Por: Héctor F. Afanador Cabrera
REVISTA AKER
Por: Héctor F. Afanador Cabrera
El 50% de los matrimonios termina en
divorcio, y, según varios estudios, alrededor del 60% de aquellos que no
se separan, quisieran hacerlo si no temieran a las presiones económicas y
sociales que una separación acarrea y al daño psicológico que los hijos
usualmente experimentan en el proceso. Pero lo triste de este escenario,
no es tanto la desintegración familiar en sí, sino el hecho de que muchas
de estas parejas aún se aman. Se separan simplemente porque la pareja, o
al menos uno de sus miembros, no posee una definición del verbo amar que
concuerde con lo que el corazón humano entiende por amar: el esfuerzo
sincero y constante de ayudar al ser amado a ser feliz, de ayudarlo a
evolucionar en todas las áreas de su vida y de evitarle, en cuanto sea
posible, todo sufrimiento. Lo primero que pueden hacer las parejas que
desean permanecer unidas, es preguntarse cuál es su definición del verbo
amar que puede estar impidiendo que el amor fluya. Esto lo pueden hacer
asociando el verbo amar con la palabra hogar, ya que durante aquel período
de nuestra vida cuando adquirimos la definición del verbo amar, desde que
nacemos hasta los ocho años, amor y hogar fueron vocablos sinónimos.
Para muchos de nosotros la palabra
hogar significó abandono. Por lo tanto, cada vez que comenzamos una
relación afectiva, o cuando nos casamos, saboteamos la relación a través
de la infidelidad, de los celos excesivos
o de la indiferencia, porque según nuestra
programación acerca del amor toda persona que dice que nos ama nos
abandonará tarde o temprano, así que preferimos herirla, abandonarla o
rechazarla antes de que ella lo haga. Y cuando se tienen hijos, repetimos
la misma historia de abandono: o nos vamos de la casa, o nos quedamos pero
criamos los hijos a distancia emocional. Preferimos comprarles televisores
o afiliarlos a Internet en lugar de gastar tiempo con ellos para
conocerlos a fondo, para escucharlos e involucrarnos en sus vidas, para
compartir sabiduría, risas, opiniones, y problemas de toda índole. Es algo
así como decirle al hijo: “Cubro los costos de tu manutención, pero tu
desarrollo interior y tu vida personal me tienen sin cuidado”.
Para otras personas la palabra
hogar, sinónima de amor, significó miedo y tensión debido a escenas
frecuentes de violencia física o verbal. Consecuentemente, hoy en día
intimidamos a nuestra pareja, o nos dejamos intimidar pensando que esto
significa amar, y debido al miedo que se genera nos negamos el privilegio
de pedir a nuestra pareja lo que necesitamos de ella: diálogo,
sensibilidad, intimidad (es decir no
compartir con extraños los planes, los sentimientos etc. Muy peligroso,
los extraños hablan y dañan el sentimiento y en fin, son extraños)
física y emocional, ternura, recreación familiar,
solidaridad en la crianza de los hijos y en los quehaceres del hogar,
sabiduría en el uso del dinero, etc.. En hogares donde prima esta
definición errónea acerca del amor, los hijos evitan al máximo la compañía
de sus padres, ya que para un menor es todavía más aterrador, que para un
adulto, ver a un mayor encolerizado. Esto los lleva a buscar amor en la
calle, con grupos de amigos que usualmente también viven en hogares
disfuncionales y que en vano buscan en el alcohol y en la droga ese
remanso de paz que debería ser el hogar donde nacieron. Otras se embarazan
o se casan prematuramente con tal de poder salir, lo antes posible, en
busca de alguien que las ame sin que les genere temor.
