ya no es una chiquilla, sabe cuidar de sí misma -le dijo el hombre tranquilamente.
-Sin embargo, te olvidas de una cosa, querido, y es que Lila también está con ella.
-¿Qué? -le espetó el hombre, poniéndose repentinamente de pie.
-Nuestras dos hijas se encuentran pérdidas y tú tranquilamente estás aquí.
-¡Mujer, por qué no me lo has dicho antes! Iré a buscarlas. Y tú, más vale que te tranquilices -le advirtió el hombre, saliendo de la cabaña dando un fuerte portazo.

La mujer volvió a suspirar, preguntándose en dónde diablos se habían metido sus dos hijas, y rogando a los dioses para que Heródoto no fuera tan duro con su hija mayor.

*****

Una chica de aproximadamente diez años de edad se encontraba jugando al interior del bosque, el cual era del mismo color de sus ojos: Verde esmeralda. La pequeñita se encontraba jugando con unos cachorros de lobo, increíblemente y para el desconcierto de su hermana menor, la madre sólo le miraba con ojos cautelosos, pero relativamente relajados. La niña más pequeña hizo amago de tocar a una de las crías, pero la loba le ladró fuertemente, acercándose a ella para atacarle. Lila se quedó paralizada de miedo, sin embargo, la pequeña rubia se interpuso justo a tiempo.

-¡Leiah, cálmate! -le ordenó la pequeña. La loba paró en seco, soltando un gruñido disconforme -Lila no le hará nada a tus pequeños -continúo la chica, acercándose a su hermanita, abrazándola fuertemente. -Por eso te dije que no me siguieras. -le dijo a la pequeña, quien lloraba fuertemente, temblando aún por el miedo.
-¡No es justo! -se quejó Lila- ¡Por qué siempre te obedece a ti hermana y a mí nada!
-Porque a mí me conoce de antes. También me costó ganarme su confianza, además está desconfiada por sus crías. Las madres son así -continuó explicando Gabrielle.
-Si, pero a ti te deja tocar a las crías, nunca he visto eso antes, se suponen que los lobos son peligrosos, atacan a nuestras ovejas. Son malvados
-Eso es porque son animales salvajes, y no son malvados sólo hacen lo necesario para subsistir. Anda, vámonos que es tarde. Madre y Padre deben estar preocupados.
-De seguro nos regañarán y no mandarán a la cama sin cenar -se quejó la más pequeña.
-No, la regaña me la llevaré yo, por dejar que tú me siguieras, además Mamá siempre nos guarda algo, a escondidas de Papá. ¡Adiós, Leiah! Cuida bien de los críos -le dijo Gabrielle mientras se acercaba a la loba y la abrazaba, el animal soltó un gruñido placentero, meneando la cola a modo de despedida. Sin embargo, miró fijamente a Lila, quien tragó en seco, por el medio. La pequeña juró que no se volvería acercar a ese maldito bosque, por mucho que le gustase jugar con su hermana mayor.

-Vamos, Lila.
-¡Sí!

Cuando ambas chicas se iban alejando del bosque la más alta, escuchó una suave voz que le decía: "Adiós". Gabrielle siempre había creído que aquella voz era el espíritu de aquel bosque. También se preguntó el por qué nunca los animales la atacaban, ni siquiera los más peligrosos. Cuando se adentraba a él, los animales reaccionaban relajados ante su presencia y extrañadamente adorados por verla, era inverosímil, en vez de acercarse ella a ellos, éstos eran los que se aproximaban a ella con total naturalidad. La chica se sentía más a gusto en el bosque que en la villa, disfrutaba jugar más con los animales que con los niños, más que con Pérdicas. Gabrielle prefería jugar con Leiah y con el pequeño Cerberos, cómo le había puesto al más travieso de los cachorros, quien últimamente se había apegado a ella, siguiéndola para todos lados.

Cuando salieron del bosque vieron a un Heródoto, increíblemente enojado, sus ojos irradiaban fuego, puramente causado por la ira, ambas niñas se miraron entre sí y tragaron en seco, ambas iban a recibir una paliza del mismísimo Tártaro; paliza que su madre no iba a detener. Gabrielle temió llevarse la peor parte. Fue su culpa dejar que su hermana pequeña la siguiera.

-Su madre está esperando en casa -le dijo escuetamente el hombre, tensando la mano con ira. Ambas chicas asintieron silenciosamente, aceptando con resignación el castigo que les esperaba al llegar a casa.

Seguramente los niños de la villa al verlas llegar se partieron de la risa. Y probablemente los dioses también.

*****

Hécuba salió sigilosamente de su casa, dirigió la mirada hacia el cielo y pudo contemplar a la Luna en su total plenitud. Estaba increíblemente hermosa; radiante y plateada, el satélite tenía la misma atracción que su representante: Artemisa, siempre enigmática y elegante, como constantemente le recordaba.
A pesar de los años, a pesar de haberse casado, y a muy a pesar de haber creado una familia, seguía amando a Artemisa con la misma fuerza de antes.
A los pocos meses de haberse unido con Heródoto, la mujer seguía yendo a escondidas hacia el misterioso sendero. Segura de que su marido jamás le seguiría, pues increíblemente en cada Luna Llena, el hombre llegaba siempre borracho, con olor de otras mujeres. Hécuba no se sorprendió, pues sabía como era su esposo. Aprovechando las borracheras de su cónyuge, la mujer huía esas noches y se encontraba con ella, quien siempre la esperaba estoicamente, nunca le decía nada, nunca le reprochó su falta de palabra. Sólo la esperaba con esa falsa sonrisa fría; falsa, pues sus ojos cambiaban completamente al fijarse en la prominente barriga que tenía la joven mujer. Muchas fueron las noches en las cuales las dos mujeres saciaron su amor y su placer, sin embargo, al nacer Gabrielle eso cambió completamente. Justamente su nacimiento había sido en una noche de Luna Llena, justo para el solsticio de primavera. Fue un cambio rotundo para su vida, al tener a esa hermosa criatura de ojos verdes entre sus brazos.
Cuando vio a su bebé por primera sonrió al ver que la pequeña había heredado los ojos de su madre: Artemisa, y los cabellos dorados de ella. Nunca supo si su marido sospechó la realidad, lo dudaba. Hécuba jamás salía de su hogar, a excepción cuando tenía que ir al mercado. Su vida era la modesta granja, criando a las ovejas y haciendo los quehaceres domésticos. A los dos años del nacimiento de Gabrielle, nació Lila, la preferida de su marido y la protegida de la misma Gabrielle. La pequeña era el reflejo mismo de su padre. Tez morena y cabello castaño. Lila sólo heredó de su madre, los claros ojos azules, pues en lo demás era idéntica a su padre.
Con Gabrielle era todo distinto, puesto que ella era distinta, no era humana, ni tampoco un dios, era un híbrido; un semidiós.
Tenía los ojos, la astucia, la impertinencia de su madre: Artemisa. Sin embargo, no había heredado ningún poder sobrenatural de ella. Se tranquilizó al ver que Gabrielle no había sacado la fuerza de Hércules o de Aquiles, tampoco había nacido con una forma zoomorfita. Era una humana común y corriente, una chica soñadora como ella, traviesa, alegre y muy ingenua, su única particularidad era que la joven siempre prefería ir al bosque o estar cerca de las ovejas en vez de compartir con los niños de la aldea. Su único amigo era el despistado de Pérdicas, quien estaba profundamente enamorado de su hija, sin embargo, su retoño jamás le prestaba atención, sólo le veía como un amigo. Gabrielle había heredado de ella su particular ambición de ser bardo, todas las noches la niña, se acercaba a ella y le relataba historias que había aprendido de los Bardos Guerreros que pasaban por la taberna, tal como ella, la pequeña se arrancaba a hurtadillas de sus labores y se dirigía a la taberna a escuchar a los juglares. Gabrielle un buen día le había sorprendido al mostrarle un pergamino escrito por ella. Eso había sido para su cumpleaños. Todos se quedaron sorprendidos al ver que la pequeña niña supiera leer y escribir, ni siquiera ella misma sabía hacerlo. Hécuba siempre se preguntaba qué futuro le depararían Las Parcas para Gabrielle. No sabía si Las Parcas tenían control absoluto de ella, puesto que la chica era mitad diosa; mitad mortal. Pero de algo estaba segura, y era que Artemisa siempre se encontraba merodeando por algún lugar, siempre cerca de ellas, protegiéndolas de cualquier cosa, puesto que la Villa nunca era saqueada por ladrones o mercenarios. Igual suerte no corrió Anfípolis, villa cercana a la suya. La mujer se había enterado por algunos familiares que hace no mucho tiempo, la villa había sido atacada por el mercenario Cortese. Muchos jóvenes habían muertos por el enfrentamiento, lo que supo fue que una valiente joven y su hermano habían sido capaces de enfrentar al guerrero, pero el más pequeño había sufrido las consecuencias, había sido asesinado por Cortese.
Sin embargo, lo que la mujer no sabía era que ese enfrenamiento había sido el gatillo para crear a la Destructora de Naciones, la futura elegida de Ares; tío de su hija. Éste ayudaría a crear a Xena. La mujer que en pocos años destruiría a grandes naciones y pueblos, la cuál a su paso crearía a más monstruos, ironía de la vida. "Juegos de las Parcas". Pensó Hécuba.
La mujer siguió avanzando en silencio, dirigiéndose hacia el redil, el cual estaba ubicado a unos pocos metros de distancia de su casa. Al entrar al lugar se encontró con una imagen que le destrozo el corazón. Esta vez, Heródoto se había extralimitado.
Gabrielle se encontrada acurrucada en una de las paredes del redil, temblando asustadamente, sus piernecitas se encontraban magulladas por los latigazos recibidos de su padre. La ira no tardó en crecer. Cuando las pequeñas llegaron a casa. Heródoto le había ordenado acostar a Lila, las dos pequeñas no habían cenado, cómo era habitual, sus castigos siempre habían sido así; acostarse, sin comer ni una bocanada de comida. Sin embargo, la mujer estúpidamente creyó que ése iba a ser el castigo para ambas, no obstante, cuando salió de la habitación de sus hijas, vio a su marido medio alterado y jadeante, no quiso preguntar nada, pues temía que éste se desquitase con ella. Cuando su cónyuge se durmió, salió astutamente de su cuarto, dirigiéndose hacia el redil de las ovejas.

-Más vale que alguien se apiada de ti, hijo de Bacante, porque ella ni yo lo haremos... -maldijo en silencio la mujer. Acercándose sigilosamente hacia su hija, que dormía inquietamente.

Por orden de las Parcas o de la misma Artemisa, la pequeña niña se despertó asustadamente, echando una leve mirada amenazante, la cual hizo reír a su madre, haciéndole recordar el ceño amenazante de su otra progenitora. Sin embargo, Hécuba se detuvo al ver el intimidante y a la vez peligroso brillo dorado de su hija. Gabrielle le miraba como si la mujer parada frente suyo fuera su presa.
A pesar que esa redonda cara que reflejaba inocencia y fragilidad. Gabrielle era todo lo contrario; en el interior de la pequeña se hallaba una peligrosa fiera dormida, la cual iba despertando poco a poco. Entonces; en ese mismo instante, la mujer comprendió que la pequeña pudo haber detenido a su marido, incluso pudo haberlo matado, sin embargo, no lo hizo, la chiquilla se aguantó y se dejó golpear brutalmente por su padre.

-Gabrielle... -le llamó sumisamente Hécuba. Acercándose cautelosamente a ella. -Ga... brie... lle... -volvió a llamar.

La chica no respondió, solamente fijaba atentamente su mirada en su madre, quien estaba oculta entre las sombras. La niña parecía realmente un lobo; asechando firmemente con su mirada a su victima. Gabrielle pensando que era su padre, temblaba fuertemente por la ira y por el miedo, los golpes recibidos por Heródoto accionaron sin querer la naturaleza animal que tenía. Gabrielle era consciente de que poseía estas extrañas emociones, lo había descubierto sin querer, al ser testigo cuando un hombre intentaba violar a una niña de más o menos su edad, una niña amazona, la cual había huido de casa y se había refugiado en el espeso bosque, propiedad de la Diosa Artemisa. Cuando vio que el guerrero estaba a punto de desflorar a la pequeña se lanzó contra él, golpeándolo llena de ira.
Luchó contra el, hizo lo más que pudo, sin embargo, todo fue inútil ya que estuvo a punto de morir, pero justo en ese momento se apareció Leiah, quien atacó fieramente el cuello del fornido hombre, el cual soltó inmediatamente a la pequeña rubia. Gabrielle al ver al hombre herido, pescó el arco y flecha de la joven amazona y sin saber cómo; disparó el arma dándole directamente al corazón... fue la primera vez que mataba a alguien, muchas noches tuvo pesadillas a causa de su primera muerte. Quería morirse, se sentía cómo el peor demonio pisando la tierra, aunque la causa había sido justa, para ella seguía siendo un asesinato. Homicidio era homicidio no importaba cuales fueran las causas. El asesinato no estaba en su código de vida. Desde ese entonces juró controlar ese lado animal que tenía, sin embargo, lo había liberado esta noche, y estuvo a un pelo de haber matado a su propio padre. Muchas veces se preguntaba quién era ella en realidad, no podía ser una simple niña humana, pues ¿cómo era posible que supiera utilizar armas a tan temprana edad, sin siquiera conocerlas? ¿Cómo era posible que fuera capaz de utilizar un arco y una flecha? ¿Cómo era capaz de lanzar ésta última a la perfección y enviarla con total maestría a su destino?
Cuando Lila no la acompañaba al bosque, la pequeña practicaba sus tiros con el arco y la flecha. La niña se fabricaba sus armas y las lanzaba cada vez con mayor exactitud. La loba que siempre la acompañaba, le miraba asombrada y temerosa, al ser conciente que su amiga humana podía perfectamente matarla con esas extrañas y mortales armas. La pequeña a pesar de su corta edad era toda una experta en el arte de la caza, talento que solamente sabía ella y la loba, la cual le acompañaba para beneficio suyo, pues Gabrielle jamás comía de sus presas, se los daba siempre a Leiah, quien recibía los regalos gustosa. La chica también sabía cuáles eran las propiedades de cada planta, distinguiendo las curativas y las venenosas, todo lo había aprendido únicamente al introducirse al bosque. Lo cierto era que la joven rubia, sabía mucho más de caza que los mismos cazadores, y de medicina más que los mismos sanadores. La pequeña, al sumar todas sus habilidades se preguntaba si era en realidad hija de algún dios; Como Apolo, pues ambos, compartían características símiles. Gabrielle aparte de ser una magnífica cazadora, era también una amante de la poesía y de las historias épicas, le encantaba escribir y escuchar relatos heroicos; de guerreros que salían al mundo y luchaban contra grandes monstruos. Eso era lo que deseaba ella, salir y conocer el mundo exterior, siempre se había sentido como una niña fuera de lugar, la cual no pertenecía a la sencilla villa de Potedaia. Lo cierto era que la pequeña niña ignoraba que esa naturaleza curiosa lo había heredado de su sumisa madre. La misma que en estos momentos le miraba con un deje de sufrimiento y preocupación. La pequeña rubia parpadeó sorpresivamente al ver a su madre, ésta estaba frente suyo con una canasta repleta de comida, la niña se asustó al ver los ojos llorosos de su madre. Cómo lo había predicho: cada vez que la castigaban su madre se escabullía para darle algo de comida. Sin embargo, jamás la había visto llorar, no por su causa. Hécuba bajó su rostro y la dirigió hacia las piernas de su hija. Gabrielle vio que su madre estaba temblando por la ira, mientras que sus ojos seguían soltando lágrimas. Hécuba se acercó a su hija y la estrechó con fuerza, llorando incontrolablemente. Lamentando cada uno de los brutales golpes que recibió la pequeña por parte de su cónyuge. La mujer después de haber llorado un largo tiempo, se separó de su hija, mirando y acariciando tiernamente el rostro de la pequeña. Gabrielle trató de quitarle importancia, diciéndole que era culpa suya, que fue su irresponsabilidad el haberse distraído tanto tiempo en el bosque y que por eso se merecía los golpes, puesto que Lila solamente le había seguido.

-¡De eso nada, Gabrielle, no eres la culpable de que esa niña te siguiera, es idéntica a tu padre, es igual de curiosa! -le dijo enfadada su madre.
-Madre...
-Pero no debiste de haber ido al bosque, hija, prométeme que no te acercaras nunca más a ese lugar. De ahora en adelante te quedaras cerca de la villa, donde mis ojos te vean, solamente saldrás a pastar con las ovejas -le dijo seriamente su madre, aunque sabía a la perfección que esa promesa jamás se cumpliría, porque una parte de ella misma se encontraba en aquel lugar.
-Lo prometo -le dijo tristemente la pequeña.
-Come esto antes de que se enfríe -le ordenó su madre. La chica asintió desganadamente.

Le dolía todo el cuerpo, las costillas las tenía echa un desastre, con suerte su padre no le había quebrado alguna, sólo tenía que dormir, pues sabía que éstas se curarían rápido como todas sus demás heridas. La chica suspiró profundamente, grave error, porque al hacerlo le dolieron endemoniadamente las costillas. La chica soltó un grave quejido, asustando a su madre y a alguien más quien observaba atentamente desde la ventana.

