Europa --
Sus fundamentos espirituales ayer, hoy y mañana
Por el cardenal Joseph Ratzinger
ROMA, sábado, 22 mayo 2004 (ZENIT.org).-
Publicamos la conferencia que pronunció el cardenal Joseph Ratzinger, prefecto
de la Congregación para la Doctrina de la Fe, en la biblioteca del Senado de la
República Italiana, el pasado 13 de mayo sobre los fundamentos espirituales de
Europa.
* * *
Europa. ¿Qué es exactamente? Esta pregunta de siempre, fue planteada
expresamente por el cardenal Józef Glemp en uno de los círculos lingüísticos del
Sínodo de obispos sobre Europa: ¿dónde comienza, dónde termina Europa? ¿Por qué,
por ejemplo, Siberia no pertenece a Europa aunque también la habitan europeos,
que tienen un modo de pensar y de vivir completamente europeo? ¿Dónde se pierden
las fronteras de Europa en el sur de la comunidad de los pueblos de Rusia?
¿Dónde está su límite en el Atlántico? ¿Qué islas pertenecen a Europa, y cuáles,
en cambio, no? Y, ¿por qué? En estos encuentros se manifiesta claramente que
sólo de modo secundario Europa es un concepto geográfico. Europa no es un
continente netamente determinado en términos geográficos, sino más bien es un
concepto cultural e histórico.
1. El surgimiento de Europa
Esto se percibe con bastante evidencia si intentamos remontarnos a los orígenes
de Europa. Quien habla del origen de Europa, cita normalmente a Heródoto
(484-425 a.C. aproximadamente), quien, de hecho, es el primero en definir Europa
como concepto geográfico; y lo hace así: «Los persas consideran Asia como su
propiedad y los pueblos bárbaros que habitan en ella, mientras estiman que
Europa y el mundo griego es un país distinto». No hace referencia a las
fronteras de Europa, pero está claro que tierras que hoy son el núcleo de Europa
estaban completamente fuera del campo visual del historiador antiguo.
De hecho, con la formación de los estados helenísticos y del imperio romano, se
había formado un continente que se transformó en la base de la sucesiva Europa,
pero que tenía otras fronteras: eran las tierras alrededor del Mediterráneo, que
gracias a sus vínculos culturales, gracias al tráfico y al comercio, gracias al
sistema político común, formaban un verdadero y particular continente.
Sólo el avance triunfal del Islam en el siglo VII y al inicio del siglo VIII
trazó una frontera a lo largo del Mediterráneo; por así decirlo, la partió en
dos, de tal manera que todo lo que hasta entonces era un continente se
subdividía ahora en tres continentes: Asia, África y Europa.
En oriente, la transformación del mundo antiguo se realizó más lentamente que en
occidente: el imperio romano, con Constantinopla como punto central, resistió
hasta el siglo XV, aunque fue quedando cada vez más al margen. Mientras tanto,
en torno al año 700, la parte meridional del Mediterráneo queda completamente
fuera de lo que hasta ese entonces era un continente cultural. Al mismo tiempo
se lleva a cabo una mayor extensión hacia el norte. El límite, que hasta
entonces había sido un confín continental, desaparece y se abre hacia un nuevo
espacio histórico que ahora abrazaría Galia, Germania, Bretaña como
tierras-núcleo propiamente dichas, y se extiende cada vez más hacia Escandinavia.
En este proceso de cambio de los confines, la continuidad ideal con el
precedente continente mediterráneo, medido geográficamente de un modo nuevo,
tiene como garantía un modelo de teología de la historia: partiendo del libro de
Daniel, se consideraba al Imperio Romano renovado y transformado por la fe
cristiana como el último y permanente reino de la historia del mundo en general
y, por tanto, se definía la trabazón de pueblos y estados que estaba en vías de
formación como el permanente «Sacrum Imperium Romanum».
Este proceso de una nueva identificación histórica y cultural se realizó de
manera totalmente consciente bajo el reino de Carlomagno. Aquí surge nuevamente
el antiguo nombre de Europa, con un significado diverso: este vocablo se
utilizaba incluso como definición del reino de Carlomagno, y expresaba, al mismo
tiempo, la consciencia de la continuidad y de la novedad con que la nueva
trabazón de estados se presentaba: como una fuerza con futuro. Con futuro porque
se concebía en continuidad con lo que había sido la historia del mundo hasta
entonces y anclada últimamente en lo que permanece para siempre.
Esta autocomprensión que se estaba formando se expresa al mismo tiempo en la
consciencia de la definitividad, así como la de una misión.
Es verdad que el concepto de Europa casi desaparece nuevamente después del fin
del reino carolingio y se conserva solamente en el lenguaje de los doctos; en el
lenguaje popular sólo se usa al inicio de la época moderna --aunque en relación
con el peligro de los Turcos, como modalidad de autoidentificación--, para
imponerse en general en el siglo XVIII. Independientemente de esta historia del
término, la constitución del reino de los francos como el imperio romano jamás
desaparecido y entonces renacido, significa, de hecho, el paso decisivo hacia lo
que nosotros entendemos hoy cuando hablamos de Europa.
