Tengo que confesar que, para ser totalmente honesta conmigo misma, lo cierto es que no
me vi obligada a interrumpir el discurso por una repentina indisposición gutural, sino
por aquella visión que pareció dejar mi vida, junto con la conferencia, en suspenso
durante una milésima de segundo. Bastó con desviar la mirada y, en un encaje tan
contundente como espectral, encontrarme con la suya, cuya intensidad no me esperaba.
Escuchaba con expresión arrobada, admirativa, absorta en cada una de mis supuestamente
experimentadas y estratégicas palabras. Sus manos, olvidadas, yacían apacibles en su
regazo como dos tallos de rosa entrelazados, descansando en su abrazo eterno. Su
cándida y reluciente melena caía en una tibia cascada cubriendo uno de sus delicados
hombros, puesto que volvía a sucumbir al habito de inclinar la cabeza al evadirse en
sus pensamientos o en concentrarse en cualquier cosa que la cautivara. Y sus labios, de
un carmín natural exquisito, permanecían entreabiertos y humedecidos en sintonía con
una coloración febril que relucía en los pómulos. Y, aun así, había algo delicado y
virginal en su aspecto.
Mal me pesara, su dulce belleza era dolorosamente evidente.
Recuerdo que, al percibir mi inusual atropello, vi que sus labios esbozaban una leve
sonrisa de placer que en nada ayudó a reanudar mi discurso, cuya temática e
intencionalidad logró hacerme olvidar momentáneamente. Pero me repuse, arranqué
hábilmente la mirada de su ser turbador y volví a concentrarme en el centenar y medio
de aldeanos que esperaban de mí nada menos digno y alentador que un discurso propio de
la "heroína" que acababa de salvar sus tierras, su ganado y sus herederos, por orden
de prioridad impuesta. Discerní durante lo que me pareció una eternidad en diferentes
modos de defensa y autoprotección con los que podrían atenerse mejor ante futuros
ataques bárbaros, furias divinas o plagas inesperadas de saqueadores y diferentes
representantes del lado oscuro de la humanidad.
Algunos parecían exageradamente interesados, asintiendo en concordancia vehemente con
los ojos muy abiertos incluso antes de que terminara las frases. Estoy segura de que si
les hubiera propuesto colgar las tripas de una gallina tuerta en cada una de sus
puertas, se hubieran convencido al acto de que sería la mejor de las protecciones
contra un ejército de rufianes de dos metros de alto con un sable en cada mano y otro
entre sus dientes putrefactos. Otros, sin embargo, fruncían el ceño no confiando aun
del todo en la ex Destructora de Naciones, actitud que, por otra parte, me parecía
muchísimo más razonable que la anterior. Aunque la mayoría, patéticamente, sé que no
escuchaba nada de lo que les decía, ya fuese por falta de materia gris o por la
supuesta agitación y excitación oscilante que les producía mi mera presencia.
Al fin y al cabo, no todos los días Xena, la antigua Destructora de Naciones, la
Temible Fiera de Ares con su famosa Estocada Mortífera ineludible, viene a tu
pueblecito, situado exactamente en el culo del mundo, a darte un cursillo gratis y
acelerado de autodefensa, ¿no?
Al bajar de la improvisada tarima, con la que servilmente tres fornidos aldeanos me
habían estado aguantando, la muchedumbre vitoreó efusivamente mi nombre, haciéndome
sonreír afablemente para ocultar la inclemencia y creciente irritación que todas
aquellas parafernalias post-salven me provocaban. Yo preferiría simplemente patear
traseros de villanos e irme sin más. Todo ese afán de gloria y reconocimiento me
sobraba, molestaba y, con creces, aborrecía. Pero, por lo visto, andar pateando culos
en el lado bueno (o supuestamente bueno) de la ley también tiene sus inconvenientes.
Y, sin duda, para mí la fama, la buena, era y sigue siendo la más cruel de mis condenas.
Al menos con la mala nunca se te acercaban.
Así que, como me he visto obligada en demasiadas ocasiones para mi desgracia
últimamente, tuve que hacerme paso por el gentío entre mil apretujones de mano,
ciertamente molestas palmadas de hombro o espalda que supe de inmediato que me
dejarían moratón, y furtivos y para mí desafortunadamente largos e interminables
abrazos y besos. ¿Dónde quedaba mi aplomo, mi regio porte, aquel que asustaba hasta a
el más bravo de los centauros? ¿En qué momento perdí mi visceralmente amado y
mortalmente respetado espacio vital? ¿Cómo se atrevían siquiera a acercarse, más aun
espachurrarme con tal descaro?
Aquello era atrozmente indignante para la guerrera que fui y el intento de alma
samaritana que pretendo ser.