-¿Qué te pasa? -le preguntó asustadamente su madre.
-Na... nada... Madre -le respondió doloridamente la chiquilla, llevándose ambas manos hacia los costados de su vientre.

La mujer ignoró completamente a su hija, apartándole ambas manos de sus costillas, la chica desvió avergonzadamente su mirada, clavándole en la ventana, mientras que dejaba a su madre examinar la herida. Hécuba contuvo un suspiro de dolor al ver la profunda herida, a Gabrielle le habían dado latigazos en ambas costillas. No eran dos, debieron haber sido como mínimo diez. Se maldijo por no haber escuchado los gritos de su hija, sin embargo, sabía que Gabrielle no había echo el menor ruido.

-¡Maldito hijo de Bacante! -gritó frustrada, enojada y herida -¡Quédate aquí! Iré por un poco de agua.
-Madre... no es necesario. Sabes que esto se me curará mañana.
-¡No me importa! -exclamó con ira. Saliendo hacia el exterior. Dando un feroz portazo. La chica se sobresaltó al ver a su sumisa madre explotar de esa manera. La chiquilla temía más por su madre que por ella misma. No quería que su mamá recibiera nuevamente los golpes de su padre al tratar de interponerse entre ella y su verdugo.

La joven clavó su mirada en la ventana, percatándose que en ella, había una figura de un majestuoso halcón. La chica le sonrió con tristeza, para luego echarse a llorar, había estado conteniendo valientemente las duras lágrimas, sin embargo, al ver la ternura, el dolor y sufrimiento de su madre, no lo pudo controlar, y se echó a llorar. El alto halcón al escuchar el llanto de la pequeña, soltó un furioso graznido. Echándose a volar sorpresivamente. En ese momento el miedo de Gabrielle aumentó considerablemente, la joven quería que la noche terminara luego. Se juró a sí misma que jamás volvería poner un pie en aquel bosque, no hasta que fuera una mujer adulta y madura.

*****

Hécuba iba caminando dificultosamente por la oscuridad de la noche, ni si quiera había luna para iluminar algo su camino. Se odió a sí misma por no haber sido capaz de proteger a su hija. Los golpes que vio en su niña, hizo aumentar más el odio que tenía por su cónyuge. El muy cretino casi había matado a su hija con los brutales golpes. Si Gabrielle no hubiese sido mitad deidad, hubiera muerto al instante, su pobre cuerpecito lo tenía todo magullado por las crueles palizas recibidas por él. Estaba decida a cobrar venganza de alguna manera. Heródoto se las pagaría. Hecuba estaba determinada a alejarse de él, se llevaría a sus dos hijas fuera de Potedaia. No entendía cómo Las Parcas podían haberle decretado la unión con ese maldito y bastardo hombre. Lo único bueno de su matrimonio eran Gabrielle y Lila.

-¡No hagas nada! -le ordenó una voz proveniente de la cerca.

La mujer asustada, guió su mirada hacia el palo de la cerca y pudo contemplar que un halcón la miraba penetrantemente. La mujer al ver sus fríos ojos sintió una punzada de miedo.

-¿Qué... qué haces... aquí? -le preguntó al ave.

El enorme y oscuro pájaro saltó de la cerca, transformándose en una majestuosa y joven mujer de cabellos negros y perspicaces ojos verdes. Artemisa la miró fríamente, dedicándole una feroz y penetrante mirada a la mortal que tenía enfrente, sus ojos irradiaban ira, tal cual cómo los que mostraba la mujer mayor.

-Has envejecido, Hécuba -le dijo mordazmente la diosa -Cómo pasan los años para los mortales ¿no?
-¿Qué deseas de mí, Artemisa? -le dijo sutil pero fieramente la mujer.

La diosa enarcó una castaña ceja, mostrando aún más sus dorados ojos. A pesar de los años, a pesar del tiempo, Hécuba seguía siendo hermosa, era una hermosura madura. Una vez más su frío corazón comenzaba a latir con fuerza al ver a aquella mortal, sin embargo, la diosa continuó con su semblante estoico.

-No deseo nada de ti mortal, sólo te he venido a advertir que no hagas nada en contra de tu marido.
-¡Qué! -exclamó la mujer, enojada -¿Acaso es una cruel broma de tu parte?
-¡No me faltes el respeto Mortal! -le gritó Artemisa -¡Mira muy bien a quién le hablas, estás frente a una deidad!
-¡No me interesa! -le respondió la mujer -¡Lo mataré! ¡Haré pagar a Heródoto por el daño que le hizo a mí hija! No me importa las consecuencias, ¡aunque el mismísimo Zeus se me aparezca, ni siquiera él me detendrá mi cometido!
-Entonces irás al Tártaro, mujer. ¿Eso quieres, pasar eternamente en el Abismo?
-He vivido en él todos estos años. ¿Qué diferencia hay? Únicamente voy a permanecer muerta -dijo la mujer con ironía.

Artemisa se estremeció al escuchar la última confesión.

-No verás a tus hijas. ¿Qué hay de ellas?
-Gabrielle, puede cuidar de sí misma y de Lila, no me necesita. -le respondió Hécuba.
-Mortal, no juegues a ser Dios, y mucho menos a ser una Parca, únicamente ellas pueden decidir la vida de los mortales.

La mujer de más edad se echó a reír largamente. Era consciente de las jugarretas de las deidades, sabía muy bien cómo ellas jugaban con los hilos de su vida. Sin embargo, también sabía que los dioses podían inducir en los telares de esas brujas. Según las conveniencias que éstas tuvieran.

-No juego a serlo. Mi única preocupación son mis hijas, lo que me deparen Las Parcas, no me interesa, al final soy una pobre humana; soy sólo un juego suyo y de los demás dioses. Tarde o temprano moriré, estoy consciente de ello.

La diosa suspiró profundamente, impotente al no poder seguir protegiéndola.

-Está bien mortal, si es así cómo lo has decidido. No obstante, no pidas mi ayuda cuando Hades te mande al Tártaro.
-No lo haré, nunca he esperado ayuda de tu parte Artemisa. Sólo te pido que cuides de mí hija -dijo la mujer mirándola seriamente.
-Eso no te lo puedo prometer, mortal. No es de mi incumbencia la vida de ustedes: simples aldeanos, sólo protejo a las amazonas.
-Entonces no protejas a mí hija, sino que protege a tu elegida; a tu hija, Artemisa. -le sonrió la mujer -Algún día vendrá a mí, Celesta, y me llevará hacia Caronte. Lo único que te pido es que cuides de tu hija en mi lugar, sé que ella envejecerá más lentamente que un mortal normal. No quiero que esté sola; no en este mundo tan desquiciado.
-Lo haré, sin embargo, no te garantizo la vida de tu otra hija.
-No me importa, si Gabrielle está a salvo; sé que Lila lo estará de igual manera.
-Pues que así sea -le dijo la diosa antes de desvanecerse del lugar.

Hécuba soltó todo el aliento que llevó tanto tiempo retenido. La mujer había tratado de mantener la calma, aunque en realidad estaba todo lo contrario. Se relajó solamente al saber que la diosa protegería a sus dos pequeñas.
Levantó la palangana que llevaba con agua, sintiendo repentinamente la liviandad de ésta, extrañada por su ligero peso. La mujer bajó su mirada y vio que había la misma cantidad de agua. Sonrió al percatarse de que seguramente, Artemisa había lanzado algún hechizo sobre el cubo de agua.
"Con que, no era de su incumbencia la vida de unos pobres aldeanos". La mujer se echó a reír ante lo pensado. La diosa en el fondo era un ser cálido y amable, el cuál se encontraba escondido bajo ese manto frío y orgulloso.
Seguramente la diosa había intercedido ante Morfeo para que éste profanara los sueños de su marido y le diera crueles pesadillas. Todo por haberle echo daño a su elegida; a su hija, la cuál jamás dejaría de cuidar. Podía morir tranquila. Que Hades y Celesta se la llevasen cuando quisiesen. Su vida estaría a salvo: Gabrielle y Lila estarían protegidas.
La mujer siguió avanzando tranquilamente hacia el redil de las ovejas. Cuando entró al lugar se percató que su hija se encontraba durmiendo profundamente. Sonrió al ver la ternura que irradiaba el rostro de Gabrielle. ¿Cómo era posible que su marido fuera tan cruel con ella? ¿Acaso sospechaba la verdad? ¿Heródoto sabría que la niña no era hija suya? No, ese animal era incapaz de pensar por sí mismo. Lo único que sabía hacer el hombre era beber y cuidar ovejas, aparte de golpear a su familia.
Hécuba alejó a esos inútiles pensamientos y se dedicó a limpiar delicadamente las heridas de su hija, deseando borrar con el paño, todas las cicatrices que la pequeña llevara, sin embargo, y aunque las heridas de Gabrielle sanaran con rapidez, sabía que las heridas del alma, nunca llegarían a cicatrizar.
Por muchas habilidades que tuviera la pequeña, Gabrielle seguía siendo una niña; una pequeñita sensible e inocente.

-Que los dioses te perdonen, Heródoto, no sé si la pequeña lo llegue a hacer, puesto que yo nunca lo haré. -susurró al acostarse al lado de su marido.

El hombre respondió con un gemido de molestia, seguramente estaba sufriendo alguna pesadilla. Hécuba solamente le dedicó una mirada lastimera. Morfeo ya había entrado en sus sueños y lo estaba torturando. La mujer se dio la vuelta y se dedicó a dormir, ajena a las horrendas pesadillas que sufría Heródoto.

*****

El carro de Apolo trajo nuevamente el nacimiento de un nuevo día. El sol estaba ya en su total plenitud. Gabrielle, sintiendo un suave olor a manzanas con miel fue abriendo lentamente sus verdes ojos, la jovencita parpadeó confundida, tratando de enfocar bien su vista y de descubrir en qué lugar se encontraba, la chica soltó un cansado suspiro, hallándose todavía en el húmedo redil, la chica instantáneamente se llevó ambas manos hacia sus costados, ya no había dolor. Se subió cautelosamente la camisa y pudo ver que las heridas ya no estaban, éstas ya habían cicatrizado; como era habitual en ella. Definitivamente la pequeñita no se tragaba el cuento de ser una simple mortal. Su mismo padre se lo había dicho: Ella era un demonio, concebido por los dioses para hacer su vida miserable. Le dolió escuchar eso. Lo sospechaba, pero era doloroso escuchar la realidad de la boca de quién creía ser su padre.
Siempre había visto en los ojos de su padre el desprecio que éste sentía por ella. Sin embargo, ¿qué culpa tenía ella?; puesto que no había pedido venir a éste mundo.
Gabrielle se limpió las pequeñas lágrimas que salían de sus ojos, se quedó un rato en silencio y luego se dedicó a observar el postre que tenía a un lado de la paja.
"Manzanas con miel", el postre que siempre le hacía su mamá. La joven de pronto abrió los ojos con miedo. Preguntándose si su padre habría logrado desquitar parte de su frustración con su madre. La pequeñita, asustada se dedicó a devorar su desayuno con rapidez, saliendo posteriormente del establo.
Al abandonar el redil, la pequeña se encontró con Lila, quien en un esfuerzo cómico trataba de colgar la ropa.

-¡Buenos días! -saludó alegremente la pequeña al ver a su hermana mayor.
-Buenos días -le respondió Gabrielle -¿Y Madre, dónde está?
-Fue al mercado. Hermana ¿hoy iremos al bosque? -preguntó inocentemente la niña.
-No -fue la rotunda respuesta de Gabrielle -Ya no iremos más allí.

Lila asintió alegremente, en parte se sentía feliz al no tener que seguir yendo a ese tenebroso bosque. Gabrielle la miró un instante, decidiendo finalmente ayudar a su hermana menor, la cual no podía tender las grandes sábanas de sus padres.
El día estaba soleado y completamente despejado, era primavera y ya no era necesario levantarse tan temprano para tender la ropa. Sin embargo, Hécuba había dictaminado un habitual y rutinario hábito: Todas las mañanas lo primero que se debía hacer después de desayunar era lavar y tender la ropa, después cocinar, y luego llevar a pastar a las ovejas, eso último se hacía a la vez, pues mientras que su madre hacía la comida, Lila y ella iban a cuidar a las ovejas y a las cabras. Su padre se dedicaba a arar la tierra, y a los demás quehaceres pesados.

-Su Madre ¿Dónde se encuentra? -preguntó repentinamente Heródoto.

Ambas chicas se miraron fijamente a los ojos. Las dos estaban impresionadas al ver el actual estado de su padre. Heródoto se encontraba con cara de demacrado, tenía el rostro ojeroso y cansado; su cuerpo lucía más delgado de lo normal; mostrándose mucho más viejo de lo que era él en realidad. ¿Tanto daño le hacía el trago?

-Fue... al... mercado... -respondió Lila entre tartamudeos.
-Bien, y tú -le ordenó a Gabrielle -Lleva a las ovejas a pastar, que ya es muy tarde.
-Sí, señor -le respondió la chiquilla. Sin siquiera ver a ese extraño hombre. Sin embargo, el viejo no le quitó la vista a su hija.

Anoche el hombre había tenido múltiples pesadillas, todas relacionadas con los golpes que le había dado a Gabrielle. Sin embargo, esos mismos golpes le eran devueltos a la vez por una extraña mujer, la cual le propinaba el doble de latigazos, que había recibido su víctima.
La pesadilla se había vuelto más sangrienta a medida que ésa misma mujer se le acercaba, dándole innumerables golpes. Heródoto ni siquiera se podía defender, pues la mujer era el doble de fuerte y también mucho más joven que él.
La cruel golpiza terminaba con el golpe de gracia de la mujer. La silueta se acercaba a él... matándolo a sangre fría, con una poderosa espada, la cual se hundía dolorosamente en su estómago. Heródoto se había despertado en pleno amanecer, todo sudado y asustado. Cuando se calmó, se fijó que su esposa no estaba en la cama. Hécuba ni siquiera se había dignado a despertarle; la mujer ni siquiera se había dado el trabajo de consolarlo; de calmarlo. La fría mujer se había levantado cómo era su habitual rutina, ignorándolo completamente. Eso lo hizo enfurecer. Ya se encontraría con ésa déspota mujer, haciéndole pagar por la insensata dejadez sufrida. Sin embargo, lo que el hombre ignoraba era que con tan sólo pensar eso, se estaba cavando su propia tumba, pues estaba enfureciendo a una deidad y a las mismas Parcas... Comenzaría la masacre.
Heródoto ignoraba que por primera vez se había convertido en un Augur.

*****

Gabrielle caminaba tranquilamente por los verdes prados de Potedaia, acompañada de una cansada Lila, quien caminaba a duras penas por los empinados pastos.
La niña rubia desvió un poco su mirada y la fijó en Lila, negando simplemente con la cabeza, su hermanita era peor que su propia sombra. La chiquilla siempre le seguía para todos lados. Aún así la joven rubia adoraba a su inocente y divertida hermanita. Lila y Pérdicas eran sus únicos amigos. Bueno únicos amigos humanos, pues la chica tenía más, pero éstos eran los animales del bosque. Sin embargo, la amistad duró hasta ayer, porque ahora ellos eran "enemigos", ya que ahora era su deber el proteger a las presas preferidas de sus amigos: "Las ovejas". Además no era la única pastora en el alto prado, así que; por más que quisiese proteger a Leiah y a sus críos no podría.
La chiquilla fijó su mirada en el alto y vasto cielo, éste se encontraba despejado, sólo algunas perezosas nubes circulaban, desfilando lentamente a través de él. La chica se recostó en el pasto y aspiró el limpio aire del campo. Qué cosa más gustosa era el poder respirar del fresco aroma de la naturaleza. La pequeña niña, abrió los ojos al sentir a Lila que se echaba a su lado, recostándose de igual manera.

-Siempre tienes que estarme imitando. Lila, ¿no te aburres de hacerlo? -le preguntó a su hermana.
-Nop. Me gusta hacerlo -le respondió su hermana con una mueca divertida -Gabby, ¿me llevarás a conocer algún día Atenas?
-¿Qué?
-Sí, tú una vez me dijiste que ibas a salir de Potedaia e ibas a ir a la Academia de Bardos que está en Atenas.
-¿Sí? Vaya, no me acuerdo de haberlo echo -le mintió su hermana.
-¡Ah! ¡No te hagas la desatendida! -le reclamó Lila con un puchero -¡Yo quiero ir contigo! No me quiero quedar aquí sola. No con papá.
-Lila... te lo prometo. Algún día nos iremos con mamá, no es justo dejarla con él -le prometió Gabrielle.
-Entonces... ¿me llevarás? -le preguntó ilusionada su hermana menor.
-Sí -le volvió a prometer, Gabrielle muy seriamente.
-Bien, es una promesa. -le dijo con una sonrisa Lila. Gabrielle asintió, correspondiéndole también con una sonrisa.