Ciertamente no podemos olvidar que hay también una segunda raíz de la Europa, de
una Europa no occidental: el imperio romano de hecho, como ya he mencionado,
había resistido en Bizancio contra las tempestades de la migración de los
pueblos y de la invasión islámica. Bizancio se percibía a sí misma como la
verdadera Roma; es un hecho que aquí el imperio no había decaído jamás, razón
por la cual seguía reivindicando la otra mitad del imperio, la occidental.
También este imperio romano de oriente se extendió ulteriormente hacia el norte,
abarcando al mundo eslavo, y se creó un mundo propio, greco-romano, que se
diferencia respecto a la Europa latina del occidente en virtud de la diversidad
de su liturgia, de una constitución eclesiástica diferente, de una escritura
diversa, y en virtud de la renuncia al latín como lengua común enseñada.
Ciertamente hay también suficientes elementos unificadores, que pueden hacer de
los dos mundos un único, común continente: en primer lugar, la herencia común de
la Biblia y de la Iglesia antigua, que, por otra parte, en ambos mundos hace
referencia a una realidad que está más allá de sí misma, hacia un origen que
ahora se encuentra fuera de Europa, es decir, en Palestina; en segundo lugar, la
misma idea común de Imperio, la común comprensión de fondo de la Iglesia y, por
tanto, también la comunión en las ideas fundamentales del derecho y de los
instrumentos jurídicos; por último, yo mencionaría también el monaquismo, que en
los grandes movimientos de la historia se ha mantenido como el vehículo
esencial, no sólo de la continuidad cultural, sino, sobre todo, de los valores
fundamentales religiosos y morales, de las orientaciones últimas del hombre, y
en cuanto fuerza pre-política y super-política se transformó en el vehículo de
los renacimientos siempre necesarios.
Entre las dos Europas, a pesar de la común y esencial herencia eclesial, hay sin
embargo una profunda diferencia, cuya importancia ha quedado subrayada
especialmente por Endre von Ivanka: en Bizancio, Imperio e Iglesia aparecen casi
identificados el uno con el otro; el emperador también es el jefe de la Iglesia.
Él se considera a sí mismo como representante de Cristo, y en unión con la
figura de Melquisedec, que era al mismo tiempo rey y sacerdote (Gén 14 18),
lleva desde el siglo VI el título oficial de «rey y sacerdote». Dado que a
partir de Constantino el emperador había escapado de Roma, en la antigua capital
del imperio pudo desarrollarse la posición autónoma del obispo de Roma, como
sucesor de Pedro y pastor supremo de la Iglesia; aquí ya desde el inicio de la
era constantiniana se enseñó una dualidad de potestad: emperador y papa tienen
de hecho potestades separadas, ninguno dispone de la totalidad. El papa Gelasio
I (492-496) formuló la visión de occidente en su famosa carta al emperador
Anastasio y, todavía más claramente, en su cuarto tratado, donde ante la
tipología bizantina de Melquisedec subraya que la unidad de las potestades está
exclusivamente en Cristo: «él, de hecho, a causa de la debilidad humana
(¡soberbia!) Ha separado para los tiempos sucesivos los dos ministerios de
manera que ninguno se ensoberbezca» (c. 11). Para las cosas de la vida eterna
los emperadores cristianos tienen necesidad de los sacerdotes (pontífices) y
éstos, a su vez, se atienen para el curso temporal de las cosas, a las
disposiciones imperiales. Los sacerdotes deben seguir en las cosas mundanas las
leyes del emperador, puesto por querer divino, mientras éste debe someterse en
las cosas divinas al sacerdote. Con esto se introdujo la separación y distinción
de las potestades, que fue de máxima importancia para el desarrollo sucesivo de
Europa, y que, por así decirlo, puso los fundamentos de lo que es propiamente
típico de Occidente.
Ya que de ambas partes, ante tales delimitaciones, siempre permaneció vivo el
impulso a la totalidad, la codicia de imponer el poder propio sobre el del otro,
este principio de separación se convirtió también en fuente de sufrimientos
infinitos. La manera en que se debe vivir correctamente y concretar política y
religiosamente este principio sigue siendo un problema fundamental, incluso para
la Europa de hoy y de mañana.
2. El viraje hacia la época moderna
Si a partir de cuanto he dicho hasta ahora podemos considerar el surgimiento del
imperio carolingio de una parte, y la continuación del imperio romano en
Bizancio y su misión hacia los pueblos eslavos por otra, como el verdadero y
propio nacimiento del continente Europa, el inicio de la época moderna significa
para ambas Europas un viraje, un cambio radical que concierne tanto a la esencia
de este continente como a sus contornos geográficos.
