Todo lo que sabemos sobre San Pablo es lo que nos relatan los Hechos de
los Apóstoles y lo que él mismo nos cuenta sobre sí mismo en sus cartas a las
pequeñas comunidades de nuevos cristianos que él había fundado en ciudades como
Corinto, Tesalónica y Roma. Si juntamos todos estos retazos de información, aún
tendremos un retrato muy incompleto. Incompleto en términos modernos – ninguna
descripción física, por ejemplo – pero muy
revelador de todo modos.
El momento clave de la vida de Pablo, esa parte de la historia que todo
el mundo ha escuchado, es aquel en que, en la ruta a Damasco, en posesión de
las cartas del Sumo Sacerdote de Jerusalén que lo autorizaban a arrestar a
cualquier cristiano que lograra detectar, fue fulminado por una luz
enceguecedora (percibida o no por sus acompañantes de acuerdo con el relato que
se tome en consideración) y escuchó una voz que decía: Saulo, Saulo, ¿por qué
me persigues? ... Yo soy Jesús a quién tú persigues”. Saulo pregunta, ¿qué es lo que el Señor desea que él haga?. “Levántate”, se le ordena, “y entra en esa
ciudad, y te será comunicado lo que debes hacer”.
De este modo empezó el heroico ministerio del apóstol Pablo y la
difusión del Evangelio por todo el mundo no judío.
Si esto fuera todo lo que supiéramos sobre la conversión de Pablo, la
secuencia completa de los acontecimiento parecería perturbadoramente
arbitraria. “Los caminos del Señor son
misteriosos”, por supuesto. Pero, ¿no
había nada en el carácter de Pablo que nos dé una pista sobre el porqué de un cambio
tan radical?”.
De hecho, sí sabemos más.
Sabemos, para empezar, que Saulo era un joven brillante. Debe haberlo
sido, dado que gozaba del privilegio de estudiar con el más importante rabí de
la época, Gamaliel. Sabemos que su familia había obtenido la ciudadanía romana,
cosa nada fácil para un judío en esos días.
Sabemos, además, que era apasionadamente religioso. En su conciencia, su
primera obligación hacia el Dios de Israel era erradicar esa perniciosa nueva
fe utilizando cualquier medio a su alcance. Estaba completamente preparado para
vivir según esas convicciones. “En cuanto a Saulo, arrasó con la
iglesia, irrumpiendo en todas las casas y azotando a hombres y mujeres
los mandaba a prisión”. Era un hombre
obsesionado, con su conciencia unificada alrededor de un único objetivo.
He mencionado con anterioridad que una de las disciplinas que Easwaran
considera como medio seguro para profundizar la meditación personal es el arte
de la unidad de propósito. Para explicar esa función, siempre ha insistido en
que esa capacidad de dedicarse en cuerpo y alma a cualquier cosa – tenis,
ballet, la política o la talla de madera – es en sí misa un signo de aptitud
para la vida espiritual, sin importar cuán poco predispuesto pueda parecer el
individuo o cuán mundana sea la actividad elegida.
Easwaran cree que en la concentración está la clave de la genialidad en
cualquier campo, porque cuando logramos abstraer nuestra atención de todo,
excepto del único objeto, o cuestión, o desafío del momento se nos abre el
acceso a recursos internos que normalmente están bloqueados y fuera de nuestro
alcance. En este sentido hasta una emoción poderosa como el odio o el deseo,
cuando concentra nuestra atención completamente, puede abrir una puerta hacia
lo profundo de la conciencia. El relato de la partida de Saulo hacia Damasco,
“profiriendo amenazas de exterminio contra los discípulos del Señor”, sugiere
que se encontraba justamente en este estado.
¿Qué lo habría arrastrado hacia esas profundidades?
Unos pocos días antes, Saulo había presenciado un hecho de enorme
significado en la historia del cristianismo de los primeros tiempos: la muerte
por lapidación de Esteban, el primer mártir.