Las dos chicas se echaron nuevamente en el pasto, disfrutando del cómodo silencio que las embargaba. Las ovejas y las cabras pastaban tranquilamente ajenas a la promesa que se habían echo las dos hermanas.
Gabrielle volvió a sonreír, una vez que creciera se llevaría a su hermana y a su madre con ella. Las tres se irían a la capital de las artes y del conocimiento. No se quedarían aquí; no en éste pueblo aislado y amenazado por la futura barbarie de mercenarios y saqueadores.
Repentinamente una suave brisa trajo a Gabrielle un peculiar olor, el cual le resultaba altamente conocido... La chica al identificarlo se paró sorpresivamente.
El olor sin duda era de ella, sin embargo, éste iba acompañado por un fuerte hedor a sangre; sangre que no le pertenecía.

-Lila, quédate aquí... -le ordenó Gabrielle a su hermana.
-¿Qué pasa, Gabby? -le preguntó la niña, claramente asustada.
-Nada... no te asustes, pero los lobos vienen a atacar a las ovejas, creo que ya se llevaron a una.
-¡Qué! Gabrielle tengo miedo, ¡no me dejes sola! -le dijo la chica, mientras se echaba a temblar.
-No te asustes. Es Leiah. Ella no te hará nada, pero será mejor que vayas a dónde está Pérdicas. Él te cuidará.
-Bien, y tú ¿dónde irás?
-Iré a ahuyentar a los lobos -le dijo mientras miraba hacia el bosque.
-Hermana, ten cuidado. -le dijo Lila, mientras su hermana se dirigía hacia el bosque.

Gabrielle se adentró en lo profundo del bosque, el cual estaba sospechosamente callado. La joven trató de encontrar alguna huella que conduciera hacia la loba, pero no encontró nada; ni un sólo rastro del animal. Gabrielle soltó un gruñido, impotente al no poder dar con su amiga. ¿Sería posible que los lobos se hubieran adelantado? Temió la respuesta, pensando inmediatamente en su pequeña hermanita, la cual había dejado al cuidado de Pérdicas.
La chica asustadamente se volvió hacia el prado, corriendo con todas sus fuerzas. Algo iba mal, pues los lobos rara vez atacaban a las ovejas. Tenía que haber una razón muy poderosa, para que el clan de Leiah, volviera a tener contacto con los humanos.
La primavera pasada la mayoría de los aldeanos había puesto en peligro la vida de los lobos, casi habían extinguido a la raza de lobos griegos, todo por la cruel caza de sus pieles. Desde ese episodio, ningún lobo se había acercado a la villa, ni mucho menos a los campos de pastoreo. Algo debió haber ahuyentado a los animales, o algo les estaba quitando sus alimentos... algo o alguien era el responsable. Sin embargo, en los pastos la chica no vio a ningún canino, sólo sintió en el aire un fuerte hedor a sangre. Más bien dicho, sintió a Leiah cerca, con olor a sangre.
La chica siguió caminando, casi iba saliendo del bosque cuando de pronto sintió el familiar aullido de la loba. Gabrielle se giró y vio a Leiah herida, tenía todo su hocico herido, detrás de ella iban unos asustados cachorros de lobo. La niña se espantó al ver las heridas del animal. Trató de acercarse pero Leiah rechazó el primer contacto. La chica se asustó, temiendo que la loba le atacase.
Gabrielle se acercó una segunda vez y Leiah aceptó el consuelo, inmediatamente Cerberos se acercó a ella, gimiendo lastimeramente, la chica lo tomó entre sus brazos y lo trató de tranquilizar. El animal se dejó agasajar por el cariño ofrecido, lamiéndole toda la cara a la rubia niña. Gabrielle dejó a un lado al cachorrillo, acercándose cautelosamente a la madre, para verles las terribles heridas. La chica sonrió al ver que el animal se dejaba examinar, la pequeña se percató que Leiah tenía dos cortes profundos en la base de la cabeza, seguramente producido por una espada, la furia de Gabrielle no tardó en despertar, la chica se mordió el labio al ver que la herida se estaba empezando a infectar.

-Dioses... ¿quién fue el animal que te hizo esto? -le preguntó al canino. El animal simplemente respondió con un gemido adolorido.

Dado que la loba con suerte se podía mantener en pie, la pequeña no tuvo más remedio que levantar entre sus cortos brazos a Leiah. Gabrielle se veía muy cómica trayendo a un animal que claramente pesaba el doble que ella. Leiah la miró con una cara, cómo queriendo decir: "¿Qué demonios crees que haces?". La rubia simplemente miró al animal con una sonrisa irónica. Leiah soltó un bufido lastimero y cansado, pues la herida le dolía demasiado, y tampoco le apetecía discutir con una humana terca. Sería un gran desperdicio de energía. La loba agachó su cabeza y la apoyó en el hombro de la niña, dando así a entender su aprobación. Gabrielle se echó a reír, emprendiendo una divertida marcha, encabezada por ella y Leiah ésta última en los brazos de la humana, seguida de una correerilla de seis cachorros de lobo, todos iban marchando hacia el misterioso arroyo, el cual paradójicamente había servido cómo escondite de amor para su madre y la diosa Artemisa, hacía unos diez años atrás.

Un acto inverosímil de la vida, o una jugarreta de las Parcas. Nadie lo sabía con exactitud. Pero seguramente Ares y las Parcas se estaban partiendo de la risa a cuesta de Artemisa, sólo a ella se le ocurría permitir a su hija ir al rinconcito pasional entre su madre y ella. Definitivamente los dioses se estaban cagando de la risa.
El lago se encontraba cómo en muchas ocasiones anteriores; calmado y silencioso.
Gabrielle dejó al animal recostado cerca de la orilla del lago, rasgó un poco de su falda y la mojó en el agua fría. Estrujando bien el trozo de tela se dedicó a limpiar la herida del animal. Sonrió al ver que la herida no era tan profunda como para haber recurrido a los puntos, dio gracias a los dioses, pues la niña no tenía aguja e hilo, y mucho menos algo con qué haber improvisado.
La chica se levantó del suelo y se fue hacia un largo y robusto árbol, cortando un poco de su corteza. El tronco liberó después una extraña sabia de color blanco, tomó algunas plantas secas, depositando finalmente un poco de la sabia sobre ellas. Se acercó a unos extraños y peludos arbustos, extrayendo algunas de sus hojas, juntó todo lo recogido y lo llevó hacia una piedra, para posteriormente triturar las hojas y mezclarla con la sabia, probó un poco la mezcolanza dando su aprobación, cuando lo hizo se acercó hacia la loba, depositando sobre la cabeza la mezcla. Leiah aulló por el escozor, Gabrielle preocupada se dedicó a acariciar al animal.

-No te preocupes... voy a encontrar al que te hizo esto y lo va a lamentar... ahora descansa, aquí estarás a salvo.

La loba sólo la quedó mirando sufridamente. No fueron los del clan; tuvo que haber sido un humano, nadie más provocaba esas heridas. La chica se quedó un rato más con el animal, sin embargo, debía volver con Lila, además aún no estaba segura si las demás ovejas estaban a salvo. Solamente hizo amago de moverse al contemplar a la loba durmiendo, las hierbas que le había dado harían que ella durmiera profundamente hasta curarse. En este lago ella estaría a salvo, el único problema eran los cachorros, puesto que éstos requerían de atención; atención que en estos momentos su madre no les podría dar. La única solución sería encontrar al compañero de Leiah, el macho dominante de la jauría. La chica tragó en seco. Le daba mucho miedo acercarse a ese animal. Era el único en todo el bosque que se había atrevido a atacarle, sí la viera con sus críos no la contaría.

-Cerberos... tráeme el arco y la flecha -le ordenó Gabrielle al pequeño lobo oscuro, increíblemente él era el que más se parecía a su padre. La chica volvió a tragar, al menos con el arco se sentía un poco más segura.

El animal en un instante regresaba con un tosco arco sobre su hocico, la chica sonrió al ver los brillantes ojos que traía el lobezno, el pequeño animal movía la cola con total éxtasis, seguramente pensando que usaría ese palo para jugar.

-Lo siento compañero, pero hoy no podré jugar contigo. Tengo que llevarte hasta tu padre -el lobito puso cara de triste y luego se echó a lloriquear -¡Ey! ¡Nada de eso! Venga, llama a tus hermanos -le dijo, mientras apuntaba con el dedo a los demás cachorros.

Una vez tomado el arco. Gabrielle y la patrulla de lobeznos se dirigieron hacía las afueras del bosque, marchando todos rítmicamente. Cuando llegaron a la mitad del bosque la chica sintió un ligero peligro, tensándose enteramente.
Los pequeños se miraron entre sí, oliendo instintivamente el aire de su alrededor, cuando descubrieron la identidad de aquel aroma, menearon el rabo locamente y luego se dispusieron a aullar felizmente. Ya lo habían encontrado y sin necesidad de buscar tanto.
Gabrielle dirigió la mirada hacia unos matorrales y pudo ver como una figura amenazante se dirigía a ella. Era el padre de los cachorros, el cual a medida que se acercaba a ella, iba mostrando de a poco todos sus fieros y filosos colmillos. Gabrielle a pesar de estar temblando cogió firmemente su arco, tensándolo y poniéndose en guardia.

-No quiero lastimarte, sólo vine a devolverte a tus cachorros -le dijo al oscuro lobo -Vayan con su padre -les ordenó a los críos. Sin bajar ni un minuto la guardia. Los lobeznos reaccionaron y la obedecieron, dirigiéndose hacia donde se encontraba su padre.

El lobo le miró con cautela, sin embargo, había dejado de ladrarle y de gruñirle, el animal se relajó ligeramente al sentir a sus cachorros cerca y a salvo. Dándose finalmente la vuelta y dirigiéndose hacia lo profundo del bosque, la chica soltó aliento al ver que toda la tensión se había ido. La chica también se volteó y se dirigió hacia su propio camino. Sin saber que el lobo era en realidad su propia madre: Artemisa.

*****

Gabrielle al salir del bosque se encontró con una fogata apagada, también vio rastros de sangre, y unos restos de armaduras rotas, la sangre era claramente de Leiah puesto que la había olido al curarle la herida. La niña vio las huellas y calculó que el maldito bastardo no estaba muy lejos de aquí. Nuevamente la furia animal que llevaba retenida se despertó y esta vez no se aguantaría, acabaría con el sujeto. Haciéndole pagar cada una de las heridas sufridas de Leiah. Gabrielle tomó arco y flecha y se dirigió hacia las orillas del bosque, siguiendo las huellas marcadas sobre la tierra. El agresor no pudo haber avanzado mucho, puesto que a medida que la chica lo rastreaba veía sobre la tierra una considerable cantidad de sangre. El hijo de bacante se encontraba gravemente herido.
Gabrielle llegó hasta el final de las huellas; ya no habían más. La persona que había dejado los rastros, se había percatado de su error y seguramente las había borrado.
La chiquilla sintió unos ruidos provenientes de los arbustos, sintiendo el peligro, tensó todo su cuerpo y fijó toda su esmeralda mirada, la cual se volvía lentamente de un color ámbar. Estaba liberando al demonio y lo sabía. Ésta vez lo necesitaría.

-¡Quién demonios se encuentra allí! -gritó la muchachita, tensando aún más su arco y su flecha, preparada para disparar en cualquier momento -¡Más vale que salga o lo lamentará!

El ruido y el moviendo de los árboles volvieron a aumentar, Gabrielle estaba más que asustada, sin embargo, ese sentimiento se iba perdiendo a medida que su parte oscura iba despertando, tomando paulatinamente el control. El movimiento de los matorrales cesó, mostrando de pronto a una osa herida. Gabrielle la identificó al instante, relajándose momentáneamente. Ahí estaba la agresora. La osa tenía marcas de las mordidas producidas por Leiah y también el olor de su sangre. La chica soltó un suspiro frustrado, pues no podía cobrar venganza de un hecho que era totalmente natural. Los animales se casaban entre sí, para así poder subsistir. Era el ciclo de la naturaleza y nada podía hacer. Sin embargo ¿de quién demonios eran esas huellas que encontró? había una persona en el bosque, ¿pero quién?
Gabrielle emprendió la retirada y al salir del bosque se encontró con su respuesta. Ella había sido la responsable de las huellas y de la fogata, sin embargo, no lo había sido de las heridas de Leiah... ¿o sí?... había sangre en la espada de la guerrera.
Cuándo salió del bosque la niña se había encontrado con una chica no mucho mayor que ella, llevaba una rara armadura, muy fea para su gusto, tenía el pelo largo y oscuro. La joven era increíblemente alta y corpulenta, para nada parecida con ella, que era el doble de baja y seguramente el doble de débil. Gabrielle se acercó sigilosamente a ella, no estaba segura si la joven se encontraba dormida o desmayada. Prefirió ser cautelosa, no obstante, la chica no cogió su arma.
Sintiendo la presencia de alguien más, la guerrera se volvió inesperadamente hacia Gabrielle tomando rápidamente la espada. La más joven se llevó un buen susto por el veloz movimiento. Sin embargo, la chiquilla siguió caminando con cautela.

-No soy tu enemiga... -le dijo Gabrielle.
-¿Quién eres tú? ¿Y qué haces aquí? -le preguntó la mujer entre amenazante y desconfiada.
-Bueno esas son dos preguntas... -le dijo bromeando la chica. La guerrera no cambió su postura. La chica suspiró profundamente. Por eso detestaba a los guerreros, los encontraba amargados y aburridos, aparte de apestosos -Me llamo Gabrielle y vivo aquí. Ahora que te respondí, dime quién eres tú y qué haces por aquí. Este bosque no es el un lugar seguro para ti.

Increíblemente y para su sorpresa, la joven sonrió, aunque el gesto venía acompañado de un deje de ironía.

-¡Vaya, mira quién habla! -le dijo con sorna la guerrera -¡Que haces tú aquí! No deberías estar jugando con tus muñecas o algo por el estilo. En vez de andar explorando bosques peligrosos.

Gabrielle le dedicó una mirada de enojo, pero se aguantó y la ignoró.
Quién demonios se creía esa mujer, sólo la llevaba por algunos diez años o más. La rubia se fijó en la mugrienta guerrera. Sin duda que era apuesta. Tenía unos clarísimos ojos azules, muy parecidos a los de su madre, sin embargo, ellos eran de un color más profundo, mucho más frío. Los ojos de esa mujer se parecían mucho más al frío hielo que al apacible cielo.

-No eres tan mayor que yo ¿sabes? -le reprochó la niña.
-¿Ah sí? ¿Cuántos años tienes?, ocho; siete... -le dijo la joven.
-Diez años.
-Pues déjame decirte que eres demasiado enana para tener diez años -le dijo la mujer con sorna.
-¡Vete al Tártaro! -le gritó enfurecida Gabrielle.

La joven sólo se echó a reír, pero al hacerlo le dolieron las costillas y parte de los muslos. La chica soltó un gruñido al sentir las oleadas de dolor. Gabrielle al oír el ruido de la joven, se acercó a ella olvidando cualquier deje de cautela.

-Déjame ver... -le dijo la rubia a la morena.
-¿Qué... qué crees que haces? -le dijo la chica al ver cómo Gabrielle se le acercaba y le examinaba los costados y el vientre.
-Ver tus heridas... ¿Qué? ¿Acaso eres tan idiota al no saber que te encuentras lesionada? -le dijo la chica con una sonrisa burlesca. La morena le dedicó una mirada asesina -Y no me mires así que no me das miedo.
-¿No? ¿Acaso no me conoces chiquilla? -le preguntó la mujer clavándole sus asesinos ojos azules.
-No, puesto qué todavía no me dices el tuyo -le dijo inocentemente la chiquilla -Mm. Sabes esto tiene que coserse... digo la herida del vientre... o sino se infectará, lo demás son meros ras piñones.
-¿Ah? Además de exploradora, eres sanadora. Mmm. Chica lista, para ser enana, eres bastante habilidosa.
-Y tú, para ser una guerrera, eres bastante llorona. Quejarte por tres ras piñones.

La chica gruñó con fuerza, pero Gabrielle ni se inmutó, increíblemente la más pequeña no le temía, grave error, pues si supiera su verdadera identidad, se cagaría de miedo, sin embargo, y por alguna extraña razón le gustaba la chiquilla; le había caído bien esa frescura e inocencia.

-Oye tú, chica misteriosa. Levanta, necesitas que alguien vea esas heridas, te llevaré a ver a algún curandero. -le dijo Gabrielle.
-No... estaré bien. -contestó rotundamente.
-Además de ser insoportable, grosera, odiosa y llorona. Eres una terca. ¡Wow, que currículum! -le molestó Gabrielle.
-¡Ey! ¡No te pases niña! -le advirtió la chica.
-Está bien, entonces no tendré más remedio que ver yo misma esas heridas.
-¿Qué? ¡Ni hablar, no entregaré mi vida a una niña estúpida como tú! -le dijo la mujer.

Gabrielle contó hasta diez, tratando de aguantar la ira, preguntándose el por qué no dejaba botada de una buena vez a esa insoportable mujer. La chica fijó nuevamente su mirada en la joven que tenía enfrente, encontrando la respuesta sin necesidad de buscarla: "Porque estaba herida y no podía dejarle a la deriva. Por muy desagradable que fuera la mujer, no podía abandonar a un ser que sufría". ¿Hasta dónde la iba a llevar esta debilidad?