En 1453 Constantinopla fue conquistada por los turcos. O. Hiltbrunner comenta
este acontecimiento de manera lacónica: «los últimos... doctos emigraron...
hacia Italia y transmitieron a los humanistas del Renacimiento el conocimiento
de los textos originales griegos; sin embargo, oriente se hundió en la ausencia
de cultura». Esta afirmación puede ser un poco burda, ya que, de hecho, también
el reino de la dinastía de los Osman tenía su cultura; pero es cierto que la
cultura greco-cristiana europea de Bizancio tuvo su fin con esta invasión. De
este modo, una de las dos alas de Europa estuvo a punto de desaparecer, pero la
herencia bizantina no estaba muerta: Moscú se declara a sí misma como la tercera
Roma, funda entonces un propio patriarcado sobre la base de la idea de una
segunda «translatio imperii» y se presenta, por tanto, como una nueva
metamorfosis del «Sacrum Imperium » --como una forma propia de Europa, que, sin
embargo, permaneció unida con occidente y se orientó cada vez más hacia él,
hasta el punto de que Pedro el Grande intentó convertirla en un país
occidental--. Este movimiento hacia el norte de la Europa bizantina implicó
también un amplio movimiento hacia oriente de las fronteras del continente. El
establecimiento de los Urales como frontera es sumamente arbitrario. De
cualquier forma, el mundo que quedaba a su oriente se convirtió cada vez más en
una especie de subestructura de Europa --ni Asia ni Europa--; esencialmente
forjado por Europa, pero sin participar de su carácter de sujeto: objeto, pero
no vehículo de su historia. Quizás con esto se define la esencia de un estado
colonial.
Por tanto, al inicio de la época moderna, podemos hablar, en la Europa
bizantina, no occidental, de un doble acontecimiento: por una parte se da la
disolución del antiguo Bizancio con su continuidad histórica en relación con el
Imperio Romano; por otra parte, esta segunda Europa obtuvo con Moscú un nuevo
centro y amplió sus confines hacia oriente, para erigir en Siberia una especie
de pre-estructura colonial.
Contemporáneamente, también podemos constatar en occidente un doble proceso con
un significado histórico notable. Gran parte del mundo germánico se separa de
Roma; surge una nueva forma iluminada de cristianismo, de modo que, por medio de
occidente, se crea a partir de entonces una línea de separación que forma
también claramente una frontera cultural, un confín entre dos diversos modos de
pensar y relacionarse. Ciertamente, también dentro del mundo protestante hay una
fractura: en primer lugar entre luteranos y reformados, a los cuales se asocian
los metodistas y presbiterianos, mientras la Iglesia anglicana busca formar un
camino intermedio entre católicos y evangélicos; a esto se añade también la
diferencia entre el cristianismo bajo la forma de una iglesia de Estado, que
llega a ser un distintivo de Europa, e iglesias libres, que encuentran su
espacio de refugio en Norteamérica, tema éste del que debemos volver a hablar.
Pongamos atención, en primer lugar, al segundo acontecimiento, que caracteriza
esencialmente la situación de la época moderna, diferenciándola de la que era la
Europa latina: el descubrimiento de América. A la extensión de Europa hacia el
este, gracias a la progresiva extensión de Rusia hacia Asia, corresponde la
radical salida de Europa más allá de sus confines geográficos hacia el mundo que
está más allá del océano, que ahora se llama América. La subdivisión de Europa
en una mitad latino-católica y una mitad germánico-protestante se transfirió y
repercutió sobre esta parte de tierra ocupada por Europa. También América fue al
inicio una Europa ampliada, una colonia, pero ella también se crea
--contemporáneamente a la agitación europea provocada por la Revolución
Francesa-- su propio carácter de sujeto: desde el siglo XIX en adelante, aunque
forjada en sus aspectos profundos por su nacimiento europeo, América se presenta
ante Europa como un sujeto propio.
En este intento de conocer la identidad más profunda e interior de Europa a
través de una mirada histórica, hemos tomado en consideración dos virajes
históricos fundamentales: el primero es la disolución del viejo continente
mediterráneo, por obra del continente del «Sacrum Imperium», colocado más hacia
el norte, en el que se forma Europa a partir de la época carolingia como mundo
occidental-latino, junto a éste está la continuación de la vieja Roma en
Bizancio, con su extensión hacia el mundo eslavo. Como segundo paso, hemos
observado la caída de Bizancio y, por una parte, el consiguiente traslado hacia
el norte y hacia el este de la idea cristiana de imperio de una parte de Europa,
y, por otra parte, la división interna de Europa en un mundo
germánico-protestante y un mundo latino-católico. Además de esto, se encuentra
la expansión hacia América, a la que se trasfiere esta división y que, al final,
se constituye como un sujeto histórico propio que está ante Europa.
Ahora debemos considerar un tercer viraje, cuyo faro más visible lo constituye
la Revolución francesa. Es verdad que el «Sacrum Imperium» como realidad
política se estaba disolviendo desde el final de la Edad Media y se había vuelto
cada vez más frágil, incluso como válida e indiscutible interpretación de la
historia; pero sólo entonces este marco espiritual se fragmenta también
formalmente, este marco espiritual sin el cual Europa no habría podido formarse.
