Al advertir que el hombre se acercaba, la mujer pensó en huir. Pero, ¿dónde iría?
Debilitada aún por un complicado parto, llevando un niño pequeño y un bebé, ¿cómo
podría viajar sola? Nadie los ayudaría ni escondería. El miedo a la ira de aquel hombre
era demasiado grande. Tendría que trazar otro plan.
Despertó al niño, lo vistió, y lo sentó en una silla cerca del fuego. Cuándo él,
dormido, protestó, ella dijo:
-Quédate aquí, cariño. Demuéstrale que este hogar tiene un hijo.
Con la energía que aún le quedaba, cocinó un espeso guiso y sacó vino, queso y pan. Si
tan sólo pudiera hacer que el hombre se calmara y pensara en lo que tenían... Si pudiera
llenar su estómago y apaciguarlo como había hecho en otras noches... Su dolorido cuerpo
se encogió con ese pensamiento, pero haría el amor con él si eso la favorecía en sus
planes.
El bebé hizo un pequeño ruido, y fue a tomarlo en brazos. Destapando un seno, lo
amamantó con suaves tirones que también tiraban de su corazón.
-No te llevará, mi amor. Él... o yo... moriremos antes. -Acarició el manojo oscuro de
pelo del bebé antes de volver a acostarlo. Un chorro del frío aire de la noche acompañó
al estruendo de la puerta al ser abierta por la fuerza. El sólido apoyo que había
colocado contra la puerta chasqueó y el cuerpo del hombre llenó el dintel. Tenía barba
y aspecto lóbrego, iba cubierto de lodo por el viaje, vestido para la guerra.
Sus ojos escudriñaron el cuarto, aceptó la presencia del niño y luego la descartó,
decidiéndose entonces por la cuna.
-¡No! -ante el ahogado sonido, miró fijamente a la mujer. Ella mostró una forzada calma
que no sentía-. Siéntate al fuego y abraza a tu hijo. Descansa mientras te traigo la
comida. -Ignorando sus palabras él cruzó a zancadas la habitación y miró a su
preciosidad. Cuando levantó la mirada sus ojos vislumbraban una pregunta-. ¡No!
-exclamó ella de nuevo y trató de interponer su cuerpo entre él y aquella nueva vida.
Sin esfuerzo, la empujó toscamente, y ella cayó, aturdida, cerca de la chimenea.
Alcanzando la cuna, agarró la mantilla y colocó al bebé. Sacudió la cabeza, de cólera o
de pena. Levantando al niño y a la sábana, miró una vez más a la mujer y a su hijo,
después salió por la puerta.
Mientras se alejaba a galope con su negro caballo de guerra, el lamento fúnebre de la
mujer le siguió. "Deja que grite su pena", pensó él. "Es por eso que las mujeres, al
contrario que los hombres, se recuperan".
Llevando el paquete en su brazo derecho, con el que a menudo esgrimía una espada,
fustigó a su montura con mayor velocidad que nunca hasta que alcanzaron la base de una
montaña segura. Deslizándose de su alto caballo, caminó hacia una gran piedra plana por
arriba, como un altar. Allí colocó a la criatura. Casi suavemente, destapó su cuerpo
otra vez. Mientras miraba al bebé por última vez como un ser vivo, le habló.
-No vas a sufrir. Sólo vas a dormir. Podría dejarte con tu madre para que crecieras
hermosa como ella, para que amaras y acompañaras a un hombre como ella me ha amado y
acompañado. Pero no hace mucho le hice una promesa a un dios que no perdona. Fue en el
campo de batalla, y yo estaba rodeado. Sabiendo que estaba a punto de morir, le rogué
al dios de la guerra. Ares, dije para salvar mi vida, necesito la fuerza de diez hombres.
Si me das lo que necesito, el próximo hijo que tenga lo dedicaré a tu servicio. El
enemigo atacó, y hombre tras hombre cayeron ante mi espada. Cuando la batalla acabó,
tuve que pasar sobre sus cadáveres para volver con mis propios hombres. -Deslizó un
áspero dedo por la suave mejilla del retoño-. No tienes la culpa, pequeña. No es tu
culpa que hayas nacido niña. La culpa es mía por hacer tal promesa. Debes morir antes
de haber vivido, pero te dedicaré a Artemisa, la diosa de la caza. Puede que ella tome
tu espíritu y te permita viajar con su banda de vírgenes.
Con esas palabras, se alejó un poco para sentarse y reflexionar bajo las distantes
estrellas como había hecho muchas veces en el campo de batalla. No dejaría aquella
pequeña forma para que los animales la despedazaran. Esperaría, vigilando hasta que el
frío aire de la noche hubiera hecho su trabajo.
Hacia el amanecer, cuando ya hacía mucho que había oído los fuertes llantos debilitarse
y convertirse en quejidos y finalmente en silencio, el hombre se levantó y volvió a la
piedra. El bebé estaba pálido y frío, una estatua de mármol de un bebé perfecto.
Estudió las manos estrechas, largos dedos que podrían haber aprendido a manejar una
espada, el torso estrecho, y las rectas piernas que nunca caminarían ni correrían.
Enterraría a la niña aquí, en esta montaña, cubriendo su cuerpo con rocas, su propia
tumba de piedra. Entonces el bebé lloriqueó. El corazón del hombre saltó, después se
endureció. Alcanzó la delgada daga que guardaba junto a su espada. Entonces los ojos
del bebé se abrieron, y él vio en la mirada azul, los celestes ojos de su propia madre.
Devolviendo la daga a su vaina, el hombre sacó su espada. Levantó a la niña con una
gran mano y la espada con la otra.
-Ares -gritó-. Mantengo mi promesa. Ésta, mi hija viva, te la dedico. Le doy la fuerza
que me has concedido, y yo lucharé mis próximas batallas como un hombre normal. Ella
será una guerrera como el mundo nunca ha conocido. En honor al campo de batalla donde
hice mi promesa, su nombre será Xena.
Sosteniendo a la niña, dedicada por él a dos celosos dioses, el hombre galopó en su
oscuro caballo hacia casa.
Fin