Y cuando ya estaba planteándome muy seriamente estamparle un codazo en todo los morros
a un aldeano histérico que revoloteaba a mi alrededor chirriando su agradecimiento,
tan enérgicamente que temí que me cogiera de los hombros y empezara a sacudirme, volví
a serenarme al volver a tenerla en mi campo de visión. Al acercarme, advertí su mirada
fugazmente huidiza y recatada a la que tan pocas veces me tiene acostumbrada ya dado
los años que llevamos juntas y la confianza que sin duda nos tenemos. De modo que una
extraña agitación en la boca de mi estómago corroboró físicamente el gozo que me
produjo tan inesperada pero grata demostración de timidez, olvidándome "insofacto" del
griterío y bullicio aldeano.
- ¿Nos vamos? -propuse sonriendo sin ni siquiera percatarme de ello.
Asintió escondiendo su propia sonrisa indulgente y, en silencio, recogimos rápidamente
nuestras pertenencias, despidiéndonos y adentrándonos, para mi alivio, en la paz
solitaria del bosque.
Mientras hacíamos camino tranquilamente, en un momento dado un destello de luz
deslumbró mi atención al reflejarse en el dorado de su cabello. La miré de reojo y la
descubrí sonriéndole al suelo, en actitud ensimismada, buceando en sus íntimas
cavilaciones. No me sorprendió en absoluto, pues a lo largo de todos los años
conociéndola famosa era su actitud soñadora y largos y frecuentes los períodos en los
que solía sumirse en sí misma para reflexionar sobre temas tan transcendentales como
el amor o tan triviales como la elección de un vocablo u otro para la frase en la que
elucubraba para alguna de sus historias. Le gustaba, después de un largo día, con el
campamento alzado y la cena hirviendo en el caldero con burbujeo relajante, sentarse
al pie de un árbol y pasarse lo que a mí me parecían vidas mirando un pergamino en
blanco, afilando una y otra vez la punta de su pluma, mordisqueándola de vez en cuando
al errar la mirada pensativa en un punto en la lejanía que solo ella veía.
Tengo que reconocer que al principio no llegaba a comprender qué encontraba de especial
en pasarse horas ahí sentada, pensando los Dioses saben qué, mirando una hoja en blanco
o a la oscuridad mortecina de la noche. Pero a medida que fueron pasando las lunas y
me dejaba ahondar en su carácter, simplemente me di cuenta que la reflexión, la
necesidad de recapacitar cada noche sobre el día vivido, era algo imprescindible para
ella para conocerse mejor, para estudiarse a fondo y ver su evolución como persona que
era, así como la de todo aquel o aquello que la rodeara. Su afán por conocer el mundo,
con todos sus recónditos misterios y sus lecciones escurridizas pero vitales para la
madurez lúcida de todo ser vivo, esa actitud de eterna y entregada aprendiz, queriendo
absorber cual esponja toda minucia que el destino le brindara, es la que a día de hoy
envidio y admiro a la vez, puesto que si yo misma hubiera empeñado tal ejercicio,
quizás a estas alturas sería capaz de comprenderme mucho mejor.
O quizás aun tendría todo menos sentido.
- ¿Xena...?
Parpadeé un poco al verme interrumpida por la protagonista de mis propias cavilaciones,
así que, un tanto desconcertada, la miré de lado con interés. Pero nada podría haberme
preparado para el nuevo estallido emocional que me produjo su asombrosa y casi etílica
visión.
A contra luz, su pómulo quedó en rebelión y poco a poco, mientras iba inclinando el
rostro hacia mí, el costado de su inquieta y risueña boca, hasta que todo su perfil
quedó en claro manifiesto, tan afilado por la luz del sol como una grieta en el hielo
el primer día de primavera. De nuevo su inesperada belleza, que por alguna razón yo no
parecía haber advertido o reparado en ella hasta ese día, me dejó estupefacta: la
ligera curva ascendente de los labios, la nítida y cincelada pendiente de la nariz, la
suave turgencia de la línea de la mandíbula, cada ángulo en perfecta, tierna y
extrañamente angelical alineación en el conjunto.
Sentí, inequívocamente, que mi corazón se saltaba un latido para luego recuperar el
bombeo a un ritmo frenético, casi insoportable, en pos de una corriente eléctrica que
empezó en el nervio óptico para descenderme fulminante por todo el cuerpo.
<No, Xena. No, no y no. Esto no está pasando. Punto.>
Levantó un instante la mirada pero no osó ir más allá de mi rodilla por alguna razón
ignota que claramente se le escapaba a mi conocimiento, mientras la sonrisa que
endulzaba sus labios los ensanchaba y embellecía.
En ese momento, sorprendida una vez más por su repentina y de nuevo evidente timidez,
me sobrevino un sentimiento del que supe de inmediato ya no podría desprenderme jamás.
