"El bullicio en una casa
la mañana después de la muerte
es la más solemne de las tareas
llevada a cabo sobre la tierra..."
Emily Dickinson
Me arrodillo al lado de su cabecera, ahora convertida en su féretro, con la cabeza
enterrada contra su costado. Agarro una mano que ya nunca más acariciará una mejilla ni
esgrimirá una espada. Mi llanto furioso y suplicante por la vida que ella entregó de
buena gana ha terminado, reemplazado por el vacío. Una mano toca mi pelo, y me
sobresalto.
-Niña, bebe esto -dice una voz amable, y miro el rostro del curandero. Su cara
envejecida por las preocupaciones y el pelo canoso atestiguan su avanzada edad, pero
sus oscuros ojos brillan con algo más cercano a la juventud. Me alcanza una copa de
barro llena de una infusión de olor amargo-. Es para la infección.
Sacudo la cabeza y le hago a un lado, pero es persistente.
-Debes ponerte bien si pretendes mantener tu promesa.
-Eso no importa ahora -contesto, pero tomo la copa. La sostengo con ambas manos pero
sin probarla aún-. Si la sigo...
El curandero me agarra por debajo de los brazos y me pone en pie. Me sorprende la
fuerza de sus manos, de este hombre no mucho más alto que yo.
-Si mueres, todo lo que ella era se acabará. Si tú mueres, su lucha no habrá tenido
sentido. Entonces estará completamente muerta.
-¿Completamente muerta? Lo pienso, pero no lo digo. Ya no respira; su corazón ya no
late. Toco su mano y la siento fría.
-Mi niña, eso es su cuerpo. ¿Realmente piensas que ella no era nada más que eso?
Lleva la copa a la fuerza a mis labios.
-Esta infusión es la más amarga que hago, y la más poderosa. Bebe. Después
continuaremos con nuestro trabajo. -Obligada por esos oscuros ojos, bebo.
Trae la más pura nieve y la funde en ollas colocada en el fuego. El curandero agrega
una mezcla de hierbas, y un olor llena el aire, dulce, pero no empalagoso, el olor de
la primavera de Tracia, pienso.
-Estas hierbas retardarán los cambios que vendrán... y te darán tiempo para cumplir tu
promesa.
Toma la primera olla del fuego y coloca en ella vendas limpias. Yo la tomo de sus manos
y no le permito acercarse a su cuerpo.
-Éste es trabajo para mí -le digo. No protesta pero sale por la puerta hacia otra
habitación. No le pierdo de vista, y aunque veo una forma, escucho sólo mi propia
respiración. Nada más que mi respiración se oye ahora en este cuarto.
Tomo la tela y suavemente lavo su cara, la piel es todavía suave y flexible, bronceada
por el sol y el viento, sin signos de sufrimiento marcados en ella. Es la cara de una
inocente, sin tocar por los pecados del mundo. Mojo su pelo y lo froto con una tela
seca, tela que acaba manchada por la sangre que antes no pude quitar. Repito el lavado
hasta que su cabello está limpio de esta señal de su reciente dolor. Lavo sus brazos
como lavaría los de un niño o un inválido. Tomo la mano entre mi cuerpo y mi brazo y la
froto suavemente con la tela húmeda. Me doy cuenta de que tarareo una canción infantil
de baño, y me detengo.
Alcanzo un punto decisivo. Puedo dirigirme a sus piernas, destapadas también, o puedo
quitarle el traje de batalla de cuero que todavía lleva. Aunque en vida yo he visto su
cuerpo desnudo mientras nadábamos o nos bañábamos, verla así, desarmada de su espíritu,
parece una violación. Pero debe hacerse, y no permitiré que el curandero lo haga. Si él
la hubiera salvado, podríamos haber compartido tales tareas, pero ahora el deber es
sólo mío. Quito los cierres de los hombros, deslizo el cuero hacia abajo y se lo quito.
Es sorprendentemente fácil, y me doy cuenta de cuánto peso perdió la semana pasada.
Retirando otra olla de agua del fuego, endulzada también por las hierbas, lavo cada
parte de su cuerpo. La tarea no es desagradable, y me doy cuenta de que estas cosas que
hago no son una violación, sino un obsequio. Al terminar, coloco una cubierta limpia
sobre ella y sostengo su vestido de cuero de batalla en mis manos. Podría colocar sobre
su cuerpo una muda blanca limpia o diseñar para ella un traje de funeral. Sacudo mi
cabeza, y me pongo a limpiar la única vestimenta que simboliza su vida de guerrera.
Cuando acabo, la visto y pienso que la última persona que hizo esto por ella fue su
madre.
Entra el curandero, y en sus manos están las botas y toda su armadura, reluciente como
si fuera nueva. Nombro cada pieza para mí misma, recordando a quien me enseñó sus
nombres y usos. Coloco y abrocho cada una: las botas, las espinilleras y rodilleras que
cubren piernas que nunca más necesitarán tal protección; la armadura de pecho,
complejamente diseñada con unos símbolos cuyo significado nunca aprenderé; las
hombreras, los brazaletes y muñequeras que decoran más que protegen sus brazos.
De mi mochila, saco el cepillo que he usado tan a menudo en su largo y negro cabello.
Sosteniendo su cuerpo con el mío, levanto su cabeza para poder hacer este trabajo una
vez más.
Cuando termino, miro a la perfecta guerrera, que tan sólo necesita el aliento de un
dios para volver a la vida.
-Puedes descender la montaña con ella en el trineo. En la base de la montaña hay una
pequeña aldea...
-Lo sé -le digo-. Ahí es donde compré las pieles.
-Busca allí a un hombre llamado Anthyus. Es un carpintero.
-No tengo tiempo para eso -contesto-, ni dinero. Eso puede esperar hasta que la lleve a
su aldea natal. Junto a su madre... y su hermano.
-Todo fue proporcionado hace tiempo -explica el curandero-. Encuentra a Anthyus. Él
tiene lo que necesitas.
Todavía estoy mirando a mi perfecta guerrera. Y asiento.
Fin