Según la programación emocional de
otros individuos, hogar significa tristeza, ya que vieron en sus padres, o
en uno de ellos, una profunda insatisfacción con sus vidas de pareja. Por
lo tanto, estas personas entran en relaciones afectivas con mucho
escepticismo y desconfianza, casi convencidos que la palabra amor es una
falacia. Y aunque su realidad les probara lo contrario, seguirían
negándose la oportunidad de amar por la culpabilidad que sienten de ser
más felices que sus padres. Esta actitud derrotista les impide luchar por
establecer un amor que les brinde dicha, y termina arruinando cualquier
relación, a pesar de lo potencialmente hermosa que fuera.
Muchas personas asocian la palabra
hogar, con el acto de criticar constantemente.
En lugar de aceptar incondicionalmente a nuestros seres queridos tratando
de que, con nuestro amor y nuestro ejemplo, obtengan el coraje suficiente
para corregir sus faltas, lo que hacemos es someterlos a una presión
constante para que moldeen su carácter de acuerdo a lo que nosotros
pensamos que debe ser. Esta actitud atrofia el amor que nuestra pareja nos
tiene ya que a través de la crítica constante le infundimos temor de
manifestar sus sentimientos y pensamientos, hasta obligarla a vivir sola y
aislada dentro de sí desde donde comienza a mirarnos como si fuéramos
extraños. Y los hijos criados donde reinaba la crítica y el perfeccionismo
extremo muchas veces se convierten en personas adictas a criticar a los
demás, y que por miedo a ser criticadas o rechazadas por sus congéneres,
renuncian a ser ellos mismos, a escuchar su propio corazón, o terminan
vendiendo su conciencia, sus principios o su cuerpo, con tal de sentirse
aprobados.
Para otros, amar significa dar cosas
materiales y mantener un estilo de vida con muchos lujos superfluos,
aunque ambos padres tengan que trabajar fuera de la casa y dejar a una
extraña a cargo del cuidado infantil, u aunque uno de los padres tenga que
laborar en exceso sacrificando la relación de pareja, la relación con los
hijos, su paz mental y su salud, para mantener ese estándar de vida tan
costoso. Dar más tiempo a lo material que a lo sentimental, tarde o
temprano produce unos vacíos muy dolorosos. Lo positivo de entender que,
por haber adquirido nuestros conceptos acerca del amor cuando éramos
niños, hoy en día seguimos apreciando más lo que usualmente hace feliz a
un niño: la compañía de nuestros seres queridos, la ternura, el buen
trato, la lealtad, los detalles, una comida preparada con amor, un elogio
oportuno, un buen consejo. Las posesiones materiales lujosas no pueden
competir con estos factores. Cuando equiparamos amor con cosas materiales,
nos convertimos en personas utilitarias, manipuladoras y superficiales que
juzgamos y valoramos a nuestra pareja de
acuerdo a lo que posee y a lo que nos puede dar. En el
área sexual, esta actitud se traduce en encuentros íntimos carentes del
esfuerzo por lograr una conexión espiritual (la pena o la poca entrega, no
dar solo que uno quiere dar sino también lo que el otro espera recibir), a
través de palabras y caricias románticas, poéticas y rebosantes de
ternura, y se convierten en encuentros egoístas donde sólo importa el
placer físico, y donde el corazón no se compromete. Fundamentar una
relación de pareja sobre esta filosofía de lo material y de lo externo,
nos hace sentir, tarde o temprano, aislados, emocionalmente estériles y
huecos, condiciones antagónicas con el amor.