Supe que se me había aferrado con tal fuerza al corazón que ni siquiera con el paso de
las vidas creía posible lograr deshacerme de su poder, puesto que en aquel instante
comprendí que no sólo poseía gracia exterior, que la fuerza de su efecto en mí no sólo
recaía en esa extraordinaria aunque superficial y temporal virtud. Su belleza no era
sólo el reflejo en un espejo, sino que brotaba, con una simplicidad pasmosa, desde lo
más recóndito de su ser: lo que uno veía solo era la pequeña y visible porción de algo
mucho mayor, más exhaustivo, radiante y poseedor de una gran calidad interior.
- Dime, Gabrielle -ofrecí apaciblemente, aunque secretamente seguía sobrecogida por
la visión.
- Estaba pensando... uh... -vaciló.
Estreché los ojos con curiosidad y sacudí levemente la cabeza volviendo a la realidad.
Gabrielle se estaba comportando de forma un tanto extraña desde lo ocurrido en la
batalla. Le había visto hacer un placaje perfecto a un hombre enorme, desequilibrándolo
y proporcionándose así la ventaja necesaria para derribarlo. Pude verlo porque en ese
preciso instante yo había terminado con los otros tres, así que solo me quedaba esperar
a correr en su ayuda o contemplar con creciente satisfacción la desenvoltura de
Gabrielle en combate. Claramente me y se sorprendió, dado el asombro irrefutable con el
que miró al hombre agonizante en el suelo y luego levantó la mirada para localizarme,
como si yo fuera lo único que pudiera confirmarle que realmente no estaba soñando y que,
en efecto, acababa de liquidar a un gigante troglodita de las cavernas. La verdad es
que, francamente, a mí se me hinchó el pecho de orgullo, pero me contuve y simplemente
le cabeceé en aprobación profesional.
Y, sin embargo, estudiando el comportamiento vergonzoso de Gabrielle desde ese cruce de
miradas, estoy segura que el momento debió de ser mucho más sublime para ella que la
mera impresión que tuve yo de él.
- ¿En qué estabas pensando? -pregunté al fin, después de su demasiado largo silencio.
Un suspiro por su parte y un meneo ausente de cabeza dio por terminada la conversación,
puesto que me vi incapaz de inmiscuirme en el caparazón risueño en el que de nuevo
Gabrielle se rodeó y cobijó. Suspiré a mi vez, pero mucho me temo que las razones
distaban mucho de las de Gabrielle, y seguí adelante concentrándome en pensar en alguna
nueva hazaña, otra aventura, en la próxima parada, en... en un sauce lleno de pájaros
mandarinos cantando y agitando las alas con desafío al viento. No sé. Lo que fuera
antes de volver a caer en la fatídica y decepcionante cuenta que, de nuevo, era incapaz
de desmantelar los pensamientos, siquiera el comportamiento, de mi querida compañera de
viaje y, últimamente, vida.
*****
Respiré hondo, hinchando de aire rociado los pulmones, y sonreí cuando oí de nuevo el
canto de los pájaros que anidaban el árbol que cobijaba el campamento. Lo cierto es que
hubiera sido una melodía muy bonita si no fuera porque a veces los espeluznantes agudos
chirriaban en los tímpanos como gusanos devorándolos con piedad déspota.
Aun así, se me escapó un suspiro de contento al alba.
- Umhgff.. -fue la extendida y esmerada protesta que llegó desde la izquierda al
cuarto o quinto chirrido.
Volví la cabeza y sonreí al revoltijo de mantas en el que se había convertido Gabrielle.
Enarqué una ceja. <¿Eso es un codo o un talón?>. Decidí comprobarlo por mi misma
toqueteando la extremidad de lo que fuese con la punta de los dedos. Una risa sofocada
y una escabullida fugaz de la pieza bajo las mantas me dio la respuesta. No pude evitar
hacer un visaje de ojos.
<Santa Era, ¿cómo puede ser alguien tan cosquilloso?>
Primero asomaron un par de mechones de pelo enredados, luego toda una mata claramente
en desorden kafkaiano y finalmente una cabecita de ojitos verdes soñolientos que
parpadearon tras la desconsiderada intromisión de luz matinal. Dos puñitos se sumaron
al conjunto del borde de la manta y frotaron con pereza los ojitos para aliviarles la
desdicha y sacarlos de su deslumbramiento matutino. Por supuesto, después vino el
obligatorio bostezo, haciendo asomar así una boquita cerrándose y degustando con cierto
disgusto la pastosidad que el sueño dejaba, generoso él, ahí dentro durante la noche.
Un parpadeo más y al fin la personalidad de la bardo volvía a acomodarse en su ser,
haciéndola humana.
- Buenos días -saludé apoyándome en los codos, una sonrisa bailando en mis labios,
sin dejar de observar el espectáculo que era el despertar de Gabrielle.
