Una mujer vestida con una túnica blanca hablaba con unos aldeanos en el ágora.
-¿Callisto has dicho que te llamas? ¡Tú arrasaste mi granja!
-¡No! -se apresuró a disimular-. No fui yo, fue Xena. Id por ella, no está lejos.
Mientras, la guerrera y la bardo cabalgaban ambas en sobre Argo, la esbelta yegua baya.
Apenas habían entrado en el bosque cuando se detuvieron. Seguían discutiendo acerca de
su última aventura.
-Si no te hubieras interpuesto todo habría salido bien -dijo la rubia.
-Vamos, Gabrielle, sabías que no lo vencerías -contestó Xena.
-Oh, tú y tu orgullo. ¿Lo ves? No puedes borrar tu pasado, siempre sale la guerrera
despiadada que llevas dentro.
Xena permaneció impasible ante aquel comentario, aunque bien sabía que no podía ocultar
el vidrioso brillo de sus ojos.
El día transcurrió despacio, con un tenso silencio entre las dos. Por la tarde, en el
claro, oyeron acercarse estruendosamente a un grupo de hombres. Eran los aldeanos
acompañados de algún soldado de la fortaleza cerca de la cual se extendía su pueblo. En
total, eran siete: cuatro campesinos y tres guardias.
Todos se abalanzaron sobre ellas. Xena se volvió y mantuvo a dos de los atacantes.
Gabrielle trabó su cayado entre las piernas de su oponente y lo derribó. Mientras, la
guerrera había parado desde el suelo una estocada con su espada, la derecha en la
empuñadura y la izquierda en la punta. Luego rechazó a un guardia con un golpe de la
parte plana de su arma y se deshizo de otro con el puño de la misma.
-¡Esperad! -gritó uno de los campesinos-. Nuestra asaltante llevaba una armadura
similar. ¡Pero era rubia! Fue Callisto, ¡vámonos!
Los aldeanos desaparecieron de allí. Pero los otros eran simples soldados y,
aprovechando la distracción, atacaron a Xena por la espalda. En ese mismo instante,
Gabrielle golpeó al guardia en el costado y éste se giró, dañando con su daga la piel
de la joven. La herida no parecía grave, pero sangraba abundantemente. Una sencilla
alteración en el ángulo de movimiento y habría sido mortal.
-¡Xena!
-¡Gabrielle!
Esta vez sí, lanzó su chakram y la mano del soldado voló. Los restantes huyeron
precipitadamente.
-Gabrielle, ven, lavaré tu herida -dijo Xena, preocupada.
-El vientre es un mal sitio -opinó ella-. Suerte que fue sólo un tajo superficial y no
una puñalada.
La guerrera la ayudó a llegar hasta un lugar cómodo para descansar. Ya atardecía cuando
salió de nuevo el tema del último error.
-En cuanto a lo de esta mañana -empezó la rubia-, ya sabes que yo no creía lo que dije.
Ya nadie recuerda a la Xena de antaño. Yo no quería...
-Yo debería haber confiado en ti. Gabrielle, si tu herida hubiera sido más profunda...
He estado a punto de perderte. -Ambas se abrazaron-. Hay algo que he de decirte. Sé que
es difícil de entender, por eso sólo te pido que me escuches.
La bardo la miró extrañada. Xena al fin dijo:
-Gabrielle, te amo.
La joven no dijo nada, tan sólo se limitó a girarse e internarse en el bosque. La
guerrera intentó en vano contener el llanto y la siguió. Ahora debía recuperar su
amistad, aunque no consiguiera más que eso: amistad. No tardó en alcanzarla y cuando lo
hizo, la detuvo sujetándole la mano. Notó cómo ésta temblaba, se estremecía bajo la suya.
-Gabrielle, sabes que lo que yo más temo sería perderte. Sé que tienes miedo. Lo siento,
no pretendía agobiarte.
-No, Xena. -La joven bardo aún no había soltado su mano y ahora la apretaba fuertemente
contra sí. Con la otra secó las lágrimas que resbalaban desde aquellos intensos y
penetrantes ojos azules a los que había visto soportar los más duros tormentos-. Lo
cierto es que yo huyo de ese mismo sentimiento. ¡Dioses! Lo he ocultado durante tanto
tiempo... Me asusta. Yo no había salido de Poteidaia, era desconocido para mí.
-Tú eres mi luz y, a la vez, la nube que oculta el sol cuando brilla demasiado. Cuando
creo que no hay nada por lo que continuar, tú eres esa esperanza, por ti sé que merece
la pena. -Ambas se acercaban lentamente.
-Xena, perdóname. -El pecho de Gabrielle subía y bajaba, acelerado, ante su proximidad.
-No hay nada que perdonar... -La voz de la guerrera era casi inaudible, y se extinguió
por completo cuando los labios de Gabrielle sellaron los suyos.
Se separaron despacio, disfrutando de cada momento. Se acabaron las lágrimas amargas y
clandestinas. Xena acarició tiernamente el rostro y el áureo cabello de su amada y ella
le correspondió con una sonrisa y una mirada cómplice de sus ojos verdes. Ante aquello,
la morena casi se derrite entre sus brazos. "He sometido a la Princesa Guerrera" pensó
Gabrielle. Una vez más, las incipientes estrellas de la tarde acunaron el anhelado beso.
Comenzó como el primero, tímido y lento, y fue creciendo a medida que ambas bebían de
la vida.
-Nadie nos separará, mi bardo, mi pequeña bardo...
FIN