Es un proceso de considerable importancia, tanto desde el punto de vista
político como ideal. Desde el punto de vista ideal, esto significa que se
rechaza el fundamento sacro de la historia y de la existencia estatal: la
historia ya no se mide de acuerdo con una idea de Dios precedente a ella y que
le da forma; el Estado es considerado, a partir de entonces, en términos
puramente seculares, fundado en la racionalidad y en la voluntad de los
ciudadanos.
Por primera vez en absoluto surge en la historia el Estado puramente secular,
que abandona y deja a un lado la garantía divina y la normativa divina del
elemento político, considerándolo como una visión mitológica del mundo y declara
al mismo Dios como una cuestión privada, que no es parte de la vida pública y de
la formación de la voluntad común. Ésta es concebida únicamente como un asunto
de la razón, para la cual Dios no aparece claramente cognoscible: religión y fe
en Dios pertenecen al ámbito del sentimiento, no al de la razón. Dios y su
voluntad cesan de ser relevantes en la vida pública.
De este modo surge, con el fin del siglo XVIII y el inicio del siglo XIX, un
nuevo tipo de cisma, cuya gravedad percibimos cada vez más netamente. En alemán,
este proceso no tiene ningún término, ya que se ha desarrollado más lentamente.
En las lenguas latinas es caracterizado como división entre cristianos y laicos.
En los últimos dos siglos esta laceración ha penetrado en las naciones latinas
como una fractura profunda, mientras el cristianismo protestante, al inicio,
tuvo una vida fácil al conceder dentro de sí espacio a las ideas liberales e
ilustradas, sin destruir el marco de un amplio consenso cristiano.
El aspecto de política realista de la disolución de la antigua idea de imperio
consiste en esto: las naciones, los estados, que son identificables como tales
gracias a la formación de ámbitos lingüísticos unitarios, aparecen
definitivamente como los únicos y verdaderos portadores de la historia, y, por
tanto, obtienen un rango que antes no les correspondía.
El dramatismo explosivo de este sujeto histórico, plural, se muestra en el hecho
de que las grandes naciones europeas se consideraban depositarias de una misión
universal, que necesariamente debía llevar a conflictos entre ellas, cuyo
impacto mortal lo hemos experimentado dolorosamente en el siglo recién pasado.
3. La universalización de la cultura europea y su crisis
Finalmente debemos considerar un proceso ulterior, con el cual la historia de
los últimos siglos avanza claramente hacia un mundo nuevo. Si la vieja Europa
precedente a la época moderna, en sus dos mitades había conocido esencialmente
sólo un adversario, con el cual debía confrontarse para la vida y para la
muerte, es decir, el mundo islámico; si el viraje de la época moderna había
llevado a la extensión hacia América y hacia partes de Asia sin grandes sujetos
culturales propios, ahora tiene lugar la salida hacia los dos continentes hasta
ahora tocados sólo marginalmente: África y Asia, que trataron de transformarse
en sucursales de Europa, en colonias. Hasta cierto punto, esto también se logró,
pues ahora también Asia y África siguen el ideal del mundo forjado por la
técnica y el bienestar, de tal modo que también allí las antiguas tradiciones
religiosas entran en crisis y estratos de pensamiento puramente secular dominan
siempre más la vida pública.
Pero hay también un efecto contrario: el renacimiento del Islam no está
solamente unido a la nueva riqueza material de los países islámicos, sino que
también se alimenta por la conciencia de que el Islam es capaz de ofrecer una
base espiritual válida para la vida de los pueblos, una base que parece haberse
escapado de la mano de la vieja Europa, que, no obstante su duradera potencia
política y económica, se ve, cada vez más, como condenada al declino y al
obscurecimiento.
Las grandes tradiciones religiosas de Asia, sobre todo su componente mística,
que encuentra expresión en el budismo, se elevan también como potencias
espirituales contra una Europa que reniega de sus fundamentos religiosos y
morales. El optimismo acerca de la victoria del elemento europeo, que Arnold
Toynbee podía sostener todavía al inicio de los años sesenta, aparece hoy
extrañamente superado: «de 28 culturas que nosotros hemos identificado... 18
están muertas y nueve de las restantes; de hecho, todas menos la nuestra
muestran que están golpeadas de muerte».
¿Quién repetiría hoy todavía las mismas palabras? Y, en general, ¿qué es nuestra
cultura, la que todavía permanece? La cultura europea, ¿es quizás la
civilización de la técnica y del comercio difundida victoriosamente por el mundo
entero? ¿O no es esta civilización más bien la nacida de manera post-europea por
el fin de las antiguas culturas europeas?