-Mira, te quedarás oculta en mi casa, hasta que te cures, nadie lo sabrá, pero necesito ver las heridas, y no me discutas. -le dijo Gabrielle tercamente.
-¿Por qué me ayudas? Podría matarte en éste mismo momento -le preguntó la morena incrédula por la ayuda ofrecida.
-No creo que lo hagas, sí no lo hiciste antes no lo harás ahora. Además, como te dije antes; tú estás herida. Eres idiota; lo sé, pero no creo que lo seas tanto cómo para dejar que esa herida se abra más. ¿O, sí? -le dijo la chiquilla, llevándose ambas manos hacia las caderas.

Xena suspiró profundamente, la chiquilla tenía razón, por alguna extraña razón no la había matado, además la joven no parecía ser un peligro, al menos no ahora. Además ¿qué demonios le podría hacer una torpe niña de diez años? Se preguntó la mujer. <<"Las mismas cosas que hiciste tú a su edad">>. Le respondió su conciencia. Fijó un momento la mirada en Gabrielle, y lo que vio en sus ojos fue sinceridad y compasión; sentimientos que no había visto en otro ser humano, desde hacía ya mucho tiempo; desde que Lyceus vivía.

-Está bien, sólo hasta que me veas estas malditas heridas, pero sí se me acerca aunque sea una persona los mataré y eso te incluye a ti. -le advirtió con una mirada asesina.
-Entendido. Ahora lo más importante son examinarlas.
-No sé en qué me puedes ayudar. Sólo eres una niña.
-¡Oh!, ya verás, no soy tan inútil como crees -le dijo mientras se acercaba a ella y la trataba de levantar entre sus brazos.
-¡EY! ¡Puedo sola! -le dijo la mujer.
-Vale, pero tenemos que caminar, mi casa queda por allá; después de esas colinas.
-¡Oh, Mierda! -se quejó la chica.

Gabrielle se echó a reír largamente, para luego acercarse a la morena, apoyando su cuerpo para que la joven se posara sobre ella.

-Aún no me has dicho tu nombre.
-Layna... -dijo no muy segura -Mi nombre es... Layna.
-Bonito nombre... mucho gusto Layna, me llamo Gabrielle.
-¿Gabrielle? Ese nombre no es muy común ¿Qué significa? -le preguntó Layna al ver que ambas llegaban a una Villa, la cual identificó como Potedaia.
-Fuerza de Dios... -le susurró la chica con un tono apagado -¡Mira, ya llegamos! Mmmm, cómo no quieres público tendremos que dar la vuelta.
-¿Qué? ¿Estás bromeando? -le preguntó asustada Layna, aunque no dejó escapar la tenue tristeza que aún conservaba Gabrielle.
-Nop, no quiero morir a manos tuyas... -le dijo pequeña con una mirada irónica. -Y tú no quieres que nadie te vea, ¿oye, tu estúpida cabeza, vale mucho? -le preguntó la niña.

Xena la miró con desconfianza una vez más, si supiera Gabrielle la realidad... A pesar de sus cortos dieciséis años. La cabeza de Xena estaba entre las más buscadas y apetecidas por los nobles, mercenarios y gente humilde.

-Pues que pena, porque tendrás que quedarte con ella, al menos hasta que permanezcas conmigo -Continuó Gabrielle con sarcasmo -¡Ey, qué pesas! Ayúdame ¿quieres? Coopera.

Xena soltó un bufido, cómo Tártaro se dejó convencer por esta loca campesina. Estaba demente muy demente. La morena cargó su cuerpo en Gabrielle y siguió caminando. Lo que necesitaba en estos momentos era dormir; dormir y dormir. Hasta que su cuerpo se sanara por completo. Después iría por Cortese y lo mataría a sangre fría, tal cuál cómo lo había echo él con su hermano menor. No obstante, esta vez no iría como una inmunda campesina, sino cómo la elegida de Ares. Pero en estos momentos necesitaba descansar y bien sabía los dioses que aprovecharía la ayuda de esta tonta e inocente niña; niña que perfectamente pudo haberla matado. Eso la guerrera lo ignoraba completamente.

-Bien, ya llegamos -le dijo Gabrielle, mientras se acercaba al redil abandonado de Aeotos. No era tan estúpida para llevar a una sangrienta aunque joven guerrera hacia su hogar.

Gabrielle abrió como pudo el viejo establo y recostó a Layna en un sucio camastro. Layna soltó un gemido de dolor por la brusca caída, mirando con rabia a la más pequeña. Gabrielle se disculpó con una mirada avergonzada y luego se dedicó a preparar las cosas. Necesitaba lavar la herida que tenía la guerrera en el vientre, también necesitaba aguja e hilo para coserla, además de unas cuantas hiervas curativas. Calculó cuáles eran los materiales que tenía a mano, fijándose posteriormente que sólo le faltaban la aguja y el hilo, tendría que ir a su casa por el material. Viendo qué cosas faltaban y qué no, la chica se dedicó a limpiarle la herida a la morena.
Xena solamente la miraba en silencio, asombrada por la habilidad y por la delicadeza de la niña, sin duda las habilidades de Gabrielle serían muy útiles para ella y para su ejército.

-Bien, necesito algunas cosas... -le dijo la niña, mientras le vendada la herida del vientre, para que no se infectara -Tú no te muevas. ¿De acuerdo?
-Como si pudiera... -le dijo Xena soltando un resoplido. Gabrielle sonrió cansadamente.
-Iré a casa, pueda que tarde... no quiero que salgas.
-¡Ey! ¿Me estás ordenando chiquilla?
-No, sólo quiero que esa herida no se abra más, aún me falta coserla, después puedes hacer lo que tú quieras -le dijo la niña molesta, tenía que ir a ver a su hermana, quien era claramente más importante que esta grosera guerrera.

Xena parpadeó sorprendidamente. Medio ejército y medio país estaba bajo el yugo de su poder. Casi toda Grecia le temía, y sin embargo, ésa pequeña ni siquiera se inmutaba ante ella. Esa era la ventaja de desconocerla, de no saber quien era ella en realidad. La jovencita ni siquiera sabía que estaba protegiendo a su principal enemigo.
Las Parcas se habían vuelto locas al unir los destinos de ella y de ésa pastorcilla.

*****

Gabrielle salió sigilosamente del establo, dirigiéndose hacia su propio redil, se sorprendió al ver que las ovejas estaban en sus respectivos sitios. Gabrielle se asustó por Lila. La niña no pudo haberlas guardado por su propia cuenta, pues su hermana era muy pequeña para poder controlar sola a todas esas locas ovinas. Debió ayudarle alguien, posiblemente Pérdicas o tal vez... su... padre... Si hubiese sido él, estaba muerta y condenada, no se salvaría de un buen castigo, la niña no estaba segura si esta vez su parte animal aguantara nuevamente los golpes...
Gabrielle caminó rápidamente hacia su casa, sus pies se movían temblorosamente, sintiendo que cada paso que daba era igualmente similar a los rápidos latidos que daba su corazón. La muchacha suspiró profundamente, abriendo lentamente la puerta de la cabaña. Cuando se asomó se sorprendió al ver que ésta se encontraba silenciosa, nadie estaba en la casa, el vacío de la casa no hizo más que aumentar su preocupación, se dirigió hacia la modesta cocina para ver si su madre se encontraba allí, cuando se acercó al lugar vio algo que le partió el corazón. Hécuba se encontraba sentada con la cabeza gacha, tocándose la cara con aire de ausencia, la pequeña niña sintió que un gran nudo en la garganta se apoderaba de ella, al acercarse a su madre, vio en ésta un gran moretón, producido tal vez por un fuerte bofetón. Hécuba tenía también un labio partido, el cual tenía leves rastros de sangre secos. La niña sintió que la pena se convertía poco a poco en rabia; y ésta en odio.

-Madre... -le llamó la niña con voz apagada.

Hécuba no reaccionó del todo, sólo se limitó a estremecerse por el sutil contacto de Gabrielle. La niña se preguntaba por qué su madre aguantaba tales tratos de su padre. Ninguna mujer merecía recibir esas atroces golpizas, menos un ser tan cariñoso y preocupado como lo era su madre.

-Fue él... ¿cierto?... Él te pegó otra vez -le preguntó la niña.

La mujer de más edad levantó avergonzadamente la cara, trayendo consigo unas humillantes y sufridas lágrimas. No fue necesario responder, Gabrielle sabía la verdad. Hécuba agarró a su hija y la abrazó con fuerza, ambas; madre e hija se pusieron a llorar. Una por vergüenza y degradación, pues se sentía humillada al mostrar los golpes ante su pequeña hija. Mientras que la otra sentía ira, impotencia y sobretodo dolor, al no poder hacer nada al respecto, aunque en realidad contaba con la suficiente fuerza para matar a su padre, pero no era lo correcto. Pese a que ese brutal hombre fuese un hijo de bacante; seguía siendo su padre.

-Madre... yo... -le dijo Gabrielle -Fue...
-No hija... tranquila... pasará; pasará.

La niña se alejó del abrazo de su madre y negó con la cabeza, eso nunca pasaría, su padre jamás dejaría de golpearles y en eso la chica estaba consciente, no podía permitir que esto siguiera pasando; si lo hacia; no quedaría nada de su madre y la pequeña no estaba dispuesta a perderla a ella o Lila por las brutadeheses de su padre.

-No, madre, no pasará, y lo sabes... -le dijo Gabrielle.
-Gabrielle. Olvidemos estos, sólo fue... tu padre...
-¡No lo justifiques! -le gritó con rabia la pequeña -¡No soy tan tonta para creerme excusas que no tienen sentido! Madre él empezó con esto, ¿después qué seguirá?
-Gabrielle eres muy pequeña aún no comprendes como es el mundo...
-Lo soy, pero no soy tonta; sé muy bien que está malo pegar a alguien -le cortó la niña -¿Dónde está Lila? ¿Le pegó a ella también? -le preguntó con rabia. Hécuba simplemente negó con la cabeza.
-No, ella está en durmiendo. Pérdicas la trajo. Dijo que tú te habías ido a espantar a los lobos. ¿Qué pasó hija? No te había dicho que no te acercaras al bosque -le regañó su madre.
-Lo siento... Madre, no quise preocuparte, no me acerqué a él, sólo fui a ahuyentar a los lobos. ¿Padre no ha dicho nada? -preguntó temerosa.
-No, ha salido, después de que te marcharas, y no creo que llegué esta noche.
-Me alegro. Así pasaremos buena noche -le dijo la niña.
-¡Gabrielle! -le llamó su madre.

La chica se giró y vio en los ojos de Hécuba un sincero agradecimiento. La chica simplemente sonrió, se acercó hasta la madura mujer y le besó la frente, no si antes tomar lo que necesitaba con urgencia.

-¿Para qué quieres la aguja y el hilo? -le preguntó su madre.
-Mmmm, para zurcir mi falda, eh... me... me la rasgué al regresar de los prados -mintió la niña.

La pequeña salió y se dirigió hacia el redil de Aeotos, llevando a parte de las agujas; una vasija con agua limpia y un poco de comida para la indispuesta.
Cuando llegó no se sorprendió de ver a Layna afilando su espada. La chica tenía actitudes de guerrera hasta los codos. Gabrielle la quedó mirando totalmente abstraída de sus propios pensamientos. La morena tenía una magnitud que le atraía y que a la vez le preocupaba, a sus cortos años, Gabrielle había aprendido en no confiar completamente en los guerreros, claro que habían guerreros que se eximían de la regla, como por ejemplo; el joven Hércules, que a pesar de ser hijo de un dios, era súper amable y justo. Sin embargo, no todos ellos eran como él. Y la mujer que tenía enfrente suyo era un preciso y perfecto ejemplo.

-¡Ey!, Chiquilla... ¿qué haces parada como una imbécil? -le preguntó la morena.

Definitivamente no era como Hércules, ésta mujer era una completa idiota y una grosera.

-Siempre tienes que ser tan agradable ¿Mm? -le preguntó con sarcasmo Gabrielle, trayendo consigo la comida y los materiales de curación. -A ver, déjame revisarte la herida -le dijo, mientras le quitaba el vendaje, se sorprendió de ver que la herida se curaba con rapidez. ¿Acaso esta mujer era medio mortal? Gabrielle la quedó mirando fijamente.
-¿Qué? -le respondió Layna con un ceño fruncido.
-Nada, te curas deprisa.
-Debo hacerlo, soy guerrera.
-Mmmm... -le respondió ausentemente la niña.

Xena vio su mirada ida y triste; preguntándose qué demonios le pasaba a la chiquilla en realidad. Pero decidió no preguntar. Gabrielle trabajaba ausente y concentradamente en la herida de Layna. Limpiando y desinfectando cuidadosamente la herida de la morena. Cuando terminó con la limpieza, se dedicó a echarle a la herida una extraña mezcla de agua y hiervas. Xena se quejó ante el escozor de la herida. Gabrielle le miró divertida, diciéndole a la mujer que era más llorona que su hermanita Lila. Teniendo como resultado un gruñido procedente de la guerrera. La rubia ignoró completamente a la morena, dedicándose a coser la herida, tratando de hacer los puntos pequeños para que no le quedara una cicatriz tan fea, aunque por lo insoportable que ésta era se arrepintió de no haberlo echo. Layna se impresionó al no sentir el dolor de los puntos que Gabrielle le propinaba. Al principio cuando sintió el escozor de las heridas, pensó que la chica la trataba de matar, pero después de la dolora ardida sintió que la herida se adormecía. Seguramente la chica había utilizado algún tipo de ungüento para que no le dolieran tanto los puntos. Definitivamente la chiquilla era un talento desperdiciado en este pueblucho de mala muerte.
Al principio su plan era venir a saquear esta villa, sin embargo, éste era un pueblo pobre. No tenían dinero, con suerte se sustentaban en la agricultura, y ni siquiera aprovechaban los recursos del bosque. Los aldeanos no lo tocaban porque creían que era territorio de Artemisa, sin embargo, ella entró y jamás sintió la presencia de la divinidad. Todos eran unos tarados al creer en semejantes estupideces, al parecer no era la única que pensaba así, puesto que la niña que tenía enfrente hacía lo mismo que ella. Se había sorprendido de ver a una niñita en la espesura de ese bosque, ella misma se había llevado un buen susto con lo animales que había en el interior del boscaje. Sin duda la niña que tenía enfrente era toda una caja de sorpresas. Muchísimo más misteriosa de lo que era ella misma.

-Bien, ya he terminado, creo que para mañana estarás como nueva -le dijo la pequeña, mientras cortaba con una daga pequeña el hilo y se dedicaba a vendar la herida.
-Gracias -le respondió Layna muy sorprendida de haberlo dicho. Gabrielle asintió con la cabeza, sin embargo no le dijo nada más.
-Te traje algo de comida, debes reponer fuerzas. Ahora debo irme -le dijo Gabrielle secamente. Estaba preocupada por su Padre, no deseaba que la viera salir de este redil. Layna se quedó sorprendida por el cambio de la niña. La chica se había marchado sin siquiera dejar que ella dijera algo. Por primera vez la morena se sintió frustrada. Seguramente Ares debía de estarse partiendo de la risa a cuestas de ella.

*****

La jornada en Potadaia había transcurrido tranquilamente, y sin ninguna anormalidad. El día estaba igual de despejado. El cielo estaba acompañado con las mismas escasas nubes, la cuales desfilaban desganadamente por el claro cielo. La única irregularidad que rompía con la rutinaria vida de la villa, era que su padre aún no aparecía. Era media tarde y Heródoto no daba señales de vida, sin embargo, eso no les preocupaba ni a ella ni a sus demás familiares, al contrario daban gracias a los dioses o a quién fuera de no ver esa demacrada cara.
Gabrielle cuando regresó del redil abandonado se había ido directo hacia la habitación de su madre, para ver cómo se encontraba. La niña le dio gusto; al ver que su madre dormía tranquilamente. Para posteriormente adentrarse a su propia habitación. Despertó a su hermanita Lila, y ambas fueron a dormir con su madre. Hécuba se había despertado asustada al creer que era su marido, pero al ver a sus pequeñas haciendo leves pucheros; pucheros que no creyó por completo. La mujer se echó a reír, invitándolas a dormir con ella, y así habían pasado la noche, durmiendo placenteramente, sin sentir el miedo de ver a su padre. Gabrielle sólo salió de su casa al asegurarse de que su padre no llegaba aún. Antes de irse a los pastos se dirigió hacia el redil que se encontraba abandonado y se desilusionó un poco al no encontrar a Layna, se extrañó mucho al sentir una rara emoción de pérdida y también de rabia por la guerrera, pues ésta se había marchado sin siquiera despedirse de ella. La chica no dio importancia al sentimiento. Se fue del lugar y se dedicó a subir a los pastos, y por primera vez Lila no decidió subir con ella. Gabrielle y su madre se quedaron atónitas al escuchar que ésta prefería acompañar a su madre al mercado. Gabrielle y Hécuba estuvieron todo el desayuno molestando a la pequeña, la cual no las tomaba en cuenta. Gabrielle cómo era habitual en su comportamiento; despistada como ella misma, ignoraba que en dos días más habría Luna Llena marcando así la llegada del solsticio de primavera, es decir; su cumpleaños.
La chiquilla sonrió al sentir el cómodo silencio, se inquietó al no sentir a nadie allí arriba, sólo habían algunos niños. También se extrañó de no ver a Pérdicas a quién debía agradecer por haber cuidado de Lila, ambos estaban prometidos en matrimonio. Cómo era habitual; su padre lo había decidido por ella. No obstante, así funcionaban las cosas en la aldea y en cualquier otra. Los matrimonios eran siempre arreglados según la conveniencia de los padres, sin necesidad de que los prometidos sintieran amor, y así era como se sentía la niña. Gabrielle estimaba a su amigo, pero no le gustaba... bueno aún era muy pequeña para poder dimensionar lo que era realmente el amor. Los bardos siempre lo describían cómo algo que te llenaba por dentro; que te satisfacía; que te completaba, pero ella no sentía eso por Pérdicas, no lo veía como un todo, no sentía esa emoción que se debía sentir cuando lo miraba a los ojos. No sentía lo que los bardos relataban.