Esteban había estado predicando el Evangelio causando una profunda
impresión; tan profunda que sus enemigos lo acusaron de blasfemo y lo llevaron
ante el Sumo Sacerdote. En lugar de refutar los cargos, Esteban relató la
historia de los judíos desde los tiempos de Abraham y, al contarla, se
identificó con los profetas que predijeron la venida del Mesías y a sus
perseguidores con aquellos que rechazaron al Espíritu Santo. La turba frenética
“se abalanzó sobre él rechinando los dientes”. Esteban continuó impasible. “Lleno
del Espíritu santo (él) miró hacia el cielo y vio la gloria de Dios, y a Jesús
sentado a la derecha del padre”. Así lo dijo a sus oyentes “se taparon los
oídos y corrieron hacía él con un único propósito; y lo arrojaron de la ciudad
y lo lapidaron”.
Existe una expresión para describir a alguien que no se une a un ataque,
pero que se queda a un lado y tácitamente lo apoya: “El que calla,
otorga”. Esta fue exactamente la
actitud de Saulo en el caso de Esteban. “Los testigos dejaron sus ropas a los
pies de un joven cuyo nombre era Saulo.
Y lapidaron a Esteban... y Saulo consintió en esta muerte”. Si estuvo presente cuando Esteban se dirigió
a la multitud en la sinagoga, o si él también “vio su rostro como si fuera el
de un ángel” eso no lo sabemos. Pero no cabe duda de que lo vio en el momento
de su muerte y lo escuchó “llamando a Dios y diciendo, “Señor, Jesús, recibe mi
espíritu” y finalmente, “Señor, no los acuses de este pecado”. Esteban cae muerto a los pies de Saulo. “Como
un león joven que ha probado la sangre”, Saulo se lanza a la persecución de los
cristianos compañeros de Esteban. Pero no hay caso, algo le ha sucedido y en
pocos días él mismo cae de rodillas. “Desconcertado y tembloroso” recibe sus
órdenes: Levántate y entra en la ciudad, y te será dicho lo que debes hacer”.
En gran parte sin que él mismo se diera cuenta, algo le había sido
transmitido en el momento de la muerte de Esteban: una semilla, o – para
emplear la metáfora que Easwaran utiliza para estos casos – una carga de
profundidad, equipada con un sistema de retardo para que la explosión dentro de
la conciencia se produjera días o semanas más tarde.
Lo que le sucedió a Pablo fue dramático – con proporciones de cataclismo
-. Pero este episodio incumbe a las vidas de todos nosotros en la medida en que
es prototipo de algo que, de un modo mucho menos espectacular, sucede todo el
tiempo – y no sólo a santos y mártires.
Cualquier hombre o mujer que espera transformar este mundo en un lugar
más habitable por el sólo hecho de haberlo transitado tiene motivos para
reflexionar sobre la enorme disparidad entre los poderosos gobernantes y la
aparente impotencia del individuo aislado, lleno de buenas intenciones.
La historia desmiente esta desigualdad, demostrándonos una y otra vez, a
través de las vidas de grandes reformistas como Mahatma Ghandi y Martin Luther
King, como Teresa de Avila o Catalina de Siena y John Woolman y muchos, muchos
otros, que el individuo empeñoso es, en realidad, inmensamente poderoso. Analicen sus vidas, observen como muchos
milagros menores tuvieron que suceder para que su trabajo fructificara, y uno
comienza a ver que, latente en todos los asuntos humanos, flotando en la misma
atmósfera, dormitando dentro de cada uno de nosotros existe un tremendo poder
para el bien: el equivalente moral del
poder atómico, e igualmente omnipresente. Ghandi nunca se canso de dar
testimonio de ese poder. En 1946, cuando un periodista americano le preguntó:
¿De qué manera podemos detener la próxima guerra?” Ghandi contestó: “Haciendo
lo correcto independientemente de lo que el mundo haga. Cada individuo debe actual
de acuerdo a sus potencialidades sin esperar a los demás, si desea moverlos a
la acción. Llega un momento en que un individuo se vuele irresistible y su
accionar tiene un poderosos ascendiente.
Esto sucede cuando la persona reduce su yo a su mínima expresión”.