Introduccion.... |
Le sucedió a Agustín y a Francisco de Asís – en un jardín al primero, en
una capilla destruida al segundo -. A
Pablo le sucedió cuando todavía era Saulo, el armador de tiendas en la ruta de
Damasco, al verse sumergido en una luz tan brillante que lo dejó ciego los
siguientes tres días. Y a Teresa, una
hermana de Loreto, le sucedió mientras viajaba en un tren a Darjeeling – de
manera tan simple y serena que casi no hay anécdota para contar.
“Dios me habló”, dicen, y sus vidas son testimonios que nos obligan a
creerlo. Fulminados por el amor,
ordenados desde entonces a vivirlo, ya no son Agustín o Francisco o Teresa,
sino “San” o “Bendito” o para millones de hijos de Dios sin techo ni alimento,
simplemente “Madre”. Ya no más seres
humanos finitos sino una fuerza meramente contenida en carne y hueso. “No yo, no yo, sino Cristo vive en mí”.
La fórmula nunca se repite del mismo modo. En el caso de Pablo, por ejemplo, parece haberse tratado de un
cambio de dirección completo y radical:
Saulo de Tarso desapareció en un destello: Pablo “el hombre nuevo” allí en su lugar, y nadie tan sorprendido
como él. En la Madre Teresa, por el contrario, no se produce una transformación
súbita sino más bien un devenir simple y gradual, una prolongada, pura y
decidida aceptación sin reservas. Al pedirle que relate alguna “leyenda” sobre
la Madre Teresa en sus tiempos de joven monja, uno de sus primeros
colaboradores protesta: “Pero es que no existen leyendas sobre ella. La Madre Teresa es completamente normal”. Esos son extremos. Si analizamos todos los casos similares todos se catalogan en
algún punto entre estos dos, pero en todos parece estar presente esa “suave
vocecita”, apareciendo cuando más se la necesita.
Uno las envidia tanto, a estas grandes almas que se saben “llamadas” -
saben con certeza que lo que están haciendo tiene la aprobación divina e
incluso su complicidad -. Es difícil no
concebirlas casi como sobrehumanas. El
diferenciarlos como “Santo Tal o cual” sólo empeora las cosas.
De hecho, la intención de Easwaran al observar las vidas y palabras de
estos individuos no es diferenciarlos del resto de nosotros, sino conectarnos
con ellos, de manera directa y vital, a modo de un médico que prepara a un
paciente para una transfusión.
Personalidades como Bernardo de Clairvaux, Catalina de Siena, George
Fox, John Woolman, San Vicente de Paul y Teresa de Avila elevaron el período de la historia en que
vivieron y continúan inspirándonos aún hoy.
Sin embargo no hay nada de lo que ellos hayan hecho, insistirá Easwaran,
que no esté al alcance de cualquier ser humano.
Hace unos años, cuando Easwaran daba sus clases nocturnas de meditación
con las que inició su trabajo en los Estados Unidos, le encantaba describir su
primera y última visita al parque nacional Yosemite. Le dio la oportunidad de burlarse juguetonamente y sin piedad del
amigo que lo había llevado hasta allí – era este su primer contacto con la
pasión americana por el Equipo Adecuado, el Campamento Perfecto, la Fogata
Ideal -. Pero él también tenía algo
importante que demostrar.
Mientras anochecía, recordaba, el barullo en el fondo del valle era
intolerable. Radios a transistores,
motores de autos, padres y niños llamándose a gritos – uno podría bien haberse
quedado en el centro de Berkeley -. A las diez, sin embargo, la última radio se calló y el último niño
ruidoso fue metido en la cama. El silencio se adueñó del campamento. Y en el silencio, finalmente audible,
escuchó la suave y rumorosa música del arroyo que corría a sólo tres metros de
su tienda. Ni siquiera se había dado
cuenta de que estaba allí.
Del mimo modo, nos dice, la “suave vocecita” de Dios murmura dentro de
cada uno de nosotros constantemente – aconsejándonos y dándonos fuerza -, una inagotable fuente de sabiduría e
inspiración. La única razón por la que no la escuchamos es porque hemos permitido
que demasiados otros ruidos la sofocaran: la áspera voz de la obstinación, el
clamor del deseo egoísta, los agudos tonos de la ansiedad y del miedo. Si
logramos silenciarlos uno por uno a través de la meditación y otras disciplinas
asociadas, la experiencia de Francisco en San Damiano y de Agustín en el jardín
no seguirán pareciendo en absoluto un cuento de hadas.
Escuchar el arroyo es una cosa, remontarlo hasta su origen, el puro y
claro manantial, es otra distinta. Observando
las vidas de grandes hombres y mujeres de Dios, se llega a la conclusión de que
existe una reciprocidad entre oración o meditación y la acción – un poderoso
mandato a vivir lo que se escucha desde las profundidades de la conciencia, y
una profundización de la vida interior cada vez que esto se cumple -. Pequeños encargos que van llevando a otros
de más envergadura, donde la apuesta se hace más fuerte con cada respuesta
afirmativa, mientras el individuo se convierte en un instrumento cada vez más
perfecto de la voluntad divina.
Es en las etapas finales de este proceso, dice Easwaran, que uno hace un
descubrimiento que nunca dejará de asombrarnos. Cuando los sentidos hayan sido controlados, cuando la mente haya
sido apaciguada y la obstinación haya sido erradicada y la voz que uno había
escuchado apenas por unos segundos, se
escuche finalmente con claridad – fuerte y clara por fin – caemos en la cuenta
de que es nuestra propia voz. Nuestro
yo más íntimo es inseparable del Señor.
Cada una de las personas comunes esconde un inmenso poder para el
bien. Esa fuerza, la capacidad de “amor
en acción”, es quien nosotros somos en realidad, y lo ocultamos a un altísimo
precio al mundo y a nosotros mismos. Uno
de los miedos más terribles de nuestro tiempo es el temor a la represión. No reprima su enojo, nos enseñan, y sobre
todo no reprima su deseo sexual... Sin embargo nuestra fuerza más poderosa,
nuestra propia identidad, queda encerrada – negada apasionadamente.
Desde esta perspectiva, individuos como San Pablo, San Agustín, San
Francisco y la Madre Teresa son increíblemente inhibidos y, paradójicamente,
absolutamente ellos mismos. Y nunca se
ha visto el mundo tan necesitado de amor y la fuerza que fluye dentro de este
tipo de personas. Qué mejor razón,
entonces, para observarlos por turno...
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