-¡Ey, Gabrielle! -le llamó un chico moreno.
-Pérdicas -le respondió la niña -Justo estaba pensando en ti.
-¿Sí? -le preguntó el chico ilusionado.
-Sí, quería darte las gracias por haber llevado a Lila a casa.
-De nada... y dónde está ella.
-Fue al mercado con Madre. No sé que le pasó. Lila odia ir al mercado.
-Tal vez fue... -le trató de explicar Pérdicas, pero conociendo a la niña, de seguro que no lo sospechaba; su hermana había ido a comprarle algún regalo -Olvídalo, tal vez le dio con el bichito de las compras.
-Mmmm, sí claro.
-Oye, toma -le dijo el niño dándole una rosa a la pequeña rubia. Gabrielle lo recibió torpemente, sonriéndole cariñosamente. Pérdicas siempre era así de atento con ella.

Gabrielle miró al niño, el cual le sonreía con ternura y vergüenza. Volvió a preguntarse el por qué no sentía esas mariposas en el estómago o algo parecido por el muchachito, el cual se veía claramente interesado en ella, a demás el niño no era feo. ¿Sería que ella era una especie de bicho raro al que no le gustaban los chicos o algo por el estilo? La niña frunció el entrecejo. No; no era eso, puesto que el último bardo que había llegado a la villa le había cautivado con su poesía y sus heroicas historias. La chica se acercó al tímido niño, dándole un suave y corto beso en los labios. Pérdicas le miró con cara de asustado y poco a poco se puso a sonrojar.
"Porque todavía eres un niño, Pérdicas". Pensó la niña. Un niño tierno al que ella apreciaba, tal vez algún día se enamoraría de él, a lo mejor estaba tan acostumbrada a la presencia del niño que no lo valoraba como realmente debía.

-Yo... Mm... debo irme... mi... mi padre... me espera -le dijo Pérdicas con nerviosismo. Gabrielle asintió compresivamente.
-Adiós -le dijo simplemente la niña, riéndose con las torpezas de su amigo. La chica volvió a costarse sobre la hierba, ignorando completamente lo que estaba sucediendo en la villa.

*****

Talos había tocado la campana con fuerza, el ejército Aeneas se iba acercando peligrosamente con mayor prisa. No era posible que algún aldeano de Potedaia hubiera ocultado a la Princesa Guerrera. Todos sabían cómo era esa mujer. Aquella arpía había matado a sangre fría a Heródoto, al pobre lo habían encontrado muerto cerca del mediodía. El hombre había sido brutalmente asesinado, con serios latigazos por todo su cuerpo y también había sido estocado en la estómago. Ahora la desgracia se sumaba con el desastre de Potedaia, puesto que la villa sería el punto de discordia entre el mercenario Aeneas y la Princesa Guerrera.
Todos los aldeanos huían con terror, tomando las pocas pertenencias que podían llevar, algunos iban con carretas y otros simplemente con lo puesto, nadie se había imaginado que algún día Potedaia sería atacada por Xena, sin embargo, eso demostraba lo impredecible que podía ser la mujer.
Hécuba caminaba con rapidez, dirigiéndose hacia los campos para buscar a Gabrielle. Sólo le rogaba a Artemisa que su hija se encontrara a salvo. La noticia de la muerte de Heródoto le llegó con total sorpresa, por mucho que odiará al hombre nunca imaginó que su destino le llegara así con una muerte tan dolorosa. Al principio por la descripción pensó que pudo haberse tratado de la Diosa, sin embargo, no lo fue; Xena había sido la culpable. Un borracho que había sobrevivido al ataque la identificó. Describiendo a una mujer de ojos azules, la cual llevaba un singular Chakram. Además varios aldeanos habían visto a la joven en el bosque, lo que no entendía era qué la Diosa Artemisa fuera capaz de darle el pase a Xena. Posiblemente la deidad había sido disuadida por Ares, o tal vez la misma chiquilla era una atrevida que no tenía ningún respeto a los dioses.
La mujer; asustada emprendió marcha con Lila hacia los prados, la pequeña iba llorando con rabia y con cierto temor de saber que nunca más volvería a estar en la aldea. Vio a Gabrielle durmiendo apaciblemente en los campos, ajena a la cruda realidad de abajo. Lila al ver a su hermana, le llamó amargadamente, corriendo hacia sus brazos. La pequeña rubia despertó de su sueño; asustada al escuchar el lastimero grito de su hermana menor. Vio que la pequeña corría desesperadamente hacia ella. La rubia se asustó al creer que le había pasado algo a su madre, pero al verla allí se tranquilizó ¿Qué demonios ocurría entonces?

-Lila, cálmate ¿qué pasa? ¿Por qué lloras? -le preguntó a la más pequeña. Lila se echó a llorar aún más. Confundida, Gabrielle dirigió una asustada mirada a su madre. -Madre ¿qué sucede? ¿Por qué están aquí? ¿Por qué llora, Lila? -le bombardeó con preguntas Gabrielle. Hécuba aspiró aire hondamente y soltó la cruel noticia.
-Hija... a tu... padre... lo han asesinado... -le dijo la mujer al borde de las lágrimas.
-¿Qué? -le preguntó la chica con sobresalto.
-Xena... lo mató... no lo sé con exactitud... a él... lo encontraron muerto cerca del bosque. Pero eso no es lo más importante, Hija debemos irnos de aquí; el ejército de Aeneas viene hacia aquí y el de Xena... también...
-No... no puede... ser... -dijo la niña, mientras se caía al suelo. Esto tenía que ser una pesadilla; una cruel y pésima broma... su padre muerto... la villa a punto de ser saqueada. Todo por culpa de esos malditos ladrones.

Gabrielle reaccionó del pasmo sufrido. Tomó entre sus brazos a su hermana y se encaminó hacia la aldea, tal vez sería una locura, pero no entregaría su hogar a esos bárbaros, aunque muriera en el intento, acabaría con esa mujer guerrera, se juró a sí misma hacerlo, no por su padre, sino por las vidas de múltiples inocentes.

-Gabrielle ¿a dónde supones qué vas? -le dijo su madre.
-A la villa, no pienso que esto se quede así.
-¡Estás loca, niña! -le dijo deteniéndola en seco -Gabrielle, esto no se trata de simples ladrones; se trata de ejércitos de mercenarios.
-Pero madre...
-No podemos hacer nada. Hija, me siento tan impotente cómo tú, pero nosotros somos simples campesinos, nos matarían en un santiamén. Ahora debemos irnos.

Gabrielle le siguió resignadamente, su madre tenía razón ¿qué podría ser ella? Ni loca podía vencer a medio ejército sola, mucho menos podía vencer a la Princesa Guerrera. Sin embargo, el odio perduraría con ella para siempre. Jamás olvidaría este día. Encontraría a Xena y la haría añicos. Ahora su prioridad era su familia; su madre y su hermana.
Las tres mujeres se introdujeron en el espeso bosque, bajó la atenta vigilancia de uno de los soldados de Aedos.
Una pequeña cuadrilla había entrado por esta ruta, sin embargo, la mitad de los guerreros que se habían internado en él; fueron asesinados por una particular jauría de lobos salvajes. Éste último se había salvado de puro milagro.
Gabrielle al presentir que alguien les estaba siguiendo, ordenó a su familia caminar más rápido. Lila y Hécuba se miraron confundidas por el repentino comportamiento de Gabrielle. La pequeña miraba hacia todos lados, cómo queriendo encontrar algo, no obstante, las dos mujeres decidieron no preguntarle de qué se trataba, sólo se dedicaron a obedecerla y sin decir ni una palabra al respecto, caminaron tal como se lo había ordenado la pequeña. Gabrielle echó de menos a su arco, al menos se sentiría más segura con él. De pronto la chica se detuvo reconociendo el lugar. Estaban cerca del sendero. Hécuba también lo hizo. Éste había sido el camino que ella había recorrido cuando era más joven. La rubia decidió que no era seguro seguir por la misma vía, puesto que había un sospechoso siguiéndolas. La chica soltó un silbido y al instante aparecieron unos cuántos lobeznos, todos eran las crías de Leiah, la niña se sorprendió mucho al ver a la misma loba salir de los matorrales. La cual traía un extraño arco y un estuche de saetas en su hocico.

-Hay alguien en medio de los arbustos... -le susurró la pequeña a la loba, tomando el arma ofrecido por el animal. Leiah captó la idea y se fue a atacar al extraño. El soldado salió al instante muerto de miedo. Gabrielle tensó el arco y lo puso justo enfrente de él -¡Qué demonios quieres! -le gritó la chica, tensando aún más el arco. Lila y Hécuba se pusieron al instante a espaldas de la niña.

EL soldado simplemente se quedó en silencio, más muerto de miedo por el lobo que por la niña.

-Repito... ¡Qué demonios es lo qué quieres! -le preguntó Gabrielle.
-Salir de este bosque... -le dijo el soldado -Las estaba siguiendo para así poder salir.
-¡Dame tu espada! -le ordenó la chiquilla. El hombre se quedó estupefacto al ser consciente de quién era la persona qué se lo ordenaba.
-¡Estás loca, niña! Ni muerto entregaría mi espada. ¡Ahora ven conmigo y me dices cómo mierda salimos de aquí! -le gritó. Acto seguido el hombre recibió una fuerte mordida de Leiah. Y una veloz flecha que casi le dio en la garganta. El hombre se quedó muerto de miedo al ver quién era el responsable de ese certero tiro.
-A la próxima, ten por seguro que no fallaré. ¡Sal de aquí y si nos sigues te juro que te mataré! -le advirtió Gabrielle. El hombre salió chillando desesperadamente. Si supieran los demás qué casi estuvo a punto de morir en manos de una niña de diez años, lo humillarían hasta el mismísimo Tártaro.
-Wow, hermana, estuviste asombrosa, no sabía que pudieras utilizar el arco -exclamó la niña. Gabrielle sonrió ligeramente, mirando por primera a vez a su madre; tenía muchas preguntas que hacerle.
-Será mejor que nos marchemos, no podemos quedarnos aquí -le dijo Hécuba a ambas niñas -Hija no sueltes ese arco -le dijo a la rubia -Creo que ha sido un regalo de Artemisa.

Gabrielle asintió levemente asombrada, pues nunca había tenido contacto con la diosa. Miró el arco y se percató que estaba fabricado de plata, material exclusivo de la deidad. Eso quería decir que este bosque era realmente propiedad de la diosa. Entonces, ¿por qué nunca le había visto por aquí?, ni siquiera había un templo, para adoración. Todo esto era muy extraño. La chiquilla siguió avanzando, caminando todo el tiempo con paso alerta... Desde un alto árbol; Artemisa les dedicaba una mirada traviesa a su hija y a su madre.
Estaba oscureciendo y sin embargo, las tres mujeres aún no habían salido del espeso bosque. Hécuba encendió una fogata y recostó a Lila cerca del fuego, la noche estaba helando. Las tres temblaban un poco. Desde el encuentro con el soldado que las mujeres no hablaban; cada estaba ensimismada entre sus propios pensamientos. Para ellas todo había sido muy rápido; la muerte de Heródoto y la devastación de Potedaia. Todo había sucedido en un lapso tan veloz que ni siquiera les dio tiempo para procesar por completo la información.

-Madre... a dónde iremos... -le preguntó Lila, mientras se quedaba dormida.
-Shusss... duerme, querida, mañana lo sabremos -la niña instantáneamente obedeció, quedándose profundamente dormida -Deberías hacer lo mismo... -le dijo a Gabrielle.

La chica simplemente negó con la cabeza, por muy cansada que estuviese, la niña tenía que proteger a su familia. Ahora que su padre no estaba con ellas; debía ser fuerte.

-No, descansa tú, madre -le dijo Gabrielle. Debía ser fuerte.
-Hija, tienes que reponer fuerzas, mañana será un día duro, tendremos que caminar mucho.
-Madre, no te preocupes por mí. Leiah se quedará haciendo guardia conmigo -le dijo mientras acariciaba al animal. Hécuba miró al canino. No era Artemisa, sus ojos no tenían ése singular color: dorado verde-ámbar.
-Bien, pero también descansa -le dijo la mujer, echándose al suelo mirando hacia el cielo estrellado, buscando con la vista a La Luna, la cual le faltaba poco para mostrar toda su redondez. Gabrielle se fijó en los ojos soñadores y tiernos que tenía su madre, siempre lucían así cuando miraba todas las noches a la luna. En especial cuando ésta estaba llena.
-Madre... -le llamó cautelosamente Gabrielle. Hécuba fijó su atención en Gabrielle, esperando a que ésta continuase -Hace tiempo que yo... quería hacerte una pregunta.
-¿Sí? ¿Y qué es, hija?
-Yo... no... soy... yo no soy hija de padre ¿verdad? -Hécuba abrió los ojos totalmente sorprendidos.
-Gabrielle... pero qué cosas dices, claro que lo eres -le dijo su madre.
-Madre... no me mientas; lo sé... siempre lo he sospechado. Yo soy...

Hécuba se levantó de su sitio y se fijó en la pequeña que tenía enfrente. Gabrielle tenía una carita de pena y de dolor que hizo que todo su cuerpo se pusiera a temblar. No fue capaz de seguirle mintiendo.

-No... no lo eres, yo...
-Madre soy hija de un... ¿Dios?

La mujer de más edad se quedó muda, qué podría decirle a Gabrielle: "¿Qué fue concebida por el amor y la pasión de dos mujeres?"; eso la niña no lo entendería, sin embargo, no podía seguirle negando la verdad de su concepción; la verdad de quién era ella en realidad...

-No... -mintió la mujer. Que Artemisa le perdone, pero no podía decirle la verdad, no ahora. Gabrielle era muy pequeña. Además la misma diosa se negaba a presentarse en frente de ella -Eres hija de alguien a quién amé hace muchísimo tiempo. Pero el murió en una guerra. Era soldado...
-¿Cómo se llamaba? -le preguntó la niña.
-Eso no tiene importancia, Gabrielle... ahora descansa.
-Quiero saberlo, madre, por favor; quiero saber quién soy en realidad. Dime, ¿era arquero?
-Sí... -volvió a mentir la mujer -Él era el mejor usando la ballesta y por supuesto que era el mejor arquero.
-¡En serio! -exclamó la chica con entusiasmo. Entonces de allí venía su habilidad con el arco y también el de curarse rápidamente. Pues lo había visto en Layna -¿Pero, cómo se llamaba?
-Gabrielle... se llamaba como tú...
-¿Me pusiste el nombre de él?
-Sí... y ahora a descansar -le dijo su madre -Y nada de reclamos jovencita. Tu amiga nos cuidará ¿no es así? -le preguntó a Leiah, quien respondió con un ladrido. Gabrielle la miró con una sonrisa tierna. Tumbándose en el suelo, acercándose lo más posible al fuego. Hécuba sonrió al ver a sus retoños dormir.

Había sido un acto totalmente cobarde, sin embargo, la mujer sintió que había echo lo correcto. Tal vez en algún futuro no tan lejano, Gabrielle descubriría toda la historia. Pero ahora no; por muy madura que fuera la pequeña, aún seguía siendo una inocente muchacha.

-Algún día lo sabrás... y cuando llegue ese momento, espero que me perdones -susurró Hécuba al viento. La mujer volvió a contemplar la luna, preguntándose en qué lugar estaría la dueña de su corazón y también de la mitad de su alma. Hécuba se quedó profundamente dormida; sin saber que la deidad se encontraba mirándola, desde la mismísima Luna. Cuidando desde lo lejos a sus dos seres más queridos.