Una vez que tomamos conciencia de
nuestras definiciones equivocadas acerca del amor, podemos comenzar a
corregir estas definiciones contaminantes que probablemente ya nos han
causado mucha amargura. Empleando toda nuestra creatividad, y toda nuestra
fuerza de voluntad, buscando ayuda profesional, y si se goza de una vida
espiritual profunda, pidiendo ayuda a nuestro maestro, podemos liberarnos
de todas aquellas definiciones equivocadas que contaminan nuestras
relaciones amorosas. E inmediatamente debemos notificar a nuestra pareja,
si pensamos que aún la amamos, nuestro deseo de cambiar y nuestro deseo de
recibir su ayuda. Esto lo podemos hacer escribiendo una nota como ésta:
“Alma amada, en mi corazón tengo por
ti un amor de proporciones divinas, pero debido a mis programaciones
emocionales equivocadas he fallado a la hora de demostrarte lo mucho que
te amo. Hoy tomo conciencia que en lugar de hacerte feliz, te he hecho
sufrir y soy responsable de que nuestro amor esté a punto de morir para
siempre. Te pido disculpas un millón de veces. Te ruego que hagas un
último esfuerzo por quererme, de tal manera que tu cariño me de el coraje
necesario para corregir mis definiciones acerca del amor. Déjame entrar en
tu corazón con el bálsamo de toda mi ternura para ayudarte a sanar las
heridas de que te he causado, y para ayudarte a corregir las definiciones
equivocadas del verbo amar que yo te enseñé a través de mi ignorancia. Y
una vez que recupere tu confianza enséñame a amarte y a luchar por
llenarte de dicha como siempre lo has soñado y como tienes todo el derecho
del mundo por el hecho de ser la reina de mi corazón, la dueña única de mi
cuerpo y aquella amiga al lado de la cual quiero tomar mi último aliento”.
EMOCIONALMENTE DESNUDO ANTE MI
PAREJA
Por: Héctor F. Afanador Cabrera
Cuando entregamos nuestro amor,
temporalmente se desvanecen las paredes que mucho tiempo atrás habíamos
erigido alrededor de nuestro corazón para evitar que nos lastimaran. Es
entonces cuando quedamos emocionalmente desnudos y vulnerables y las
heridas de antaño que nunca habían sanado por completo, quedan al
descubierto. En ese momento dos cosas pueden suceder: nuestro ser amado
nos puede ayudar a sanar esas heridas de una vez por todas, o al ignorar
que están ahí, las puede agravar una vez más obligándonos a levantar
nuevamente las paredes mencionadas que no sólo nos protegen sino que
impiden la salida de nuestro amor, aislándonos emocionalmente y vetándonos
toda posibilidad de establecer una relación de pareja que goce de una
comunicación profunda, que sea honesta y que nos permita comulgar
espiritualmente con la persona que amamos. Primero veamos el origen de
estas heridas.
Desde que nacemos, nuestros
sentimientos comienzan a recibir toda clase de agravios. Por ejemplo,
muchos de nosotros crecimos convencidos de que no éramos bienvenidos en el
hogar natal. Desde temprana edad pudimos observar la displicencia que
nuestros padres expresaban al tener que velar por nosotros. Nos
alimentaban con furia, nos gritaban cuando pedíamos la plata para la
pensión del colegio o para comprar un par de zapatos, y era evidente el
resentimiento que les producía tener que quedarse en casa cuidándonos
cuando estábamos enfermos o cuando nadie más lo podía hacer.
Muchos de nuestros padres sin darse
cuenta de ello, repitieron con nosotros los mismos errores que nuestros
abuelos cometieron con ellos. Nos golpearon coléricamente en repetidas
ocasiones, nos intimidaron verbalmente hasta infundirnos pavor de expresar
cualquier necesidad, sentimiento u opinión, nos echaron de la casa por
cuestionar su autoridad, nos compararon negativamente con nuestros
hermanos más inteligentes o de apariencia física más linda, nos dieron
responsabilidades de adultos cuando aún éramos niños, nos obligaron a
cuidarlos mientras se recuperaban de su embriaguez, ridiculizaron nuestro
desarrollo sexual o lo atrofiaron a través del abuso, frente a nosotros
fueron infieles y mentirosos enseñándonos así a ser cínicos acerca del
amor, nos utilizaron para llevar mensajes de odio entre ellos, rara vez se
sentaron a escucharnos para averiguar nuestras angustias o para demostrar
interés por nuestro desarrollo interior, nos incumplieron promesas, nos
colocaron apodos ofensivos (“el bruto”, “el enano”, “la gallina”, “la
inútil”, “la gorda”), llenaron nuestras mentes con prejuicios raciales o
socio-económicos que coartaron nuestra libertad para relacionarnos, uno de
ellos abandonó el hogar y rara vez llamó para saber de nosotros,
infundiéndonos así un miedo intenso a ser abandonados. En el colegio y en
el vecindario donde crecimos muchas personas también nos hirieron de
maneras parecidas.