Yo veo aquí una sincronía paradójica: con la victoria del mundo técnico-secular
post-europeo, con la universalización de su modelo de vida y de su manera de
pensar, se da en todo el mundo --especialmente en los mundos estrictamente
no-europeos de Asia y África-- la impresión de que el mundo de valores de
Europa, su cultura y su fe, aquello sobre lo que se basa su identidad, ha
llegado al final y esté saliendo del escenario; da la impresión de que ha
llegado la hora de los sistemas de valores de otros mundos, de la América
precolombina, del Islam, de la mística asiática.
Europa, justo en esta hora de su máximo éxito, parece haberse vaciado por
dentro, paralizada en cierto sentido por una crisis de su sistema circulatorio,
una crisis que pone en riesgo su vida, dependiendo por así decirlo, de
trasplantes, que sin embargo no pueden eliminar su identidad. A esta disminución
interior de las fuerzas espirituales importantes corresponde el hecho de que
también étnicamente Europa parece que recorre el camino de la desaparición.
Hay una extraña falta de deseo de futuro. Los hijos, que son el futuro, son
vistos como una amenaza para el presente; se piensa que nos quitan algo de
nuestra vida. No se les experimenta como una esperanza, sino como un límite para
el presente. Se impone la comparación con el Imperio Romano en declive:
funcionaba todavía como gran armazón histórico, pero en la práctica vivía ya de
quienes debían disolverlo, porque a él mismo ya no le quedaba ninguna energía
vital.
Con esto hemos llegado a los problemas del presente. En cuanto al posible futuro
de Europa hay dos diagnósticos contrapuestos.
Por una parte, está la tesis de Oswald Spengler, quien creía poder fijar una
especie de ley natural para las grandes expresiones culturales: existe un
momento de nacimiento, crecimiento gradual, florecimiento, lento
entorpecimiento, envejecimiento y muerte. Spengler enriquece su tesis --de modo
impresionante--, con documentación entresacada de la historia de las culturas,
documentación en la que se puede entrever esta ley del decurso natural. Su tesis
era que Occidente ha alcanzado su época final, que este continente cultural está
corriendo inexorablemente al encuentro con la muerte, a pesar de todos los
intentos de rechazarla. Naturalmente, Europa puede transmitir sus dones a una
nueva cultura emergente, como ya ha sucedido en los precedentes ocasos de una
cultura, pero como sujeto, ella tiene ya su tiempo de vida a las espaldas.
Esta tesis --definida como «biologista»-- ha encontrado opositores apasionados
en el tiempo de entreguerras, especialmente en el ámbito católico; Arnold
Toynbee se opuso a ella de manera impresionante, aunque con postulados que
encuentran actualmente poca resonancia. Toynbee muestra la diferencia entre
progreso técnico-material de una parte y progreso real de otra. Define este
último como espiritualización. Admite que Occidente --el mundo occidental-- se
encuentra en una crisis, y su causa sería el hecho de que se ha pasado de la
religión al culto a la técnica, a la nación, al militarismo. La crisis, para él,
significa al final secularismo.
Si se conoce la causa de la crisis, se puede indicar también el camino hacia la
curación: se debe introducir nuevamente el factor religioso, del que forma
parte, según él, la herencia religiosa de todas las culturas, pero,
especialmente, lo «que ha quedado del cristianismo occidental». Aquí se
contrapone a la visión «biologista» una visión «voluntarista», que apunta a la
fuerza de las minorías creativas y a las personalidades singulares y
excepcionales.
La pregunta que se plantea es: ¿es justo este diagnóstico? Y si lo es, ¿está en
nuestras manos introducir nuevamente el momento religioso, en una síntesis de
cristianismo residual y herencia religiosa de la humanidad? En todo caso, la
cuestión entre Spengler y Toynbee permanece abierta porque no podemos ver el
futuro. Pero independientemente de todo eso, se impone la tarea de preguntarnos
qué es lo que puede garantizar el futuro y mantener viva la identidad interior
de Europa a través de todas las metamorfosis históricas. O más simplemente: qué
podría ofrecer --tanto para hoy como mañana-- la dignidad humana y una
existencia conforme a ella.
Para encontrar una respuesta debemos echar de nuevo un vistazo a nuestro
presente teniendo en cuenta sus raíces históricas. Anteriormente nos habíamos
detenido en la Revolución Francesa y en el siglo XIX. Durante este tiempo se han
desarrollado sobre todo dos nuevos modelos europeos. En las naciones latinas el
modelo laicista: un Estado netamente separado de los organismos religiosos, que
son relegados al ámbito privado. El mismo Estado rechaza cualquier fundamento
religioso y se sabe fundado solamente sobre la razón y sus intuiciones. Frente a
la flaqueza de la razón, estos sistemas se han revelado frágiles y se convierten
con facilidad en víctimas de las dictaduras; sobreviven, propiamente, sólo
porque partes de la vieja conciencia moral continúan subsistiendo aun sin los
fundamentos precedentes, permitiendo así un consenso moral básico. Por otra
parte, en el mundo germánico, existen de manera diferenciada los modelos de
Iglesia de Estado del protestantismo liberal. En ellos una religión cristiana
iluminada, esencialmente concebida como moral ..y con formas de culto
resguardadas por el Estado-- garantiza un consenso moral y un fundamento
religioso amplio, al que cada religión que no es del Estado debe adecuarse. Este
modelo en Gran Bretaña, en los estados escandinavos y en un primer momento en la
Alemania dominada por los prusianos aseguró durante mucho tiempo una cohesión
estatal y social. En Alemania, sin embargo, la caída del cristianismo de Estado
prusiano creó un vacío, que después se ofreció igualmente como vacío para el
surgimiento de una dictadura. Hoy en día, las iglesias de Estado han caído en
todas partes, víctimas del desgaste: de cuerpos religiosos que son derivaciones
del Estado ya no proviene ninguna fuerza moral, y el mismo Estado no puede crear
una fuerza moral, sino que la debe presuponer para después construir sobre ella.