*****

Transcurrieron cerca de seis años desde la huída de Potedaia, las tres mujeres habían vuelto sólo una vez para ver lo que había quedado de aquella villa.
La que había sido un vez una humilde pero apacible aldea; se había convertido en un putrefacto y lúgubre pueblo. La casa que una vez le había entregado cobijo y protección, había quedado en las más insignificantes cenizas. El ejército de Xena y de Aeneas habían echo pobre al pueblo, sólo habían quedado algunos perros y buitres cómo habitantes de la aldea. La furia de Gabrielle que había ido guardando con el correr de los años, aumentó en gran medida al ver el daño que habían causado esos dos hijos de bacante. El conflicto obviamente lo había ganado la Princesa Guerrera; Aeneas había muerto en manos de ella; no sólo él, sino que también todos los niños de la aldea; niños con los que a veces ella jugaba, también su ejército se había encargado de matar a su prometido; Pérdicas.
Aquel día antes del solsticio de primavera la muchacha le había dado su primer y único beso al jovencito. Siempre guardaría en su memoria la carita de felicidad que había puesto el muchachito al recibir aquel inesperado beso... la niña tenía razón. No había valorado a su amigo. Cuando lo perdió supo que realmente lo había querido. En eso último la chica no supo si odió a Xena por haberle quitado a su amado o sí se odiaba a ella misma por no haberlo querido como realmente él merecía. Lo único que sabía era que la culpa y la rabia estaban haciendo mella en su persona.
En estos seis años, la chica se había dedicado a practicar todas las noches con el arco, aunque eso lo hacía secretamente, pues su madre no quería saber ya más de armas ni de guerras.
Las tres se habían marchado a la ciudad de Atenas. Cumpliendo así su sueño de niña, sin embargo, la muchacha no se había convertido en bardo, sino que en escriba, trabajaba como escriba para los templos de la diosa Afrodita y de la diosa Atenea; ambas tías de la pequeña rubia; pequeña de estatura, pero no en edad. Inverosímilmente Lila que había sido más pequeña que ella, le había sobrepasado enormemente, ahora a la que decían enana era a Gabrielle, la cual tenía la misma estatura de Hécuba. La chica también tenía su misma hermosura y su misma gracia. Gabrielle se había convertido en una belleza andante, tal cual como lo había sido su madre en un pasado lejano, lo único que se diferenciaban ambas mujeres eran en el color de sus ojos, pues Gabrielle los tenía de un tono verde esmeralda, casi dorados. Ojos heredados de su otra madre: Artemisa.
Afrodita y Atenea siempre le tomaban el pelo a la diosa amazónica, diciéndole que su niña, cada día se iba convirtiendo en una mujer hermosa y deseable, picándole también con el hecho de que; cuándo iba a tener el puñetero valor de aparecerse en frente de su hija, no lo entendían; no se explicaban el tarado orgullo de su hermanita menor. No tan sólo el de ella, si no que también el de la mortal, de la cuál Artemisa seguía estando enamorada. Puesto que la mortal había sido la última mujer en la vida de diosa, ni siquiera en todos estos años; desde que se había relacionado con la mujer y desde el mismo nacimiento de su descendiente, había tomado a alguna otra mortal, o musa. Artemisa seguía guardándose fiel a la insignificante humana, aunque ésta no lo admitiera.
Si la diosa lunar amaba tanto a la humana. ¿Por qué no la había convertido en una de sus musas?, tal cuál cómo lo había echo con Calisto. Sin embargo, se contentó con tenerla simplemente cómo amante y cómo mortal. Sabiendo que podría haberla convertido en diosa; Artemisa había tenido la oportunidad de haberle ofrecido la ambrosía a Hécuba. Madre e hija podrían haber sido diosas, y sin embargo, la diosa las dejó ir. Conformándose de ver a la distancia a su única hija.

-¿Cuándo le dirás la puñetera verdad, hermana? -le dijo su hermano mellizo -¿Estás al tanto qué la muchacha piensa que yo soy su padre?
-Pues que piense lo que quiera, Apolo... además ummmm ¿no lo tienes, hermano? -le dijo con sorna la deidad. El dios de Sol, de las Profecías, de la Medicina y del Arte. Le dedicó una mirada asesina. Artemisa simplemente se echó a reír.
-No me es gracioso, en absoluto, ¿crees que la niña merece vivir con esa mentira? -Artemisa guardó silencio -Además, ya no es una cría, sabrá aceptar la realidad.
-No es asunto tuyo Apolo... no interfieras...
-¡Claro que lo es! ¡Lo es cuándo piensa que soy su padre! -le dijo enojado su hermano.
-¡Ya te lo dije, me importa una soberana mierda, el destino de esa niña!
-Bien, después no te lamentes de lo que pueda suceder... -le dijo el dios con una mirada misteriosa.
-¿Qué estás planeando Apolo? -le preguntó Artemisa.
-Nada... lo sabes más que nadie. Las Parcas son las únicas que intervienen en la vida de los mortales, pero tu desidia y tu orgullo harán que ellas jueguen con el hilo de aquella muchacha. Han estado calmadas en estos seis años, pero no esperes a qué ellas sigan así... -le dijo el dios, desapareciendo de su templo.

Artemisa se quedó sola en su templo el cual se encontraba vació y silencioso. Suspiró profundamente, dirigiéndose hacia una vasija echa de plata; el mineral que representaba su fuerza. Lo abrió y pudo contemplar el rostro de Gabrielle, el cual estaba concentrado en las escrituras que hacía. La diosa no pudo evitar sonreír. La chiquilla (que ya no lo era tanto) se parecía mucho a su humana madre. Tenían el mismo color de piel; pálida como la plateada luna, su misma nariz respingada, sus mismos labios, su mismo cabello. Artemisa se echó a reír, Gabrielle también había heredado la misma postura y tamaño de Hécuba, tal vez era un poquito más menuda. Sin embargo, esos profundos ojos verdes que tenía la jovencita eran de ella. Los cuales cada vez que le miraban; le llenaban de un gratificante orgullo. Gabrielle era su perfecta creación... y sin embargo, la deidad no se acercaba a ella, no en la forma correcta, pues siempre procuraba mantenerse cerca; disfrazándose de algún tipo de animal. Tampoco se acercaba a Hécuba, la cual iba envejeciendo paulatinamente con los años. La deidad se había percatado que la mortal nunca se había quitado el collar que le había regalado, y sin embargo, la humana ya no le llamaba, no desde la huída de Potedaia, tampoco se había unido a ningún hombre... la muchachita que una vez había conocido y posteriormente enamorado, se había convertido con el correr de los años en una solitaria mujer que vivía únicamente por sus hijas.
Hécuba entregaba una devoción que a la diosa le impresionaba y que a la vez le atraía... si... tan... sólo... un poquito de esa devoción fuera dirigida a ella... que despreciable... Artemisa se estaba pareciendo al perrito faldero de Ares, el cual reclamaba siempre por un poquito de atención a Xena. El Dios de la Guerra, andaba como un pobre perro faldero, detrás de una mujer que nunca lo tomaba en cuenta. Xena jamás le querría, sólo luchaba cómo su elegida para su propia conveniencia; para conveniencia de ambos en realidad, puesto que el corazón de la guerrera se había convertido en uno frío y despiadado, el cual estaba envuelto en una oscuridad que el mismo dios había ayudado a forjar, sin embargo, lo que la diosa ignoraba era que ése mismo oscuro corazón estaba bajo una superficial capaz de luz; luz que llevaba muy dentro de sus memorias... esa luz era aquella muchachita que había conocido unos días antes de atacar el pueblo... más bien impedir que lo atacasen... sin embargo, Xena jamás volvió a ver a esa pequeña; pequeña que increíblemente había sido el primer individuo que la había tratado como un persona; como una persona que podía poseer nobles emociones y sentimientos, la cual fue capaz de querer a otra que no fuera ella misma... pero lo más increíble era que esa misma pequeña la quería ver muerta; misma pequeña que era también elegida de una diosa; diosa que no era sólo su protectora, sino que también su madre.
El destino y Las Parcas eran unos malditos crueles...
¿Qué diría Gabrielle si Artemisa se presentase a ella?... ¿Cómo le recibiría su elegida? (quien ignoraba por completo serlo).
No; aún no era el momento de hacerlo, sin embargo, éste estaba muy próximo de serlo.

*****

Gabrielle caminaba por uno de los pasillos del templo de Afrodita, tenía que redactar unos pergaminos que le había dado el sacerdote de la diosa, y eso significaba que tendría que volver a ver a la divinidad. En sus tres años como escriba; Gabrielle, había visto solamente dos veces a la rubia deidad, quién estuvo a punto de seducirla... si no hubiese sido por un misterioso sacerdote, él cual había interrumpido justo la escena, advirtiéndole a la diosa que no era muy recomendable ofrecer un acto lascivo en público... a menos que ella pretendiese que ocurriera lo mismo que en el Olimpo... La chica no entendió la contextualidad de dicha frase, pero Afrodita había captado el mensaje, soltándola al instante, desapareciendo después con una risa malvada. La chica se había impresionado por el atrevimiento de aquel sacerdote, y mucho más que la diosa le obedeciese. Gabrielle se había acercado al hombre y pudo distinguir que tenía unos raros y bellos ojos ámbar... la chica le había sonreído agradecida y apenada, sin embargo, el hombre le había mirado con una cara seria y estoica que le hizo recordar a la misteriosa de Layna. La niña agachó la cabeza y volvió a darles las gracias, desapareciendo del recinto con aire de tristeza y de confusión. Después de la ida de Gabrielle, el sacerdote se transformó en una alta y bella mujer morena, de profundos ojos dorados... corrección: profundos y enojados ojos dorados. La deidad había soltado un tremendo gruñido al volver a escuchar la voz de su hermanita mayor. Artemisa le gritó una serie de infames maldiciones a su hermana, desapareciendo por completo del templo. Ya se verían en el Olimpo. A la deidad no le había gustado nada la bromita de la Diosa del Amor... y justamente el Olimpo ardió en llamas, solamente la intervención de Zeus hizo calmar la susodicha situación.
Artemisa veía desde su propio templo a su hija, quien se acercaba con paso inseguro al interior de templo de la Diosa del Amor, más le valía a Afrodita que no la tocase, o sino probaría una de sus veloces saetas... por mucho que su padre interfiriera... no la iba dejar a escapar.
Gabrielle entró sigilosamente al templo... todo estaba quieto... nadie se encontraba allí... sólo estaban las habituales ofrendas que le daban a la diosa, a cambio de su deseo pedido, ya dependía de la deidad cumplir el anhelo de los ingenuos mortales que recurrían a ella, pues la diosa era el ser más caprichoso que había conocido en su vida, de hecho era la única deidad que conocía en persona.
La chica avanzó con paso lento e inseguro, sentándose silenciosamente en el escritorio, el cual estaba cerca del trono de la diosa. Suspiró agradecida de no verla... la chica se preguntaba; por qué tenían mandarla siempre a ella a escribir esas estúpidas leyes; éstas eran condiciones que supuestamente dictaba la diosa para poder cumplir los deseos pedidos. Todas eran banalmente tontas y superficiales. Demasiado frívolo para su gusto. La chica afiló su pluma, poniéndose a escribir con una cuidadosa caligrafía los requisitos de la caprichosa diosa.

-¿Leche de burra? -se dijo a sí misma la chica -¿Para qué demonios quiere eso?

La diosa simplemente era una loca vanidosa... se suponía que los dioses se alimentaban de ambrosia, entonces... ¿Para qué demonios quería diez litros de leche de burra?

-Mejor me quedo soltera... no soy tan estúpida cómo hacer todas esas cosas... -dijo la chica -Diez litros de leche de burra, sólo para que la persona que quieres te mire... esto es ridículo.
-No... no lo es. En absoluto. ¿Sabías que la leche de burra es excelente para el cutis? -le dijo la diosa con una divertida mirada.
-¡Afrodita! -le dijo la chica con un deje de nerviosismo -¿Has escuchado todo?
-¡Oh, sí! -le dijo la diosa, mientras se echaba a reír. Su risa aumentó al ver las sonrojadas mejillas de la mortal -No todo es tan superficial, Gabrielle... de hecho; tú deberías probarla... -le dijo mientras se acercaba a la rubia y le tocaba la cara -Tu cutis está opaco, le falta suavidad.
-No gracias, preferiría tomarme toda esa cantidad de leche, en vez de desperdiciarla en un baño.

Afrodita se echó a reír, acercándose peligrosamente a ella. Gabrielle tragó en seco... otra vez sucedería lo mismo.

-Y... no... te... apetece... echarte un bañito... conmigo... ¿Eh? -le susurró la diosa con aire provocativo.

Gabrielle la miró con cara de pasmo, ¿pero qué demonios le habría entrado la diosa con ella? La chica incapaz de hablar negó rotundamente con la cabeza. Afrodita se echó a reír.

-Eres muy divertida, Gabrielle... sólo bromeaba... además si lo hiciera, alguien me mataría con una de sus flechas -le dijo la diosa, mirándola muy seriamente ante lo dicho.

Gabrielle la quedó mirando con confusión, la diosa simplemente le lanzó un guiño y un beso, para luego desaparecer del templo, dejando a una Gabrielle con muchas preguntas en la cabeza. Habían solamente dos dioses que utilizaban arco y flecha: Apolo y Artemisa; ambos hermanos mellizos... ¿sería posible que ella fuera hija del primero? Recordó al hombre que la salvó de Afrodita. Sus ojos no eran comunes... de hecho se parecían mucho a los de ella; cuando ésta se enojaba y despertaba su lado animal. Sería posible qué Apolo... Su madre le había confesado que era mitad mortal, pero no le había dicho de quién era hija. Lo que la chiquilla no entendía era a qué se debía tanto el misterio, puesto que de niña sabía que no era normal como las demás mujeres. Con los años la niña había decidido no insistir más. Gabrielle estaba consciente que enterarse de quién era hija no iba a cambiar las cosas, pues siempre vería a su padre como un ser extraño y ausente. La figura paterna más cercana que había tenido Gabrielle había muerto en manos de Xena, y tampoco había sido la más acertada.

Ironías de la vida...

*****

Atenas se había convertido en una Polis hermosa y floreciente de las bellas artes. La metrópolis había crecido considerablemente gracias a que La Liga de Délos estaba instalada en sus puertos, convirtiéndola en una de las poderosas ciudades mercantes. Su contraparte era la guerrera Esparta; muchas veces las poderosas polis habían entrado en conflicto, pero nunca habían llegado al saqueo de la prominente ciudad. En realidad, ninguna polis externa se atrevía en ir en contra de la ciudad protegida de la diosa Atenea.
Gabrielle había sido becada para estudiar en la glamorosa Academia de Bardos, pero la jovencita lo había rechazado. Para cualquier bardo errante el mero rechazo de esa oportunidad era un acto de infamia, pero la niña tenía sus poderosas razones. Si entraba en la academia estaría por lo menos cinco años sin ver a su familia. Gabrielle sentía que Hécuba y Lila necesitaban de ella, por eso, aceptando sus habilidades cómo escritora, había aceptado el empleo de escriba en los dos templos de la ciudad. Con el trabajo de los templos, la chiquilla había ido aprendiendo mucho más; sobre las leyes y también de la historia de la ciudad. La frustración de no ser bardo era recompensado por el conocimiento de las bibliotecas de los templos. Su máxima aspiración era conocer y trabajar en la lujosa y completa Biblioteca de Alejandría de Egipto. Siempre y cuando los malditos mercenarios y asesinos no la destruyeran... pese a todos sus sueños... la joven seguía buscando a Xena. Esa era una de las razones, por la cual había decidido venirse hacía Atenas; para poder averiguar por medio de la diosa Atenea el paradero de la asesina mujer, sin embargo, la contraparte de Ares no le había dicho ni una sola palabra... no se aparecía ante su llamado... pese a la tozudez de la diosa. La chica seguía yendo hacia su templo, ofreciéndole las más raras ofrendas que encontraba, pero aún así... nada. A decir verdad no sabía quién era más terca; sí la tía o la sobrina...
La menuda rubia había terminado de traspasar las leyes, suspiró con satisfacción y luego enmarcó el pergamino en una tabla de piedra. Las doce nuevas leyes estaban listas...

-Leche de burra... -se dijo la chica, poniendo los ojos en blanco. Instantáneamente se llevó las manos hacia las mejillas, examinándolas seriamente. La diosa decía la verdad: <<Ambas estaban resecas>> -Debí haber aceptado el baño...

Un gruñido inundó de pronto el silencioso salón. Gabrielle pegó un brinco asustado, yéndose del lugar a toda prisa. No quiso quedarse a averiguar sobre la procedencia de aquel bufido.
Artemisa desde su templo negó simplemente con la cabeza... esa muchacha la iba a volver loca.

-Cuidado con lo que deseas, Gabrielle... -susurró la diosa amazónica.

*****

Gabrielle no tenía más trabajo por hacer. El sacerdote la había liberado de las dos audiencias que tenía que preceder a las afueras del Partenón. La joven tenía que tomar notas de las sentencias que le dictarían el consejo de ancianos a dos vándalos atenienses, sin embargo, los bárbaros se habían suicidado. Anulando así el ostracismo. La chica liberada de su trabajo se dirigió hacia la taberna de su madre. Gabrielle en los días que no trabajaba en los templos se dedicaba a ayudar a su madre, paradójicamente la niña tenía qué atender y tratar a las personas que más detestaba en el mundo: Guerreros, Ladrones y Mercenarios, aunque éstos generalmente evitaban las peleas. Desde la muerte de su padre. Hécuba había cambiado su dócil comportamiento a uno más fuerte y determinado. Lila seguía siendo Lila, una niña dulce y dócil... la cual estaba deseosa de casarse y de formar una familia. Sin embargo, la jovencita no quería nada con guerreros, pues se había quedado traumada con la muerte de su padre y con el ataque de la villa... la imagen de ver con sus propios ojos; el saqueo de la ciudad y la posterior destrucción, habían dejado en su corazón una huella de pánico y de odio hacia los guerreros.