Cuando nuestra pareja hace o dice
algo que nos recuerda una de estas heridas, nuestra reacción es excesiva y
usualmente no corresponde a la circunstancia presente. Lo que en verdad
está sucediendo es que la furia y el dolor acumulados y reprimidos por
muchos años están saliendo a la superficie. Si queremos impedir que
nuestra pareja haga explotar esas minas de dolor que llevamos dentro y nos
hiera sin saber que lo está haciendo, si deseamos mantener una
comunicación abierta, honesta y auténtica, y si queremos evitar que la
persona que amamos nos obligue una vez más a vetar de nuestro corazón toda
experiencia amorosa, debemos como primera medida, identificar todos
aquellos eventos y circunstancias que lastimaron nuestros sentimientos.
Posteriormente, debemos narrar y describir a nuestra pareja los detalles
de esas circunstancias y eventos dolorosos, de tal manera que nos ayude a
sanar esas heridas a través de su amor incondicional, de sus caricias, de
su compasión, de su paciencia, para que evite herirnos nuevamente de
formas similares y en caso de que lo haga, sepa lidiar con nuestro dolor y
nuestra furia de una manera madura y llena de entendimiento. Esto lo
podemos hacer escribiéndole o diciéndole algo así:
“Amor mío: ante ti me despojo de
toda vanidad y de toda máscara y te expongo las heridas que recibí cuando
era joven. Te entrego mi corazón adolorido con la esperanza de que el amor
que me des sirva de bálsamo para sanarlo. Trata de no herirme como lo
hicieron los que me criaron, ya que jamás quiero levantar barreras
protectoras, pero alienantes, entre tú y yo. Sin embargo, si algún día
inocentemente tú tocas una de las muchas heridas que mi corazón alberga,
trata de entender que no son tanto tus acciones, ni tus palabras, como mi
pasado doloroso el que provoca en mí reacciones exageradas e incoherentes.
Por lo tanto, cuando esto suceda busquemos rápidamente la manera de
esclarecer el malentendido, examinando el pasado para entender la reacción
presente, antes que el resentimiento silencioso se apodere de nosotros e
impida que nos comuniquemos abiertamente como buenos amigos y amantes.
Abrázame y bésame al menos veinte veces al día y en especial cuando me
veas triste; en esos momentos es probable que esté recordando heridas
recibidas durante mi infancia y juventud. Cuando me veas enojado entiende
que lo que tengo es temor de que alguien me pueda hacer daño otra vez y es
entonces que necesito de tu cariño para poderme calmar.
Cuando te cele sin razón sólo estaré expresando
el temor que tengo de que me abandones como lo hizo mi padre,
así es que por favor infúndeme en esos momentos la sensación de que nunca
te irás de mi lado. Frecuentemente, escúchame con atención sin criticarme,
sin juzgarme y sin ridiculizarme, y trata de atender las necesidades que
te exprese. Mis padres me negaron la satisfacción de muchas de ellas.
Ahora necesito que tú me ayudes a llenar los vacíos que esta negligencia
dejó. Apóyame y estimúlame para evolucionar cada día más y recuérdame que
soy alguien valioso. Nunca me degrades como lo hacían mi padre y mis
profesores. Protégeme de aquellos que me quieran herir, como sin darse
cuenta lo hicieron mis padres y mis hermanos. Trátame como la madre más
amorosa y sabia trata a su hijo idolatrado y predilecto. Yo haré lo mismo
por ti”.