Entre estos dos modelos se colocan los Estados Unidos de Norteamérica, que por
una parte --formados sobre la base de las iglesias libres-- parten de un rígido
dogma de separación y por otra parte --más allá de las denominaciones
individuales--, se caracterizan por un consenso de fondo cristiano-protestante
no forjado en términos confesionales. Consenso que se vinculaba a una particular
conciencia de la misión de tipo religioso frente al resto del mundo. De este
nodo, daba al factor religioso un significativo peso público, que en cuanto
fuerza pre-política y supra-política podía ser determinante para la vida
política. Ciertamente no se puede esconder que también en los Estados Unidos la
disolución de la herencia cristiana avanza incesantemente, mientras que al mismo
tiempo el rápido aumento del elemento hispánico y la presencia de tradiciones
religiosas provenientes de todo el mundo cambian el panorama. Se podría observar
también que los Estados Unidos promueven ampliamente la protestantización de
América Latina y, de ese modo, la disolución de la Iglesia católica a través de
la formación de iglesias libres. Todo ello porque tienen la convicción de que la
Iglesia católica no puede asegurar un sistema político y económico estable, ya
que fracasa como educadora de las naciones. En cambio, esperan que el modelo de
las iglesias libres haga posible un consenso moral y una formación democrática
de la voluntad pública, similares a aquellos característicos de los Estados
Unidos. Para complicar todavía más el panorama, se debe admitir que actualmente
la Iglesia católica forma la comunidad religiosa más grande de los Estados
Unidos. Esta Iglesia, en su vida de fe, está decididamente del lado de la
identidad católica. Sin embargo, los católicos, por lo que se refiere a la
relación entre Iglesia y política han recibido las tradiciones de las iglesias
libres, es decir, que una Iglesia que no se confunda con el Estado garantiza
mejor los fundamentos morales del todo, de forma que la promoción del ideal
democrático aparece como un deber moral profundamente conforme a la fe. En una
posición similar, se puede ver una continuación, adecuada a los tiempos, del
modelo del Papa Gelasio, del que se ha hablado anteriormente.
Regresemos a Europa. A los dos modelos de los que he hablado anteriormente se le
añadió en el siglo XIX, un tercero: el socialismo, que rápidamente se subdividió
en dos vías diversas: la totalitaria y la democrática.
El socialismo democrático fue capaz, desde el inicio, de integrarse dentro de
los dos modelos existentes, como un sano contrapeso frente a las posiciones
liberales radicales, enriqueciéndolas y corrigiéndolas. Esto se reveló como algo
que iba más allá de las confesiones: en Inglaterra era el partido de los
católicos, que no podían sentirse a gusto ni en el campo
protestante-conservador, ni en el liberal. También, en la Alemania guillermina
el centro católico podía sentirse más cercano al socialismo democrático que a
las fuerzas conservadoras rígidamente prusianas y protestantes. En muchos
aspectos el socialismo democrático estaba y está cerca de la doctrina social
católica; en todo caso, ha contribuido considerablemente a la formación de una
conciencia social.
Sin embargo, el modelo totalitario se vinculaba a una filosofía de la historia
rígidamente materialista y atea: la historia se comprende deterministamente como
un proceso de progreso que pasa a través de la fase religiosa y de la liberal
para alcanzar la sociedad absoluta y definitiva, en la que la religión, como
residuo del pasado, se supera y el funcionamiento de las condiciones materiales
puede garantizar la felicidad de todos. El aparente carácter científico esconde
un dogmatismo intolerante: el espíritu es producto de la materia; la moral es
producto de las circunstancias y debe definirse y practicarse de acuerdo con los
objetivos de la sociedad; todo lo que sirve para favorecer la llegada de un
Estado final feliz es moral. La inversión de los valores que habían construido
Europa es completa. Aún más, se da una fractura frente a la tradición moral de
toda la humanidad: ya no hay valores independientes de los objetivos del
progreso; en un momento dado todo puede permitirse e incluso resultar necesario,
puede ser moral en el sentido nuevo del término. Incluso el hombre puede llegar
a ser un instrumento; no cuenta el individuo. Sólo el futuro llega a ser la
terrible divinidad que dispone de todos y de todo.