-¡Madre, he llegado! -le dijo la rubia al entrar hacia la taberna, viendo que ésta se encontraba llena de...
-¡Hola, hija! -le saludó Hécuba, saliendo con dos bandejas de hidromiel-Tan luego que regresas.
-¿Qué es todo esto? -le preguntó la niña, dirigiéndose hacia el mesón.
-¿Hidromiel? -le respondió su madre a la chica -Toma, lleva esto a la mesa seis.
-Sí... pero... ellas... son...
-Amazonas; mujeres guerreras... -le cortó su madre -¿Qué nunca las has visto, querida?
-Sí... pero... nunca a tantas...
-Mmm... creo que vienen en una comitiva... han pedido también hospedaje, prefiero esto a tener que aguantar a la legión Tyrone. Bueno, lleva eso a la mesa seis -le dijo su madre entrando hacia el interior de la cocina.
-Ya lo creo... -dijo la chica, dirigiéndose hacia la mesa ordenada. La chica vio que había un grupo de cinco guerreras, las cuales hacían guardia a otras cuatro. Gabrielle se acercó con cautela hacia esas extrañas mujeres. -Aquí están sus órdenes: Hidromiel... -le dijo la chica no muy convencida.

Una amazona de pelo rubio rizado se acercó a ella, llevando la copa de hidromiel hacia los labios de Gabrielle. La menuda la quedó mirando confundida, enarcando una ceja, al más puro estilo de Layna. Ese gesto se le había pegado sin siquiera darse cuenta.

-Pruébalo... -le ordenó escuetamente la guerrera.
-¿Qué? -le dijo Gabrielle sorprendida.
-Te dije que lo probaras... y más te vale que no esté envenenada.
-¡Ephiny! -le reprochó otra amazona, un poco más baja que ella, la cual estaba sentada en el centro de la mesa -Perdónala... ella es muy desconfiada. Hemos tenido un duro día.
-No importa... -le dijo fríamente Gabrielle -Lo beberé con gusto. Nosotras no somos criminales -le dijo esto último a Ephiny. Tomando y llevándose a la boca la copa de hidromiel. La guerrera la quedó mirando con una ceja enarcada -¡Está bueno! -continuó la muchacha con una mirada divertida, lamiéndose los labios con gusto. La otra amazona se echó a reír.
-¡Oh! ¡Déjame un poco, quieres! Se ve muy sabrosa. Me llamó Terreis... disculpa a mis amigas por su falta de educación -le dijo la mujer, ofreciéndole la mano a modo de saludo. Gabrielle lo aceptó gustosa, mirando divertidamente a las demás amazonas.
-Mi nombre es...
-¡Gabrielle! -le gritó su madre desde el mesón -¡Ven a ayudarme con el estofado!
-¡Voy! -le respondió la joven. Girando su mirada en Terreis quien le miraba con asombro e incredulidad -Debo irme, mi madre me llama... y mi nombre es Gabrielle... cualquier cosa que necesites me lo pides. Adiós -se despidió la menuda.
-No... puede... ser... tú eres... -dijo con pasmo la amazona.
-Princesa ¿qué le ocurre? -le dijo preocupadamente Ephiny.
-La he encontrado... Ephiny... ¡es ella! -dijo Terreis con asombro. La amazona la quedó mirando con un signo de interrogación.

*****

Gabrielle se adentró hacia la cocina, caminando un leve ceño fruncido, la cara de Terreis se le hacía conocida, pero el problema era que la chica no recordaba en dónde la había visto.

La tarde pasó tranquilamente, los nuevos huéspedes no daban ningún problema, en comparación con los anteriores que tuvieron.
Todas bebían a gusto la bebida de la taberna. El hidromiel era la especialidad de Hécuba, quién guardaba recelosamente la receta, ni siquiera sus hijas sabían de la secreta composición. Gabrielle ayudaba con la comida, pues era su única especialidad doméstica, en lo demás se le daba fatal. Lila le decía que cómo futura ama de casa sería una estupenda bardo guerrera.
Gabrielle fue hacia la mesa de la recelosa guardiana y de la simpática princesa amazona. Ephiny, desde el principio no le había caído bien, su nulo sentido social le hacia recordar a la hostil de Layna. Sin embargo, la chica a pesar del tiempo no había podido olvidar del todo a esa gruñona pero atractiva mujer guerrera. Cuando la chica se quedaba sola; mirando las estrellas en su cuarto, se preguntaba qué habría sido de esa misteriosa guerrera; se preguntaba si ella estaría aún con vida... preguntándose también a qué ejército se habría unido. ¿Estaría luchando para Xena? Tal vez se habría unido a ella... sí hubiera sido así... ella...

-Gabrielle... -le llamó Terreis. Despertándola de sus alocadas ideas.
-¡Terreis! -exclamó con susto la rubia -¿Qué pasa? ¿Necesitas algo?
-No... o sea... ¡sí! ¿Podemos hablar a solas? -le preguntó la amazona.
-¡Claro! -le dijo la chica algo curiosa.
-Bien... te parece que caminemos un poco... -le dijo la amazona, ofreciéndole la mano. La niña aceptó; bajo la atenta mirada de las guardianas -Iré a caminar con Gabrielle ¡A solas!
-¡Pero, Terreis! ¡No podemos permitir eso! Si te llegase a pasar algo... -le dijo una de las guardias reales.
--No te preocupes por eso Eponin, si algo me llegase a ocurrir. Gabrielle me protegerá -le dijo confiadamente la princesa -¿No es así, Gabrielle? -La chica parpadeo confundida.
-Sí... claro...
-Entonces.... vamos -le dijo Terreis, mientras la sacaba de la taberna.

Ambas chicas caminaban con lentitud bajo la estrellada noche, muy parecida a aquella noche cuando Gabrielle le había salvado de ese guerrero: Miletos.
Gabrielle caminaba a su lado en forma ausente y a la vez alarmada... Terreis sonrió. Era la misma Gabrielle que recordaba de niña. Los mismos ojos verdes; penetrantes y risueños; cariñosos como siempre. Se sorprendió al no poder reconocerle, puesto que la joven amazona la perpetuaba siempre en su mente.
Cuando se enteró que la villa de Gabrielle había sido saqueada, se asustó; se aterrorizó por su vida... la había buscado todo estos años, sin embargo, la rubia no daba muestra de su paradero. No fue hasta unos pocos meses que una de las sacerdotisas de Artemisa le había informado, que la joven se encontraba viviendo en la ciudad de Atenas. Terreis era la única amazona que sabía que la niña era la elegida de su diosa, sin embargo, ignoraba el hecho que Gabrielle fuera su hija.

-No hace una noche preciosa... -le dijo Terreis.
-Sí... el cielo se ve increíble... me hace recordar el de mi villa... Mm... -sonrió con nostalgia la rubia -Todas las noches veía las estrellas desde un prado... con Lila.
-Es agradable tu hermana... muy simpática.
-Sí lo es... aunque a veces es un poquito enojona.
-Se llevan bien... yo con la mía me llevo fatal... es muy sobreprotectora.
-¿Eres la menor? -le preguntó con curiosidad Gabrielle. Terreis asintió -Mmm... Desventaja de ser la nenita de la familia... pero tal vez lo hace porque te quiere... yo soy igual con Lila. -confesó Gabrielle con una mueca irónica.
-¡Qué va! Melosa lo hace únicamente porque soy la siguiente sucesora del trono -le dijo la chica, sentándose sobre el pasto.
-¿Eres Princesa Amazona? -le preguntó la chica con asombro.
-Sí... -le respondió la chica con una mueca -Por eso lo de aquellas gorilas -Gabrielle se echó a reír.
-Entonces esta es la primera vez que sales de casa.
-No... -le dijo la chica con una sonrisa traviesa -Me escapé una vez, cuando tenía diez años... Había discutido con mi hermana, ella recientemente había ganado la corona. Recuerdo que habíamos sido acorraladas por los centauros. En ese momento había huido... me había internado en un bosque... el cual pertenecía a nuestra diosa Artemisa. -le dijo a Gabrielle quien la miraba con asombro. Terreis continuó con su relato -Habían pasado dos noches en ese peligroso bosque, estaba sola y muerta de miedo... sin embargo, al último día se me acercó una dulce y linda niña, ella estaba acompañada de una loba... recuerdo que pensé: ¡Dioses, es Artemisa, quien viene a rescatarme! -rió por el comentario -La niña me había dado de su alimento... y también me había salvado la vida de un hombre que casi...
-¿Eras tú? -Le cortó Gabrielle claramente pasmada -Eras... aquella niña amazona... -le dijo sorprendidamente Gabrielle.
-Sí... desde ese día he querido encontrarte y darte las gracias, Gabrielle...
-No tienes por qué agradecer... ¡Wow...salvé a una Princesa Amazona! Lila se va a morir cuando le cuen... -no alcanzó a terminar la frase, porque fue interrumpida por un apasionado beso de Terreis. Gabrielle parpadeó confundida por el inesperado gesto. Alejando con pasmo a la muy demostrativa y agradecida amazona.
-¡Ey... qué demonios crees qué haces! -le dijo Gabrielle parándose y alejándose de la chica.
-Lo siento... yo...
-Debemos irnos, tu amigas deben estar preocupadas... -le dijo dando espacio a Terreis para que ésta avanzará. La chica captando la indirecta se adentró apenadamente hacia la taberna.

<<¿Pero qué demonios les pasaba a esas mujeres?<< Se preguntó Gabrielle, al sentir todavía el beso que le había dado Terreis.

La chica había leído sobre las costumbres de las guerreras, no le impresionó el saber que las mujeres se unían entre sí, tampoco le causó asco, sin embargo, ella no era una amazona... y jamás lo sería...
¡Oh! Qué perdida estaba la chiquilla, ella tenía tanta sangre cómo ellas, además de un alto rango, pues era la elegida de su diosa. Además de ser concebida por el amor de dos mujeres.

Las Parcas se estaban cagando de la risa.

*****

Gabrielle y Terreis entraron silenciosamente a la taberna, ambas llevaban el ceño fruncido. Una por preocupación y temor y la otra por asombro y confusión. Terreis deseaba disculparse, pero le faltó el valor. Gabrielle simplemente la miró con una sonrisa forzada. No quería hacer sentir más mal a la chica, ya era suficiente con el remordimiento que sentía la amazona. La joven rubia se despidió de la Princesa Amazona y de las demás guerreras, adentrándose hacia el interior de la taberna. Tenía un leve palpitar en los labios, aún sentía el profundo beso de Terreis ¿Por qué se sentía así? No era normal, no para ella. ¿Acaso le había gustado el beso? Bueno no era pecado sentirlo, sin embargo, sí era pecado desearlo. Eso la confundió aún más, sólo había sido un simple beso; un beso inocente y lleno de agradecimiento. No obstante, ese beso la había perturbado; le perturbó el hecho de sentir emociones que ella misma desconocía. O tal vez fuese porque hacía mucho que alguien no le besaba con tanta pasión... su último beso se lo había dado a un poeta aprendiz de Homero... sonrió al recordar a Níkel.
Sus besos eran poesía pura, sin embargo, la chica siempre huía cuando se establecía entre sus enamorados un camino más profundo, no en lo carnal, sino que en el aspecto de compromiso... siempre huía de él... lo cierto era que la joven tenía muchas inseguridades consigo misma. El trato con su padre le había dado un prototipo mental de hombre que aborrecía. La chica estaba consciente que no todos los hombres eran su padre... pero su corazón no la dejaba aceptar dicha aseveración. Ni siquiera con el tímido de Pérdicas se veía en un futuro matrimonial; por mucho que ella lo haya amado. En realidad ella creía ser demasiado fría para sentir esas emociones... sin embargo. Terreis fue capaz de cambiarle por completo su actual percepción, pues sintió deseo y algo más... no creyó que fuera amor, la emoción no alcanzaba su idealización del concepto. Tal vez ése era su problema, pues idealizaba demasiado algo que no era precisamente blanco o negro; que a la vez no era algo rosa... no, el amor nunca fue rosa... el amor era el amor; un sentimiento que te llena por completo el alma; que te lo tranquiliza pero que a la vez te inquieta; te estremece tanto que no te deja respirar. El amor era simplemente estabilidad e inestabilidad. Algo que jamás había alcanzado a tener... una; porque ella misma se lo impedía al huir cuando sus romances se volvían algo más serio... y dos; porque nunca lo había llegado a sentir... hasta ahora...
El verdadero cuestionamiento era: <<¿Sería realmente capaz de aceptar una responsabilidad como el amor?>>
La chica llegó a su cuarto, se abalanzó sobre la cama y se durmió, llevándose con ella una franca sonrisa a los labios... mañana lo descubriría... ahora estaba demasiado cansada para pensar.

A la mañana siguiente la chiquilla bajó hacia la cocina, aún era muy temprano, apenas había llegado el alba. Gabrielle se había despertado por la presencia de un extraño sueño, el cual no le dio mucha importancia. La chica se había maravillado al contemplar el amanecer, siempre le hechizaba observar los colores del amanecer: el claro cielo azulado, mezclado con los dorados y anaranjados rayos solares. El cuadro mañanero era una verdadera obra de arte... Apolo tenía una forma casi poética de crear cada amanecer, pues para ella cada uno era muy diferente al otro.
Gabrielle escuchó de pronto unos ruidos que provenían de la parte exterior de la taberna, dejó el vaso de leche que se había servido, y se dirigió hacia la entrada de la cabaña. Se impresionó de ver a la dulce Terreis practicando con un gran bastón de pelea, que más bien parecía un poste de cercado. La chica hacía increíbles movimientos con él. Levantándolo y girándolo con una increíble agilidad y velocidad. El rostro de Princesa Amazona era pura poesía épica... la joven tenía un semblante fiero y concentrado, su respiración era agitada pero acompasada con los movimientos que ejecutaba. Gabrielle la quedó mirando maravillada. Terreis mostraba una actitud que le atraía... una vez más sintió ese extraño cosquilleo en su ser... no sabía cómo identificarlo: <<¿Era amor o era una simple y gustosa química?>> <<Uno cosa conlleva a lo otro>>. Le decía siempre Afrodita.
Terreis dejó de practicar con el "palo cercado", como le llamaba Gabrielle, y le sonrió tímidamente a la menuda rubia, la chica le respondió con una misma sonrisa, dirigiéndose hacia ella con una mirada curiosa, encantada y relajada.

-¡Ey! No sabía que podías hacer eso -le dijo la menuda, apuntándole con el dedo el palo -¿Qué es eso?
-¡Eh! ¿Esto? ¡Es un bastón de pelea! -le dijo la amazona un poco tímida por la profunda mirada de la menuda rubia.
-Mmm... Eres muy hábil con esa cosa. Te estuve observando un buen rato. Haz mejorado bastante, creo que ahora los papeles se pueden intercambiar. Esta vez tú me podrás proteger a mí -le dijo la chica, divertida al ver el notorio sonrojo de la trigueña.
-Gracias... -le dijo torpemente Terreis, poniendo esta vez una cara de seriedad -Gabrielle... yo... quería disculparme por lo de anoche... yo... lamento si te ofendí... Mm... tú sabes...
-¿Eh? -Gabrielle parpadeó confundida. ¿Lo de ayer? -¡Ah! No... no te preocupes... no me ofendiste... yo... creo que sólo me sorprendiste.
-En verdad lo siento... -le dijo la chica amazona con un claro rostro de arrepentimiento. Gabrielle le puso un dedo sobre sus labios para callarla, negando suavemente con la cabeza.
-Ya no te atormentes... tranquila... de hecho... yo... -le dijo Gabrielle, mientras iba acercando lentamente su cabeza hacia el rostro de Terreis, dándole un ligero beso en los labios.