Al fin se liberó de parte de la manta a patadas y miró a su alrededor con ceño
lentamente frunciéndose.
- Dirás buenas albas -refunfuñó y miró aun más ceñuda hacia arriba cuando los pájaros
reiniciaron su canto, tras la pausa que solían acoger de un par de minutos-. Oh, por
Hades, dame una piedra, Xena - levantó un bracito y los señaló indignada-. ¿Tenéis
alguna remota idea de la hora que es, malditos pajarracos?
<¿Humana he dicho? Bueno, más o menos... ¿No?>
Ah, sí, los despertares de Gabrielle... Desde luego también eran famosos, pero no por
su talante optimista precisamente.
Meneando la cabeza, me incorporé y me estiré también yo un poco para aligerar algunos
músculos agarrotados y volví a respirar hondo, consciente de la mirada de Gabrielle.
Giré sobre mis talones y miré críptica el tronco del árbol, situado en lo alto de la
colina donde la noche anterior decidimos acampar puesto que Gabrielle se había empeñado
en ver las estrellas dada la noche "tan bonita y estrellada" que había.
<Uhm, sí, bueno>
Agarré un costado saliente que había e hice palanca con la otra mano alrededor del
tronco, di un salto y empecé a trepar sin más.
- ¡Xena! -exclamó Gabrielle, y en mente ya me la pude imaginar con los ojos
desorbitados-. ¿Pe... pero qué...?
Llegué a las primeras ramas sin dificultad y me senté en la siguiente tanda lo más
sigilosa y silenciosamente que pude. Logré pasar desapercibida, aun con toda mi
corpulencia, para la familia de mandarinos felizmente desentonando y miré abajo
sonriente, señalando a uno de ellos y sacándome una piedra que siempre guardo en el
morral que cuelga de mi cintura, de más significado que uso. Y me temo que tuve que
morderme más de lo que reconoceré jamás el labio inferior para no estallar a carcajadas
cuando Gabrielle pegó un gritito de horror y saltó de su petate agitando las manos al
aire y meneando la cabeza con vehemencia, suplicándome en silencio que desistiera de
mis intenciones.
<¡Ja! Ahora sí parece un poco más humana. Vamos a ver si...>
Un brillo malicioso cruzó mis ojos, el cual estoy segura que ella advirtió, puesto que
se le puso tenso el cuerpo y dejó de respirar en el momento justo en el que yo alcé el
brazo con la piedra, en ningún momento dejándola de mirar. Tiré un poco más atrás el
brazo amenazante y entonces reaccionó: se puso a gritar como una histérica,
saltironeando, agitando los bracitos al aire como si quisiera volar y correteando
alrededor del árbol, de vez en cuando cogiendo carrerilla, bajando un poco el hombro y
estampándolo contra el tronco para sacudir minúsculamente el árbol. Y tras todo ese
despliegue de artimañas supuestamente aéreas, Gabrielle se desplomó en el suelo
aliviada cuando los mandarines alzaron el vuelo espantados y, seguramente,
preguntándose qué clase de animal era Gabrielle. Quizás incluso apiadándose de la
tortura que estuviera padeciendo, pobre animalito agonizante.
<Je! Bingo>
De un salto, bajé del árbol y enarqué las cejas toda inocentona al mirarla.
- ¿Qué? -encogí un hombro-. ¿No habías dicho que...?
- ¡Oh, por todos los dioses, Xena! -restalló incorporándose, poniéndose en jarras y
fulminándome con la mirada-. Y si te digo que cojas una caca de centauro y te
embadurnes el cuerpo con ella y te pasees desnuda y pudiente por Atenas, ¿lo harás?
- Uhm... -me lo pensé, miré alrededor y luego cabeceé hacia el este-. Vamos, creo
recordar que el poblado cent...
- ¡Xena!
A menudo me gustaría tener alguna especie de baúl mágico donde pudiera guardar todas
sus sonrisas dulzonas, junto con todas sus risas ufanas y sus carcajadas profundas.
Gabrielle tiene una risa terriblemente sincera y contagiosa, y mucho me temo que todas
las tonterías que hice por aquel entonces solo surtían del placer que me daba escuchar
ese sonido. Quizás estaba a un paso de volverme adicta a él. Quizás ya estaba en pleno
tránsito desde hacía mucho tiempo. Ah, bueno... Tan solo recuerdo que se me metía en el
pecho y, como un torrente de agua tibia de géiser, me dejaba una abrumadora sensación
de calidez que me extasiaba en algo demasiado bueno para la persona indigna que yo era.
Que siempre sería. Y sin embargo, ahí estaba de nuevo, resonando como un envolvente
zumbido de la más organizada colmena de abejas con la reina haciéndome cosquillas en el
corazón.
<Con que caca de centauro, eh?>
Continuación y finalización en la próxima entrega...