Los sistemas comunistas, mientras tanto, han naufragado sobre todo por su falso
dogmatismo económico. Pero se olvida demasiado fácilmente el hecho de que han
naufragado sobre todo por su desprecio de los derechos humanos, por su
subordinación de la moral a las exigencias del sistema y a sus promesas de
futuro. La verdadera y propia catástrofe que han dejado a sus espaldas no es de
naturaleza económica; consiste en el desecamiento de las almas, en la
destrucción de la conciencia moral. Veo esto como un problema esencial del
momento actual para Europa y para el mundo: nadie cuestiona el naufragio
económico, y por eso sin dudarlo los ex-comunistas se han vuelto liberales en
economía. Sin embargo, la problemática moral y religiosa, el problema de fondo,
es casi totalmente removida de la consideración.
La problemática dejada tras de sí por el marxismo continúa existiendo hoy: la
disolución de las certezas primordiales del hombre sobre Dios, sobre sí mismo y
sobre el universo. Esta disolución de la conciencia de los valores morales
intangibles es precisamente ahora nuestro problema y puede conducir a la
autodestrucción de la conciencia europea que debemos comenzar a considerar
--independientemente de la visión del ocaso de Spengler-- como un peligro real.
4. ¿En qué punto estamos hoy?
Así nos encontramos ante la cuestión: ¿cómo deberían continuar las cosas? En los
violentos trastornos de nuestro tiempo, ¿hay una identidad de Europa que puede
tener un futuro y por la cual podamos comprometernos con todo nuestro ser? No
estoy preparado para entrar en una discusión detallada sobre la futura
Constitución europea. Sólo quisiera indicar brevemente los elementos morales
fundamentales que, en mi opinión, no deberían faltar.
Un primer elemento es el carácter incondicional con que la dignidad humana y los
derechos humanos deben presentarse como valores que preceden a cualquier
jurisdicción estatal. Estos derechos fundamentales no son creados por el
legislador ni son conferidos a los ciudadanos, «sino más bien existen por
derecho propio, siempre han de ser respetados por el legislador, a quien le son
dados previamente como valores de orden superior». Esta validez de la dignidad
humana previa a cualquier actuar político y a toda decisión política nos remite
al Creador: sólo Él puede establecer valores que se fundan en la esencia del
hombre y que son intangibles. Que existan valores que no son manipulables por
nadie es la garantía verdadera y propia de nuestra libertad y de la grandeza
humana; la fe cristiana ve en esto el misterio del Creador y de la condición de
imagen de Dios que Él ha conferido al hombre.
Ahora bien, hoy en día casi nadie negará directamente la preeminencia de la
dignidad humana y de los derechos humanos fundamentales respecto a toda decisión
política; son aún demasiado recientes los horrores del nazismo y de su teoría
racista. Pero en el ámbito concreto del así llamado progreso de la medicina, hay
amenazas muy reales para estos valores: sea que pensemos en la clonación, sea
que pensemos en la conservación de fetos humanos para la investigación y
donación de órganos, sea que pensemos en todo el ámbito de la manipulación
genética -la lenta consunción de la dignidad humana que aquí nos amenaza no
puede ser desconocida por nadie. A esto se añaden, de manera creciente, el
tráfico de personas humanas, las nuevas formas de esclavitud, el negocio del
tráfico de órganos humanos para trasplantes. Siempre se aducen finalidades
buenas, para justificar lo injustificable. En estos sectores, hay algunos puntos
firmes en la Carta de los derechos fundamentales de los que podemos alegrarnos,
pero en puntos importantes resulta demasiado vaga, mientras que es propiamente
en estos puntos donde se arriesga la seriedad del principio que está en juego.
Resumiendo: fijar por escrito el valor y la dignidad del hombre, la libertad,
igualdad y solidaridad con las afirmaciones de fondo de la democracia y del
estado de derecho, implica una imagen del hombre, una opción moral y una idea de
derecho que no son para nada obvias, pero que de hecho son factores
fundamentales de identidad de Europa. Estos principios deberían garantizarse,
también, en sus consecuencias concretas y sólo se pueden defender si se forma
siempre nuevamente una conciencia moral correspondiente.
Un segundo punto en donde aparece la identidad europea es el matrimonio y la
familia. El matrimonio monógamo, como estructura fundamental de la relación
entre hombre y mujer y, al mismo tiempo, como célula en la formación de la
comunidad estatal, se ha forjado a partir de la fe bíblica. Éste dio a Europa,
tanto a la occidental como a la oriental, su rostro particular y su particular
humanidad, también y precisamente porque la forma de fidelidad y de renuncia
delineada en ella siempre debió conquistarse nuevamente, con muchas fatigas y
sufrimientos. Europa no sería Europa, si esta célula fundamental de su edificio
social desapareciese o se cambiase algo de su esencia. La Carta de los derechos
fundamentales habla de derecho al matrimonio, pero no expresa ninguna protección
jurídica y moral específica para él, y ni siquiera lo define de forma más
precisa. Todos sabemos cuán amenazados están el matrimonio y la familia tanto
mediante el vaciamiento de su indisolubilidad a través de formas cada vez más
fáciles de divorcio, como por un nuevo comportamiento que va difundiéndose cada
vez más: la convivencia de hombre y mujer sin la forma jurídica del matrimonio.