La chica se sorprendió por el repentino cambio de la rubia, sin embargo, se dejó regocijar por el beso de la menuda chica. Abrazando con más fuerza a Gabrielle, sonriendo satisfactoriamente y haciendo el beso aún más profundo. Gabrielle gimió un poquito por la repentina oleada de pasión. Nunca había sentido esto. Los besos de Terreis eran muy diferentes a los anteriores recibidos. <<¡Son diferentes, menuda estúpida! ¡Te está besando una chica!<<. Pensó la joven. Los labios de la amazona eran suaves y lisos, pero poderosos. También eran apasionados y perturbadores. Sonrió a lo último. <<¡Oh, sí! ¡Muy, muy perturbadores!>>. La joven se dejó agasajar por las emociones que estaba sintiendo, guardándolas para siempre en su corazón. Esto era una experiencia nueva para su vida. <<Una experiencia bonita y a la vez perturbadora>>. Concluyó.
No supieron hasta cuanto tiempo se estuvieron besando, ninguna de las dos quería dejar de hacerlo, pero la urgencia de respirar fue mayor. Ambas rompieron el beso al unísono. Mirándose y sonriéndose con ternura, vergüenza y un cierto deje de picardía. Terreis se abrazó a ella, cargando su cabeza sobre el hombro de la rubia. Gabrielle se sorprendió un poco por el honesto gesto, respondiendo torpemente ante él; abrazando tímidamente la cintura de Terreis.
Ambas chicas disfrutaron en silencio lo que quedaba del amanecer. Las dos abrazadas fuertemente, respirando el suave aroma que emanaban sus cuerpos. Gozando a la vez de la naciente e inesperada emoción. Al menos inesperada para Gabrielle, pues para Terreis era todo lo contrario. Siempre había llevado este sentimiento con ella. Y ahora lo estaba liberando, dejándolo nacer con total plenitud.
Terreis alejó un poco su cabeza y levantó su mirada hacia Gabrielle. Quería saber lo que estaba pensando ella; lo que opinaba de esto... más que nada; deseaba saber cuáles eran sus verdaderos sentimientos. La miró un buen rato, tratando de buscar en sus ojos la verdad. Gabrielle a su vez, le miró confundida, parpadeando cómicamente. Terreis se echó a reír, robándole esta vez un beso a la menuda mujer. La más pequeña volvió a parpadear sorprendida por el acto, sin embargo, cerró los ojos y se dejó llevar.
Desde una esquina oculta, se encontraba Hécuba observando con total asombro la particular escena. Se había despertado temprano para hacer el hidromiel. Cuando bajó a la cocina, encontró un vaso de leche a medio terminar, no se sorprendió que ese vaso fuera de Gabrielle, la chica siempre había sido una despistada, sin embargo, le extrañó ver la puerta abierta. La anciana mujer fue hasta las afueras de la taberna y se quedó observando a su hija, quién a su vez miraba concentradamente a la amazona practicar. No se sorprendió que a la rubia le atrajese las armas amazonas, puesto que su sangre era mitad amazónica, sin embargo, le sorprendió que más bien la chica estaba interesada en Terreis y no en las armas. Hécuba negó con la cabeza, aún seguía siendo una vieja ingenua. Su niña había heredado los mismos gustos que ella...

-Parece que nosotras dos tenemos las mismas debilidades... no es así... hija mía... -le susurró la mujer, desapareciendo del lugar y dándole un poco de intimidad a su hija.

Artemisa desde el Olimpo sonrió irónicamente, sintiendo repentinamente que sus pómulos se teñían de un extraño y desconcertante color carmesí. Afrodita quién estaba cerca suyo la miró con picardía, dirigiendo una rápida mirada al interior de la vasija, buscando en él al responsable de aquel inesperado sonrojo de su hermanita menor. La Diosa del Amor al descubrirlo, dirigió una miradita cómplice a su hermana, echándose a reír fuertemente.

Las Parcas hicieron lo mismo.

*****

Gabrielle fijó una verde mirada hacia el cielo despejado y soleado, la chica iba caminando a su trabajo con una amplia y feliz sonrisa. Había desayunado como era lo habitual, sin embargo, su rutina mañanera cambió cuando la Princesa Amazona se sentó junto a ella y su familia. Las cuatro mujeres habían platicado con una increíble naturalidad. Hécuba y Lila habían aceptado y agregado a Terreis con una confianza que le sorprendió. Las tres mujeres se trataban cómo si se conocieran de toda la vida. Incluso Lila estuvo a un paso de convencer a la amazona para que le acompañara al mercado. Pero las guardias se negaron rotundamente, ellas venían en una misión secreta, no podían permitir que la princesa se expusiera de esa manera. Cómo era habitual Ephiny y las demás habían ganado con esa aseveración, la cual no estaba del todo incorrecta.
Gabrielle se saboreó los labios con una sonrisa sardónica. Antes de que se marchara de la taberna, la Princesa Amazona la había interceptado en la entrada, dándole un profundo beso en los labios. La chica se había demostrado muy descarada al robarle aquel beso, sin embargo, eso no impidió que la rubia respondiera igual de igual manera. Las dos disfrutaban de ese sentimiento con total libertad y relajo. Pues ambas sabían que no estarían por mucho tiempo juntas. Tarde o temprano, Terreis y las demás amazonas tendrían que volver a su tierra. Eso le perturbó un poco... ya que se estaba acostumbrando a la dulce compañía de Terreis. La amazona le había pedido que se fuera con ella, pero Gabrielle se había negado. Su vida estaba aquí... también estaban su madre y Lila. No podía dejarlas solas. Además lo que sentía por Terreis no era lo suficientemente fuerte cómo para arriesgarse ante semejante responsabilidad. Apenas llevaban dos días juntas... apenas se conocían. <<¿Era necesario arriesgarse tanto?>>. Se preguntaba la chica. Además estaba la búsqueda de Xena. Aún no la había encontrado. Necesitaba cerrar ese ciclo; tenía que quedarse tranquila consigo misma. No podía dejar que todo ese odio siguiera carcomiéndole el alma y el corazón; para eso tenía que encontrarla y matarla... o como le había dicho Lila, simplemente...
<<Perdonarla.... Pensó la jovencita. ¿Realmente podía perdonar a Xena?; ¿Podía perdonarla, a pesar de qué ella matara a su prometido? ¿Sería capaz de verle la cara y decirle: "Te Perdono"?>>. Eso lo sabría únicamente con el tiempo y también cuando llegara el día en que ambas se conocieran.
Irse implicaba rendirse y dejarles las cosas en manos de los dioses, en los cuales desconfiaba rotundamente. Había seguido todo este tiempo las huellas de la Princesa Guerrera y por ningún motivo iba a dejarlas. Sus últimos rastros la habían traído hasta aquí; hasta la cuidad Atenas.
Su trabajo no sólo consistía en ser una escriba jurídica, si no que también implicaba ser era copista, es decir, transcribir todas las hazañas de los bardos épicos; y todos ellos hablaban de las temibles y feroces batallas de la Princesa Guerrera. La última historia que había transcrito era de la inesperada derrota que había sufrido en la ciudad de Corinto, a manos del emperador Alejandro Magno y del Centauro Tildo. Éste último enemigo mortal de las amazonas guerreras. Esa había sido una maravillosa victoria de Atenea sobre el cruel de Ares. Precisamente hoy le tocaba terminar de traspasar el pergamino a la gran piedra conmemorativa que había al interior del Partenón.
La chica entró al templo, saludó a sus demás colabores y se fue a la sala principal; donde le esperaba el gran sacerdote del templo.

-Ah... por fin llegas, Gabrielle... -le dijo un hombre regordete y barbudo.
-Sacerdote Aristo... -le saludó la muchacha con una leve inclinación -Perdóneme... no quise demorarme.
-No hay problema niña, veo que has avanzado... -le dijo mientras observaba la escritura de la tablilla.
-Sí... sí me quedo toda la tarde... de seguro la terminaré por completo.
-Atenea se alegrará de escuchar eso. Esto sin duda quedará en la historia de Atenas: ¡El triunfo de nuestra diosa sobre el Dios de la Guerra! Trabaja muchacha, entre más luego empieces, más luego terminarás.
-Sí... señor... -le dijo la muchacha mientras tomaba el martillo y el cincel.
-Por cierto, Gabrielle ¿tú sabes algo sobre escritura sumeria? -le preguntó el hombre.
-No, señor... ¿por qué?
-Mmm... bien cuando termines. Ve a mi estudio. Voy a enseñarte el alfabeto de los sumerios.
-Gracias, señor -le dijo la chica con una mirada profunda y agradecida. El sacerdote simplemente le quitó importancia al asunto, negando con la cabeza. Esa niña era demasiado inteligente para desperdiciarla cómo una simple escriba.

Gabrielle tal cómo había prometido había escrito toda la historia de aquella sangrienta batalla a las tablillas de mármol. Con un suspiro cansado, se sentó en una pequeña banca, admirando su obra de arte.
La chica miró la tablilla, asintiendo aprobatoriamente. La tabla estaba escrita con una precisa y perfecta ortografía.

-No soy Sófocles... pero creo que no está mal -se dijo mientras contemplaba la historia. No podía creer que el joven Alejandro Magno fuera capaz de conquistar la ciudad y además vencer a la Princesa Guerrera. En fin... siempre había alguien que era más fuerte y más hábil que uno -Por eso se explica la existencia de los dioses... siempre habrá alguien superior... sí es bueno o malo; dependerá del criterio de cada uno -se dijo la chiquilla -Mejor me voy, estoy pensando en tonterías. Además el sacerdote me dijo que deseaba enseñarme el lenguaje sumerio.

Gabrielle salió del templo, dejándolo solo y silencioso.
Una suave risa salió del lugar. Atenea se apareció en el santuario y se acercó a la tablilla escrita. Pensando en lo que había dicho la chiquilla. La Diosa de la Guerra sonrió con sorna y se dijo a sí misma: <<Muy cierto, pequeña... muy sabio de tu parte... en nada te pareces a tu madre>>
Poco después desapareció al sentir la presencia de alguien más; era Aristo y Gabrielle. El sacerdote miraba maravillado el tallado de la tablilla, se acercó a la tabla y la tocó con sus manos, palpando con las yemas de sus dedos la superficie de las letras. El hombre cerró los ojos y se dejó regocijar con la historia que sentía entre sus dedos.

-Bien hecho... te felicito, muchacha, lo haz hecho estupendamente. Ahora todo el mundo sabrá para siempre la victoria de Atenea. -le dijo mientras la veía directamente a los ojos.
-Gracias... señor... -le dijo la rubia inclinando nuevamente la cabeza.
-Vámonos, Gabrielle, te he prometido enseñarte el alfabeto sumerio.
-¡Sí! -le dijo la niña con una radiante sonrisa.

Gabrielle pasó toda la tarde y parte del anochecer tratando de aprender el idioma, el cual no era tan diferente al helénico. Aristo se había llevado una buena sorpresa al ver que la joven aprendía rápidamente. El sacerdote y a la vez filósofo había concluído que la niña le gustaba simplemente aprender y por eso lo hacía con esa velocidad. Definitivamente la niña se estaba desperdiciando como una simple escriba, aunque aquel puesto era uno de los codiciados y a la vez uno de los más respetados, ya que después del sacerdote venía el puesto de escriba. La chiquilla ya tenía un trabajo importante, no obstante, la joven se conservaba humilde, eso era muy particular y a la vez muy raro. Se sorprendió al enterarse que la chiquilla no tuviera ninguna ambición... eso estaba mal; un ser humano siempre debía de tenerlo... tenía que poseer un sueño propio... algo por lo cual vivir... algo por el cual motivarse. Gabrielle tenía que dejar atrás su pasado y continuar hacia delante... no podía estancarse... tenía que buscar su propio camino; si no lo hacía, la chiquilla se defraudaría y se frustraría. Ella era demasiado joven para hacerlo. Gabrielle era demasiado joven para no hacer nada.

-Gabrielle, ven aquí -le ordenó Aristo. La chiquilla dejó las tablillas y se acercó al hombre -¿Por qué ejerces de escriba? -le preguntó, mirándola directamente a los ojos. Gabrielle se quedó confusa por un momento.
-¿Señor? -le preguntó la niña sin entender la pregunta.
-¿Por qué trabajas como escriba? Tienes un gran talento como bardo. Supe por medio de Apolonio que habías sido becada para la Academia de Bardos. ¿Por qué no lo aceptaste?
-Yo... ummm... en esos momentos tenía una razón que me hacía rechazarlo... -le dijo la chica.
-Entiendo. ¿Y ahora? -le dijo el hombre.
-Sigo sin comprender, señor -le dijo la chica.
-Sé muy bien tus razones, Gabrille. Atenea me lo ha contado; me ha dicho sobre tus verdaderas intenciones. ¿Quieres encontrar a Xena y matarla? ¿No es así? -le preguntó el hombre. Gabrielle se estremeció ante la pregunta. La chiquilla guardó silencio.

Aristo la miró e interpretó su silencio como la verdad; había acertado. El hombre se acercó más hacia Gabrielle y le miró con tristeza y compasión. Pero aún así no menos duro.

-¿Qué conseguirás matándola?
-Dejar que mí alma se libre de éste dolor y del odio -le dijo la chica, llevándose una mano hacia el corazón.
-¿Crees qué lo conseguirás? ¿Estas segura que solamente al matarle te libraras de toda esa pena? Sinceramente no lo creo. Sólo la aprisionaras aún más...
-No creo que esto sea de su incumbencia, señor... -le dijo Gabrielle.
-Escucha el consejo de un anciano, niña. No seas tonta... no desperdicies tus talentos y tu juventud en una búsqueda inútil... deja ir ese dolor... esa es la única forma en que descanses tú y tu familia. Gabrielle perdonando y olvidando podrás estar en paz. Créeme. Si los dioses y Las Parcas quisiesen el destino de Xena en tus manos ya habrían destinado sus encuentros... sin embargo...
-No lo han hecho...
-Exacto... ¿no crees qué a lo mejor estén dándote una oportunidad?
-Tal vez... pero...
-Sólo depende de ti acabar con el círculo de muerte, Gabrielle. Sólo depende de ti el no convertirte en una Xena. Tienes personas que están detrás de ti...
-Mi familia... -dijo la joven ausentemente.
-Así es...
-Gracias, excelencia... yo trataré de recordarlo...
-No lo recuerdes... sólo hazlo... vive sin remordimientos niña, has de tu vida algo que valga la pena. Ahora márchate... no te necesitaremos hasta dos días más...
-Gracias, señor...

La chica se despidió con una inclinación, yéndose del lugar, dejando a un Aristo ensimismado... ojalá que la niña le hiciera por una vez caso...

*****

Gabrielle llegó cerca de medianoche a su casa... cuando entró en la taberna vio la parte interior desabitada, todos seguramente se habían ido a dormir. Cuando llegó hasta la cocina vio que su madre le había dejado comida junto con una copa de sidra. Esta vez la mujer había cambiado el menú. <<"Con que esta vez dejaste el hidromiel por el licor de manzana. Eh, mamá...">>

-Te estaba esperando... -le dijo de pronto Terreis, asustando a la pobre chica.
-¡Terreis! ¡No hagas eso! -le regañó la menuda rubia.
-Lo siento... -se disculpó la amazona con una sonrisa traviesa. Acercándose hasta la rubia, dándole un fuerte abrazo.

Gabrielle correspondió al gesto de la Princesa Amazona, estrechándola de igual manera. Las dos se quedaron en silencio, abrazándose gustosamente. Sólo el ruido proveniente del estómago de Gabrielle rompió el mágico momento. Terreis la miró y luego se echó a reír.

-¡Vaya, sí que tenías hambre! -le dijo la amazona, golpeándole la barriga a la rubia.
-No te burles... no he comido desde que salí de casa... estuve escribiendo hasta la tarde y luego estudiando.
-¿Sí? ¿Y qué estudiabas? -le preguntó curiosa la amazona.
-El alfabeto sumerio... es fascinante... -le respondió Gabrielle con chispitas en los ojos.
-¿Ah, sí? ¿Mucho más fascinante que yo? -le preguntó con picardía la princesa. Gabrielle se ruborizó.
-Mm.... no lo sé... son dos cosas muy distintas -le respondió con honestidad la joven.

Terreis sonrió con sorna, dándole un suave beso en los labios. Gabrielle cerró los ojos al instante. Estaba cansada por la conversación de Aristo y lo único que deseaba ahora era el amor y la comprensión que le daba Terreis. Gabrielle se aferró con fuerza a su medicina, devolviéndole el beso con mayor efusividad. Terreis soltó un profundo gemido por el apasionado beso recibido... la chica juntó aún más sus cuerpos, tratando de sentir cada milímetro de los poros de Gabrielle. Trazando con sus manos figuritas imaginarias por la espalda y costado de la rubia. Para Gabrielle; ése fue el gatillo que despertó su inesperada y desconocida pasión. La chica levantó entre sus brazos a la otra mujer y la sentó en la mesa, inmediatamente se apegó a ella, dándole otra vez un profundo beso. Poco a poco fue deslizando sus manos por los costados de la guerrera, haciendo un sumiso y curioso movimiento de sube y baja por la suave camisa de la joven. Volvió a escuchar un gemidito en la voz de Terreis... eso quería decir que lo estaba haciendo bien. Sonrió gustosa entre los labios de la amazona. Mirándole detenidamente los ojos encendidos de placer que tenía la joven, eso le produjo un fuerte palpitar en su corazón y en otras partes de su cuerpo. <<Vive sin remordimientos niña, has de tu vida algo que valga la pena>>. Sonó de pronto la voz de Aristo... Gabrielle miró nuevamente a Terreis. <<Hacer que mi vida valga la pena>>. Pensó la chica. Está bien; lo haría... estar con esa mujer si que la valía. Gabrielle besó nuevamente a Terreis, haciéndole caso por primera vez al sabio sacerdote... aunque él no lo había dicho en ese contexto.
Esa noche la chiquilla le hizo por primera vez el amor a una mujer y también a una persona... dejó que su vida valiera la pena. Gabrielle no sabía si se había enamorado en realidad, sin embargo, de lo que sí estaba segura era que por primera vez alguien había sido capaz de alejarle un poco ese odio que tenía guardado en su interior...

Por primera vez, Las Parcas se habían quedado calladas...y los dioses también.


Indice Fan Fiction

Página Principal