En notable contraste con todo esto, existe la petición de comunión de vida de
los homosexuales, quienes ahora paradójicamente exigen una forma jurídica, que
debe equipararse más o menos al matrimonio. Con esta tendencia se sale del
complejo de la historia moral de la humanidad, que a pesar de toda la diversidad
de formas jurídicas del matrimonio, sabía siempre que éste, según su esencia, es
la particular comunión de hombre y mujer, que se abre a los hijos y así a la
familia. No se trata de discriminación, sino de la pregunta sobre qué es la
persona humana en cuanto hombre y mujer y cómo la convivencia de hombre y mujer
puede formalizarse jurídicamente. Si, por una parte, su convivencia se separa
cada vez más de las formas jurídicas, si, por otra parte, se ve la unión
homosexual como participante del mismo rango del matrimonio, entonces estamos
ante una disolución de la imagen del hombre, cuyas consecuencias sólo pueden ser
extremadamente graves.
Mi último punto es la cuestión religiosa. No quisiera entrar aquí en las
complejas discusiones de los últimos años, sino poner de relieve sólo un aspecto
fundamental para todas las culturas: el respeto de a lo que es sagrado para otra
persona, y particularmente el respeto por lo sagrado en el sentido más alto, por
Dios. Es lícito suponer que se pueden encontrar este respeto en quien no está
dispuesto a creer en Dios. Donde se quebrante este respeto, se pierde algo
esencial en la sociedad. En la sociedad actual, gracias a Dios, se multa a quien
deshonra la fe de Israel, su imagen de Dios, sus grandes figuras. Se multa
también a quien vilipendia el Corán y las convicciones de fondo del Islam. Sin
embargo, cuando se trata de Cristo y de lo que es sagrado para los cristianos,
la libertad de opinión aparece como el bien supremo, cuya limitación resulta una
amenaza o incluso una destrucción de la tolerancia y la libertad en general. Sin
embargo, la libertad de opinión tiene su límite en que no puede destruir el
honor y la dignidad del otro; no hay libertad para mentir o para destruir los
derechos humanos.
Occidente siente un odio por sí mismo que es extraño y que sólo puede
considerarse como algo patológico; occidente sí intenta laudablemente abrirse,
lleno de comprensión a valores externos, pero ya no se ama a sí mismo; sólo ve
de su propia historia lo que es censurable y destructivo, al tiempo que no es
capaz de percibir lo que es grande y puro. Europa necesita de una nueva
--ciertamente crítica y humilde-- aceptación de sí misma, si quiere
verdaderamente sobrevivir. A veces, la multiculturalidad, que se estimula y
favorece continua y apasionadamente, se transforma en abandono y negación de lo
que le es propio, una fuga de las cosas propias. Pero la multiculturalidad no
puede subsistir sin constantes en común, sin puntos de referencia a partir de
valores propios. Seguramente no puede subsistir sin respeto de lo que es
sagrado. De ella forma parte el andar al encuentro con respeto a los elementos
sagrados del otro, pero esto podemos hacerlo sólo si lo sagrado, Dios, no nos es
extraño a nosotros mismos. Ciertamente, podemos y debemos aprender de lo que es
sagrado para los demás, pero justamente ante los demás y por los demás, es deber
nuestro nutrir en nosotros mismos el respeto ante lo que es sagrado y mostrar el
rostro de Dios que se nos ha aparecido --del Dios que tiene compasión de los
pobres y de los débiles, de las viudas y de los huérfanos, del extranjero; del
Dios que hasta tal punto es humano que él mismo se ha hecho hombre, un hombre
sufriente, que sufriendo junto a nosotros da dignidad y esperanza al dolor.
Si no hacemos esto, no sólo renegamos de la identidad de Europa, sino que se
desvanece un servicio a los demás al que ellos tienen derecho. Para las culturas
del mundo, la profanidad absoluta que se ha ido formando en Occidente es algo
profundamente extraño. Están convencidas que un mundo sin Dios no tiene futuro.
Por lo tanto, justamente la multiculturalidad nos llama a entrar nuevamente en
nosotros mismos.
No sabemos cómo será el futuro de Europa. La Carta de los derechos fundamentales
puede ser un primer paso, un signo de que Europa busca nueva y conscientemente
su alma. En esto hace falta darle la razón a Toynbee: el destino de una sociedad
depende siempre de minorías creativas. Los cristianos creyentes deberían
concebirse a sí mismos como tal minoría creativa y contribuir a que Europa
recobre nuevamente lo mejor de su herencia y esté así al servicio de toda la
humanidad.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]
ZSI04052201